“Por favor no pongas mi nombre”. La frase la pronuncia una psicóloga con más de veinte años de trayectoria en el sistema de salud de la Ciudad; la repite por WhatsApp una trabajadora del Instituto de la Vivienda; la reitera por teléfono una joven estudiante que se desempeña en la Villa 31-Barrio Mugica y la aclara, antes de empezar a hablar, una docente del programa Escuela Extendida.
No se conocen entre sí, pero a las cuatro las unen tres puntos en común: desde hace años trabajan en diversas áreas del Gobierno de la Ciudad en condiciones de contratación precarias, durante la cuarentena fueron presionadas para cumplir tareas incluso fuera de sus conocimientos y en ningún momento les garantizaron elementos de cuidado personal para evitar contagiarse de coronavirus.
Impulsada a partir de la crisis provocada por la pandemia, el jueves en la Legislatura porteña se aprobó la Ley de Emergencia Económica, que le otorga al gobierno conducido por Horacio Rodríguez Larreta la potestad para reasignar partidas, suspender programas que no sean considerados “esenciales” y congelar la planta de empleados estatales, entre otras cosas.
Con el apoyo de los bloques de Vamos Juntos, Partido Socialista, UCR-Evolución, GEN y Consenso Federal, y los votos en contra del Frente de Todos, FIT y Autodeterminación y Libertad, la ley tuvo desde un primer momento múltiples críticas: si bien el artículo que contemplaba el pago de salarios en cuotas finalmente fue removido, sigue sin contemplarse la situación de muchos trabajadores (18 mil, según cifras de la oposición) que están bajo la modalidad de contratos de locación de servicios, que en algunos organismos, como el Instituto de Vivienda de la Ciudad, representa al 70 por ciento de la planta.

EN LOS PASILLOS DE LA VILLA…
El 21 de abril el Ministerio de Salud confirmó el primer caso de coronavirus en la Villa 31 de Retiro, el cuarto asentamiento más grande de la Ciudad. Desde hacía semanas, sin embargo, delegados del barrio y organizaciones sociales insistían en la dificultad que representaba para los vecinos y vecinas cumplir con una norma básica y elemental emitida por la Organización Mundial de la Salud: la distancia social.
Quince días después, en el barrio hay casi 200 personas con diagnóstico positivo y una mujer de 84 años fallecida. Solo este jueves se reportaron 16 personas infectadas. Entre todos los asentamientos de la Capital Federal los casos confirmados superan los 365.
“Al principio nos hicieron trabajar mediante el acompañamiento telefónico a vecinos y vecinas del barrio. Como estábamos en pleno proceso de mudanza de vecinos (de sus casas a las viviendas que construyó el Gobierno), la idea era continuar con las tareas que pudiéramos hacer desde nuestro hogar”, cuenta a Ponele una trabajadora del Ministerio de Desarrollo Humano y Hábitat, que conduce María Migliore.

“Nos dijeron que nos darían barbijos y guantes. También que iba a haber una persona tomando la temperatura a quienes debían trabajar en la mudanza, pero nada de eso pasó”.
Con el correr de los días, los llamados se transformaron en una herramienta de prevención: debían informar los métodos para prevenir el COVID-19 y, a su vez, los vecinos transmitían inquietudes. Días después, uno de los supervisores le informó a un grupo de trabajo que debía ir al barrio para concretar una mudanza que estaba postergada. Era 17 de abril y la cuarentena aún no había sido flexibilizada.
Hubo quejas, malestar y temor por un eventual contagio. Quienes tienen familiares que integran los grupos de riesgo se negaron, aunque no fue sencillo: con contratos precarios, el temor a perder el empleo es constante y está presente en cada charla y cada debate. “La precarización nos quita poder de reclamar derechos básicos”, coinciden.
“Nos dieron un protocolo de seguridad e higiene y nos dijeron que nos darían barbijos y guantes. También que iba a haber una persona tomando la temperatura a quienes debían trabajar en la mudanza, pero nada de eso pasó. Nos tomaron la temperatura con un termómetro bajo el brazo, que era el mismo para cuarenta personas”, cuenta la trabajadora, que se pregunta si su actividad es realmente esencial en este momento. La descripción es alarmante: no les brindan información sobre casos confirmados, por lo que se enteran por la televisión y los diarios acerca de los nuevos enfermos, que en muchos casos viven en las mismas manzanas que suelen transitar a diario.
“Tenemos miedo porque nadie nos explica los riesgos; ¿cómo es posible que se siga trabajando tan cerca de personas infectadas?”.
Este jueves, sin ir más lejos, un vecino que tenía fiebre, padre de una joven con coronavirus, participó de una visita de obra a su futura vivienda, de la que también participaron trabajadores y trabajadoras del Ministerio de Desarrollo Humano.
PACIENTES DESDE EL HALL Y POR TELÉFONO
Quien cuenta esta historia, también bajo la condición de anonimato, es una psicóloga que trabaja en áreas de salud mental del Gobierno de la Ciudad desde hace más de veinte años. Durante la primera fase de la cuarentena, decretada por Alberto Fernández el 20 de marzo, fue convocada para atender a pacientes que llegaron a la Argentina desde el exterior y fueron enviados a cumplir el período de aislamiento obligatorio en hoteles donde, en un principio, la desorganización fue tal que la comida no alcanzaba o llegaba tarde, y la información era siempre imprecisa y escasa.
“El trabajo no tuvo ningún sentido. Nos hicieron salir de nuestras casas en plena cuarentena para atender a los pacientes desde el hall del hotel”, cuenta la psicóloga, que detalla que no había elementos mínimos para garantizar la protección. “No nos dieron barbijos ni alcohol en gel. Hablaban a poca distancia, era como si para ellos no hubiera una pandemia. Por precaución, me quedé en el auto y pedí que si había algún llamado me lo transfirieran al celular. Era lo mismo que podría haber hecho desde mi casa sin ponerme en riesgo a mí ni a mi familia”, agrega.
Pero, además, ocurrió una situación absurda: mientras el Gobierno nacional pedía limitar al mínimo el uso del transporte público, la Ciudad se negaba a disponer vehículos para el traslado de los profesionales a sitios con posibles casos de coronavirus. “Lo más cruel es que nos agarraron a nosotros, que ya de por sí tenemos condiciones precarias de trabajo y cuesta más que nos neguemos”, lamenta, y revela que en un comienzo la oferta de las autoridades era pagar el tiempo trabajado como horas extras, un modo de presión si se tiene en cuenta la compleja situación económica que ya atravesaba el país previo a la cuarentena.
“La sistematización de datos, llamando a residentes y concurrentes, también fue muy perversa. No piensan en la vida de la gente, tienen la idea de que los psicólogos y los profesionales de la salud mental no servimos para nada”, sintetiza.
“HAY UN TEMOR CONSTANTE A QUE HAYA UN AJUSTE”
También con la condición del anonimato, una trabajadora del Instituto de la Vivienda de la Ciudad (IVC), que conduce Juan Ignacio Maquieyra, reveló las condiciones de trabajo habituales, que se agravaron con la pandemia. La resolución 147/2020 del Ministerio de Desarrollo Humano facultó a las autoridades del Ejecutivo porteño a modificar no solo los horarios, sino también las prestaciones de los trabajadores y trabajadoras.
Con ese argumento y ante el temor de rescindir el contrato de forma unilateral de un día para el otro, una empleada administrativa terminó armando bolsones de comida para distribuir en los barrios, la mayoría de las veces sin ningún tipo de medida de prevención: ni barbijos, ni guantes ni nadie que les tomara la temperatura.
“No tenemos ninguna herramienta gremial a la que recurrir, se nos comunicó la tarea a la que se nos reasignaba y se daba a entender que si nos negábamos iban a rescindir el contrato. Nos avisaban con pocas horas qué tareas debíamos hacer y dónde debíamos cumplirlas, de pronto pasó a ser una obviedad que había que trabajar los feriados”, señala la trabajadora del IVC, que recuerda que en un principio se planteó como una “actividad voluntaria” y que luego se aclaró que era obligatorio.
La pandemia agudizó las condiciones de precarización laboral del Gobierno porteño, que tiene una inmensa masa de trabajadores sin ningún tipo de derecho laboral: para los monotributistas, palabras como “aguinaldo”, “obra social” o “vacaciones” son un sueño lejano, igual que la continuidad laboral.
“Tengo la sensación –dice con pesar– de que por la fragilidad de mi contrato tengo que hacer siempre lo que me pidan, cuando lo pidan y como lo pidan, muchas veces sin poder protegerme”.
En medio de una crisis económica sin precedentes, anticipa que este año no tendrá paritaria, o que el aumento salarial quedará muy por debajo de la inflación acumulada durante los últimos doce meses, aunque también tiene miedo de quedarse sin trabajo: “El temor a que haya un ajuste es constante”.

“QUEDA EN EVIDENCIA LA DESIGUALDAD”
Docente del programa Escuela Abierta del Gobierno porteño, la maestra que habla fue convocada para un “voluntariado” pocos días después de la suspensión de clases, con el objetivo de entregar viandas a los estudiantes y sus familiares, así como los cuadernillos con las tareas que debían realizar. También bajo una modalidad de contratación precaria, tanto ella como sus compañeros comprendieron que, si bien era una actividad “optativa”, si se negaban a participar podía correr riesgo su trabajo.
En diálogo con Ponele, relata las idas y vueltas de su tarea: “La información que mandan es confusa, me hicieron ir de una escuela a otra, en un momento donde todavía no se sabía tanto del coronavirus y había mucha paranoia y temor, te pedían que no salieras de tu casa y por la mala comunicación tenía que arriesgarme a ir de un lado al otro”.
Además, la docente considera que la pandemia puso en evidencia la profunda desigualdad social del sistema educativo: “Hay familias que no tienen Internet, o no tienen cómo hacer las tareas porque son cinco chicos y hay sólo una computadora o dos celulares”.
“Las primeras semanas –recuerda– viví todo con mucha angustia, tenía la sensación de que no me quedaba otra que hacerlo porque corría riesgo mi laburo”.