En el edificio donde vivo, desde hace meses, hay un gato que pasa la noche en la cochera. Hasta hace poco, nadie se quejaba: a unos les daba ternura, a otros les parecía una manera de alejar roedores. Pero la semana pasada encontraron dos defecaciones importantes. Eso preocupó a los vecinos: empezaron a mandar mensajes al grupo de Whatsapp que tenemos preguntando si había sido el gato. Gracias a las cámaras de seguridad, se encontraron imágenes del felino entrando a la cochera (a las 20.26 de la noche) y saliendo (a las 20.39). Por primera vez en tres años, las cámaras de seguridad –instaladas por una empresa especializada– sirvieron para despejar dudas, empezar a resolver una especie de problema y hacer algo más que mostrar las caras de quienes irrumpen en nuestra privacidad. El grupo de Whatsapp se llenó de comentarios alabando a las cámaras y de insultos a quienes dudaban de su efectividad.
Esta confianza en la videovigilancia, tal vez un poco desmedida, es un mal de época. Por ejemplo, la ciudad de Buenos Aires tiene un 51% de la ciudad vigilada e intenta tener un 75% por ciento del mapa dentro de unos años. A eso se le suma que las fuerzas de seguridad porteña tienen 200 patrulleros que llevan una cámara activa. Toda esa información audiovisual entra al Centro de Monitoreo Urbano (CMU). Según el entusiasta Diego Santilli, vicejefe de Gobierno, gracias al sistema de videovigilancia “los delitos cometidos por motochorros disminuyeron en un 66% y tenemos un 75% de esclarecimiento de los homicidios ocurridos dentro de la Ciudad”.
En otras grandes ciudades, los números son mucho peores (o, para algunos, mejores). Londres, de avanzada en este tema, cuenta con 68 cámaras cada mil habitantes. Desde la década del ochenta vienen sosteniendo una inversión constante, sin pausa, que crece a medida que pasan los años. El sistema cerrado –conocido como Ring Of Steel (anillo de hierro)– terminó de adquirir forma después de los “problemas” con el Ejército Republicano Irlandés (IRA), en 1993. Y eso que Londres ocupa el sexto puesto; los primeros seis se los llevan las grandes ciudades chinas.
“¿Qué vamos a hacer con todas las cámaras?”, se pregunta el periodista estadounidense especializado en tecnología Frahad Manjoo. Su duda surge a partir de hechos que dan miedo. Un ejemplo que da es el siguiente: año 2017, Nueva York, Estados Unidos. La cámara de un negocio capta a un hombre robando cerveza; el video no toma una buena imagen del hombre, y el sistema de escaneo facial no puede encontrar la coincidencia con nadie. Un detective del Departamento de Reconocimiento Facial piensa que se parece al actor Woody Harrelson; buscan en Google una imagen del actor y escanean su cara; al buscar la imagen escaneada encuentran una coincidencia, y esa persona es detenida. En conclusión: alguien es detenido por parecerse a un actor que se parecía a una persona que robó en un negocio.
A partir de la constancia de este tipo de errores, tanto Estados Unidos como el Reino Unido empezaron a cuestionar las cámaras de videovigilancia y a regular el reconocimiento facial en distintos estados e instituciones.
En la ciudad de Buenos Aires, el jefe de Gobierno Horacio Rodríguez Larreta recibió en octubre del año pasado una carta de la ONG Human Rights Watch (HRW) en la que se le llamaba la atención por su flamante sistema de reconocimiento facial hacia prófugos de la ciudad. En la carta se hace especial hincapié en que la base de datos de personas con órdenes de detención por delitos graves, conocida con el nombre de Consulta Nacional de Rebeldías y Capturas (CONARC) y mantenida por el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, recibía una gran cantidad de imágenes diarias de menores de 18 años de las cámaras de videovigilancia instaladas en estaciones de trenes y subtes.
Se denunciaba entonces que este accionar no solo violaba los derechos de los menores, sino que había números que evidenciaban cómo el sistema de reconocimiento facial tiende a fallar más en la identificación de menores de edad –diversos estudios comprueban que los algoritmos arrojan seis veces más falsas coincidencias para un niño de entre 10 y 16 años que para un adulto de entre 24 y 40. Al parecer, cuanto más pequeños son los niños, más pronunciados son los errores .
Al otro día, el Gobierno de la Ciudad bloqueó el acceso público a la base de datos de prófugos.
¿Qué vamos a hacer con todas las cámaras?
Estos datos, que al menos cuestionan la utilidad de las cámaras, no llegarán nunca al edificio donde vivo. Ahora mismo, el Whatsapp de los vecinos arde. El gato pasa por debajo del portón de la cochera, todos los días llegan imágenes, las defecaciones no aflojan, las discusiones se multiplican, unos quieren aniquilarlo, otros sugieren cambiar el portón, hay sobredosis de mayúsculas, mensajes interminables y audios de varios minutos.
Las cámaras de seguridad terminaron metiéndonos a todos en un problema del que no tenemos idea de cómo salir. Quizás podría hablar con la empresa de seguridad de edificios privados que nos instaló este equipo: pienso proponerles que la videovigilancia venga con una dosis mensual de ansiolíticos suaves que nos calmen a todes les vecines.