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Portales porteños: pasaje Morse

Si uno está acomplejado, con la cabeza atareada, plagado de problemas y de dolores que no tienen sentido, no es una mala opción bajar del colectivo y caminar lentamente por un pasaje soleado. Claro que no cura nada, no es mágico, los problemas siguen y siguen, pero durante unos cuantos minutos, parecería que no. Aconsejo tomárselo con calma y caminar más lento de lo acostumbrado.

El pasaje que tengo a mano es uno que tiene un nombre muy particular: Morse. Nace en avenida La Plata y termina en Muñiz, tiene una sola cuadra y su numeración va del 4200 al 4300. Aunque hay edificios, no hay un solo árbol en Morse. El sol del mediodía pega fuerte en el asfalto de Caballito, todo es muy luminoso.

En una de las dos esquinas de avenida La Plata y Morse –frente al Coto que está al lado del último local de la cooperativa del Hogar Obrero– hay una inmobiliaria. Es curioso que esa inmobiliaria maneje departamentos que están en el pasaje. ¿Vigilan quién entra y quién sale? ¿Conocen a cada uno de los vecinos de la cuadra? ¿Es a través de esa inmobiliaria la única manera de poder alquilar o comprar algo en esa calle misteriosa? Son preguntas que prefiero dejar sin responder, son preguntas que tienen olor a pasaje.

}Aparte de la inmobiliaria, solo puede verse un local comercial en todo Morse. Casi llegando al final del pasaje, hay un local de depilación, peluquería, masajes y pedicuría. Me imagino a los clientes de la zona diciendo que los cortes de pelo que se hacen en Morse son diferentes a los del resto, que las depilaciones son mejores, que algo de ahí hace que los pedicuros logren milagros. Fantaseo con que algo diferente pasa en el pasaje. Tal vez me confundo. No lo corroboro porque prefiero quedarme con la duda; si chequear es arriesgarse a hacer desaparecer lo maravilloso, entonces prefiero no chequear. El problema no es el mago que muestra los trucos, el problema es el que buscar ofrecerle unos billetes al mago si se los muestra. Uno entra en una instancia poética al pensar en el pasaje, las cosas toman otro color.

A mitades del siglo XIX, el inventor estadounidense Samuel Morse revolucionó al mundo al inventar el código morse y lograr –por primera vez en la historia de la humanidad– la comunicación a distancia con el telégrafo. Hoy el telégrafo ya no se usa y el código morse es algo que solo conocen los últimos radioaficionados y los que trabajan en la industria de la aviación. ¿Habrá alguien que use el código morse en el pasaje Morse? ¿Funcionará mejor este código en una calle que lleva su mismo nombre? Las preguntas que genera un pasaje de una sola cuadra quedan sonando días y días en mi cabeza. A diferencia de las otras preguntas, estas no molestan, al contrario.

Al llegar a Muñiz y terminar mi paseo, me doy cuenta de que soy diferente. Miro atrás y veo los autos y los colectivos, los empleados de las pinturerías descargando camionetas y las viejas arrastrando el changuito de las compras; no entiendo bien cómo es que antes fui una persona que estuvo en avenida La Plata. Las cosas son raras, las cosas son extrañas, el pasaje Morse es una gran opción para olvidase de uno mismo y entregarse a perderse en reflexiones que no llevan a ningún lugar importante. Los problemas, los conflictos, las cuentas por pagar y los familiares que sufren son tragados por el pasaje, uno se siente algo más liviano. Aunque sea, por lo que dura la caminata. Por eso, insisto, si uno acostumbra a estar entre Boedo y Caballito, caminar por Morse es una gran opción.

Recomiendo hacerlo con una lentitud exagerada, haciendo de cuenta de que cada paso es una cosa importantísima, haciendo de cuenta de que no existen razones por las cuales apurarse. No se van a arrepentir.

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