En la primera parte del aislamiento pandémico pasaron cosas raras. Quienes podíamos darnos el lujo de no hacer traslados en medios de transporte caminábamos por los alrededores de nuestros hogares, muchas veces por las mismas calles, obligados a negar la curiosidad que despertaba pensar cómo estarían los barrios un toque alejados. En esa sintonía es que fantaseé con que un pasaje cualquiera es nada más y nada menos que un portal: algo que recibe a quien entra en él, y lo afecta. Creaciones del aburrimiento. O de la magia ciudadana.
Uno de los pasajes de los que hablo se llama Lezica y está a una cuadra de Av. Rivadavia, nace en Medrano y muere en Río de Janeiro. Tiene la particularidad de que, al vivir forzado a seguir la numeración de Rivadavia, empieza al 3900 y termina en el 4500. El pasaje Lezica solamente conoce una cantidad limitada de números, nada de unos ni de diez. Ahí solo se curte con dos ceros.
Ya en la esquina donde arranca hay dos edificios extraños que delimitan la entrada. Sobre un insulso local de zapatillas, se posa una obra de un arquitecto húngaro, András Kálanay, cargado con balcón y pérgolas. Enfrente está la Biblioteca Argentina Para Ciegos; en su fachada lleva un mural con fantasmitas sonrientes que, al parecer, son los encargados de marcarles el camino a los no videntes que caminan con sus bastones. Si se quiere flashear con portales, el pasaje Lezica es una gran invitación.
Al entrar, la burbuja silenciosa que a uno lo envuelve es notoria. A pocos metros está Rivadavia –con la tradicional confitería Las Violetas, los colectivos, el subte, autos, humo y un tránsito que no afloja nunca–, pero ahí las cosas tienen otro cantar, otro aroma, otro ritmo. Los edificios parecen antiguos, no es difícil dejarse llevar y pensar que las personas que los habitan viven ahí desde hace muchísimo tiempo, que se conocen, que forman una especie de comunidad donde se cuidan los unos a los otros. Las calles están arboladas, las puertas de las casas bajas son macizas, uno no entiende bien dónde se metió.
Si se quiere flashear con portales, el pasaje Lezica es una gran invitación
Al 4100 Lezica corta en con la calle Dr. Carlos A. Giantonio (Ex Ángel Peluffo). De la unión de estas dos calles que van en diagonal –Giantonio nace en Medrano y termina ahí, su corta vida es de solo dos cuadras– surge una plazoleta llamada Mario Jorge De Lellis, que le sigue dando condimento a la cosa. Está enrejada, tiene unos bancos, un tacho, un árbol y un farol en el medio. Cruzando, hay una casa arbolada con techos a dos aguas y una especie de torre. Uno, dentro del portal, puede llegar a imaginar que quien vive en esa casa no sale nunca, que mira por los ventanucos de la torre qué está pasando. Todo puede ser, los límites son deformes y confusos.
Es difícil de dictaminar si la habilidad para ver tesoros donde no hay nada es un don o una maldición. Lo que es seguro, y de esto soy testigo, es que al salir a Río de Janeiro uno se siente diferente. Las cosas, las caras, los porteros baldeando, los kioscos que venden alfajores y chocolates, los perros, las dietéticas que venden arroz yamaní y los problemas en los que se viene viviendo cambiaron de color. El pasaje Lezica, y todo lo que hay dentro de él dejan algo sobre quien se anima a atravesarlo. Parecido a otros pasajes de la ciudad. O eso me quedó de cuando fantaseaba para no morirme de una rutina soporífera.