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Portales porteños: pasaje Marcoartú

Al andar por el barrio porteño de Flores –sea en auto, bicicleta o a pata–, uno tiene que hacer memoria y tratar de recordar en qué calles hay barrera para pasar con el auto, en cuál se puede seguir caminando pero no con el vehículo y cuáles mueren ahí. Esas que solo permiten pasar a los peatones le ofrecen al que se mueve con las piernas o en bici la sensación extraña de tener estar haciendo algo que los autos no pueden hacer; las que no tienen paso de ninguna forma hacia el otro lado son más particulares todavía, dejan a quien quedó congelado sin poder cruzar la sensación de haber caído en una especie de final sorpresivo y lo obligan a la tortuosa acción de retroceder. Todo esto último se arregla poniendo el GPS, claro. Pero no puedo asegurar si el pasaje Marcoartú, que nace en Bolivia al 200 y no tiene numeración, ese del que yo voy a hablar en esta nota, lo encuentran los radares satelitales. Puede ser que sí…, pero una calle que no tiene numeración, que aunque figura en Google Street View, no está claro si es pública o privada, por lo menos nos hace dudar.

En Bolivia al 200 la calle termina repentinamente. Uno tiene al frente la estación de Flores y, girando al a derecha, aparece este pasaje particular, del que dudo que exista otro parecido. Aunque debería ser público, una reja –que no se entiende si fue puesta por el Gobierno de la Ciudad o por quién– lo contiene y lo protege de vaya a saber quién. Al costado del enrejado hay un buzón que le suma atemporalidad, los árboles que crecen salvajes entre ese territorio sin dueño que está entre la estación de tren y la calle le dan sombra al pasaje; mirando hacia arriba los cables de luz parecen haberse reproducido de una forma irracional. Marcoartú es una cosa de apariencia extraña. Y eso que todavía no hablamos de el bloque de departamentos que no permite que existan negocios, loterías, bares o restoranes en este pasaje ferroviario.

¿Quién vivirá hoy en este pasaje? ¿Quién sufrirá día y noche el movimiento constante del tren Sarmiento que sale de Once y termina en Moreno? ¿Quién le dirá al Uber que lo deje en Bolivia al 200 y cruzará la reja que lo deja del otro lado? No sé si sabrán los que viven ahí el misterio que llevan encima.

La construcción de la que vengo hablando tiene dos plantas, seis puertas numeradas en planta baja y cuatro balcones en la planta alta. Los últimos tres balcones están sostenidos por unas columnas que van hacia adelante y forman una especie de pórticos muy típicos de la arquitectura inglesa. Las puertas de las viviendas tienen la apariencia de estar cuidadas, no parece un lugar deshabitado. Según aseguran especialistas, el edificio de viviendas fue construido para obreros del ferrocarril Sarmiento en la primera década del siglo XX. ¿Quién vivirá hoy en este pasaje? ¿Quién sufrirá día y noche el movimiento constante del tren Sarmiento que sale de Once y termina en Moreno? ¿Quién le dirá al Uber que lo deje en Bolivia al 200 y cruzará la reja que lo deja del otro lado? No sé si sabrán los que viven ahí el misterio que llevan encima.

No puedo asegurar si el pasaje Marcoartú, que nace en Bolivia al 200 y no tiene numeración, ese del que yo voy a hablar en esta nota, lo encuentran los radares satelitales. Puede ser que sí…, pero una calle que no tiene numeración, que aunque figura en Google Street View, no está claro si es pública o privada, por lo menos nos hace dudar.

Otra curiosidad única es que el pasaje no tiene un final, no conecta con Condarco y la única forma de salir es por la misma calle por la que se entró. El intríngulis merece la exageración de pensar que solo se puede avanzar retrocediendo, solo se puede continuar yendo hacia atrás. Me imagino un desgraciado que busca escaparse de uno que lo persigue y tiene la mala suerte de quedar encerrado en Marcoartú; me imagino a quien estaba buscando al que se escapaba esperando en la puerta enrejada del pasaje, con la sonrisa aterradora de alguien que sabe que su enemigo –básicamente– no tiene escapatoria. Este tipo de fantasías son construidas por la pesadilla asfixiante de las calles sin salida.

La historia cuenta que el predio fue donado por un tal Daniel Marcoartú, a quien el pasaje recuerda desde hace más de cien años. No sería muy descabellado suponer que esa persona tenía ahí una casa quinta de vacaciones o de fin de semana, que venía a Flores para despejarse de la ciudad y olvidarse de los problemas, que escapaba del Centro y se relajaba en sus terrenos mientras miraba ir y venir el tren.

Pensar qué será del pasaje Marcoartú dentro de veinte o treinta años, estar obligado a mirar una calle sin entrar en ella, preguntarme quién vive ahí adentro, fantasear historias extrañas de quienes lo habitan, flashear con que un día cualquiera aparecen los herederos de Daniel Marcoartú y reclaman derechos y mucho más. Estas cosas de una singularidad estremecedora pienso mientras estoy tirado, en Bolivia al 200, mirando las espaldas de quienes esperan el tren para volverse a casa, una tarde cualquiera, en una calle sin salida, de la que para salir tendré que volver por donde vine para irme.

 

 

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