Extinción, el tercer libro de cuentos de David Foster Wallace, termina con “El canal de la angustia”, un relato muy especial. Cuenta la historia de un periodista que, trabajando para un medio algo menor, se ve obligado a cubrir noticias impactantes para tratar de llamar la atención. En esa búsqueda, intenta hacer una nota sobre alguien que hace caca con formas de esculturas. El, literalmente, artista de mierda deja secar sus esculturas y luego las vende en ferias. Claro que, al ser una ficción de Foster Wallace, los problemas no tardan en llegar, pero lo que nos importa acá es que si los habitantes de la Ciudad de Buenos Aires pudieran enseñarles a sus perritos el arte de defecar esculturas, entonces tendríamos la ciudad inundada de objetos creativos, capitalizaríamos los excrementos, las calles serían un hermoso paseo, los turistas visitarían la primera capital del mundo en tener perritos que hacen arte público.
El genial Foster Wallace nos invita a imaginar una solución imposible que resolvería un problema real, citadino, muy serio, de salud, que por más gracioso que suene no deja de afectarnos a todes. En Argentina hay entre ocho y nueve millones de perros, lo que supera en cantidad de mascotas a cualquier otro país de Latinoamérica. Estos pichichos, tiernos, alegres, dulces y juguetones, son sacados a pasear por sus dueños todos los días a la calle y hacen una cantidad de mierda considerable: un perro de 15 kilos evacúa 600 gramos de excremento, lo que da un total de 18 kilos de repugnante caca al mes. Gran parte de esos 18 kilos los hacen en las veredas de las ciudades.
Los dueños, en teoría, deberían levantar esa cochinada y meterla en algún tipo de recipiente. Pero eso no es lo que habitualmente sucede. Según números oficiales del Gobierno porteño, en CABA los perros dejan 35 mil kilos de materia fecal desparramada en lugares públicos. Aunque deberían levantarlo de la forma que consideren mejor –con palita, con bolsa plástica, usando páginas del suplemento deportivo del día anterior, con un cacho de cartón que encontraron en el contenedor de basura más cercano– no acostumbran a hacerlo. Vivimos ante el peligro de salir contentos a dar una caminata y enojarnos al pisar el desperdicio maloliente.
Más allá de la incomodidad de ensuciar nuestras llantas y del estúpido mito de que llenarnos de sorete nos da buena suerte, es un verdadero problema de salud pública. Los excrementos pueden traernos a los humanos infecciones respiratorias, oftalmológicas y dermatológicas. Estas infecciones no vienen solo por el contacto directo: luego de 24 horas los teresos se solidifican y quedan, gracias al viento y la humedad, micropartículas de caca que vuelan y viajan por el aire, hasta llegar al agua y los alimentos. No hay escapatoria. Ni hablar de que los que están más expuestos son los menores de cinco años, los mayores de sesenta y cinco y personas con deficiencias del sistema inmune. Ojalá el asco de pasarles un cepillo para sacar mierda pegada de nuestras suelas fuera el único problema, ojalá esto se resolviera copiando esa costumbre nipona de dejar el calzado fuera de casa.
Estos pichichos, tiernos, alegres, dulces y juguetones, son sacados a pasear por sus dueños todos los días a la calle y hacen una cantidad de mierda considerable: un perro de 15 kilos evacúa 600 gramos de excremento, lo que da un total de 18 kilos de repugnante caca al mes. Gran parte de esos 18 kilos los hacen en las veredas de las ciudades.
Tanto en Mendoza como en CABA hay proyectos para tratar de resolver este drama cotidiano. Las dos ciudades invitan a que los vecinos denuncien a los dueños que no levanten los excrementos: en 2018 en Mendoza trataron implementar un 0-800-CACA y en CABA el año pasado se presentó un proyecto de fotomultas para denunciar a quienes no se lleven lo que se tienen que llevar. Claro que, en ambos casos, la idea es botonear con nombre, apellido, número de DNI y domicilio. Es bastante cómico imaginar a un denunciante que busca hacerse el simpático con un vecino, halagando el perrito, preguntando muchos datos privados, para así tener la información necesaria con la que usar la aplicación pertinente y pedir que se le de una jugosa multa por dejar un cacho de sorete apestoso ahí desparramado. Cualquiera que está en la calle es un posible botón, un amigo de la gorra que no dice serlo, un alcahuete disfrazado de simpático, un ortiba que se hace el que no. Esta paranoia no puede ayudarnos a vivir mejor. Por otro lado, ¿tendrá alguien pruebas de una de estas multas aplicadas?
La última novedad sobre el tema es que el Consejo de Planeamiento Estratégico de la Ciudad de Buenos Aires (COPE) presentó este año en la Legislatura un proyecto de identificación de mascotas. El proyecto pretende que tanto perros como gatitos, obligatoriamente, tengan insertado un microchip. El proceso sería gradual y, llegado cierto momento, los dueños que no tengan a sus mascotas con el microchip serían penalizados. La idea es que con este elemento se pueda controlar que los animales estén vacunados, su bienestar general y demás. También propone la creación del “Sistema Único de Identificación de Caninos y Felinos”, donde se vincularía al dueño con su respectiva mascota. Con esto se supone que se podría controlar cuál recoge las heces y cuál no. Los perros con chip, tal vez, serían la única opción para que los dueños se comporten de forma responsable.
Seguramente, ese gran escritor que fue David Foster Wallace –con sus pañuelos atados a la cabeza y los anteojos siempre puestos, con sus novelas de miles de llamadas por todos lados– nunca hubiera imaginado que uno de sus cuentos terminaría haciendo que sus lectores soñaran con un mundo de esculturas de caca callejeras. Los estímulos para flashear con ciudades más vivibles, amables, menos hostiles, pueden venir de cualquier lado. Y vos, levantá la mierda de tu perro por favor…