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5 ideas sobre el Trotsky de Putin y de Netflix

Netflix es el Disney de kidults, ese amplio segmento social de adultos-niños de entre 16 y 60 años que, guarnecidos en la calidez doméstica, desplegamos nuestro narcisismo, indignación y sed de justicia en las redes sociales. Ambas empresas son catch-all parties que pueden conmover en igual medida a Emmanuel Carrere y a algún trapero de moda en YouTube. ¿Pero qué comparten y qué diferencia a Netflix y a Disney?

Más que un síntoma del “fin de la historia”, Netflix es la materialización del contemporáneo malestar en la cultura. Disney, por el contrario, no es nada más ni nada menos que una corporación puritana cuyo core bussiness es la explotación de derechos de propiedad intelectual a través de contenidos mainstream. Disney es dueña de Marvel, LucasFilms, 20th. Century Fox y decenas de compañías como la cadena de televisión ABC, todas ellas con valores retrógrados, anti-minorías y pro-capital financiero, que a lo sumo, para aggiornarse al fin de la esclavitud que el viejo Walt añoraba, se permiten la autoironía y un multiculturalismo para tontos. La fuerza laboral de Disney consiste, principalmente, de abogados.

Netflix, en cambio, ha logrado hacer confluir una plataforma de extracción de datos con producciones de contenidos propias. Netflix es el Disney de los kidults porque, más allá del alquiler de contenidos de otras empresas para ofrecer en su plataforma, y de la participación en ciertos proyectos “independientes”, sus productos se caracterizan por un tipo de entretenimiento con la dosis justa de violencia, conspiración, sexo tolerable -algo que Disney no se permite- y progresismo neoliberal.

Además de esta diferencia estético política, es todavía más importante que la fuerza laboral de Netflix son ingenieros. La plataforma está conectada inmediatamente con la gran conversación continua que mantenemos con propios y extraños en las redes sociales, de tal forma que ver una serie de Netflix es también una manera de tener un terreno en común con otros, un punto de inicio compartido, un lugar colectivo.

La serie sobre el camarada Trotsky es uno de los últimos juguetes de luz y sonido que la empresa californiana ha decidido arrojar al corralito doméstico de los kidults que religiosamente pagamos su abono. Lo que sigue son algunas hipótesis de lectura para pensar menos ingenuamente esta curiosa mezcla entre progresismo neoliberal, conductismo digital, fantasía histórica y relatos sobre lo político.

1. Trotsky es todo lo que House of Cards no se anima a mostrar.

Hay que aceptar que Trotsky no es, al menos, otra de esas hiper trilladas series de detectives – alcohólicos – atormentados por el pasado – que llegan a un pequeño pueblo – con clima hostil – donde hubo un asesinato macabro – en el que ven la última posibilidad de redimir su vida. La serie que ofrece Netflix es, por el contrario, un relato que se asienta en la intimidad del poder. Tiene la enorme ventaja de estar hablada en ruso. Pero si en House of Cards el costado sangriento de esta intimidad -con la población que termina presa, con el desastre sanitario de los Estados Unidos, con las guerras- es pateado fuera de campo, en Trotsky es puesto en primer plano: cada vez que Trotsky elige la revolución por encima de la compasión su decisión está subrayada en mil colores. A diferencia de los políticos contemporáneos, el personaje Trotsky es víctima de su coherencia: no hay burocracias ni mecanismos que oscurezcan las consecuencias éticas de su accionar.

Lo primero que vemos es el tren blindado (negrísimo y con la estrella roja en su locomotora) avanzando a toda máquina por la taiga rusa. Es 1918 y en ese tren manda Trotsky que es el jefe del Ejército Rojo, en guerra contra los perversos zaristas e imperialistas que se oponen a la Revolución de obreros, campesinos y soldados. Trotsky viste enteramente de cuero negro: pantalones de cuero, chaqueta de cuero, sobretodo de cuero hasta los tobillos, gorra de cuero con la estrella roja. En su vagón privado Trotsky toma decisiones de vida y muerte sobre millones de personas.

La soledad del poder, por suerte, se ve aliviada por la presencia de una hermosa cronista y poeta, y también ardiente revolucionaria. Trotsky se prepara para enviar un telegrama que intuimos terrible y marcial pero antes la poeta y cronista ardiente revolucionaria lo detiene: una breve pausa en sus tareas de gran mariscal. Trotsky duda sólo por un segundo. Puede permitirse esa pausa. Después de todo es el comandante supremo del Ejército Rojo. Sobre una mesa (que imaginamos, aunque no vemos, con banderitas rojas y blancas marcando las posiciones de los ejércitos) Trotsky se desfoga (perdón, estamos en 1918) junto a la poeta, cronista y ardiente revolucionaria y el montaje de la serie corta a la locomotora con la estrella roja al frente avanzando a todo vapor por la nieve de la Madre Rusia en una metáfora al menos, digamos, bastante obvia. Sexo, poder y soledad. La revolución es una locomotora sangrienta y alucinada que, una vez puesta en marcha, no se puede detener. Quizás por eso Trotsky muestra la esencia de lo político, que es la guerra -y no la rosca, como sugieren House of Cards y sus fanáticos. Punto para la serie.

2. La que ofrece Netflix es la versión de Putin sobre Trotsky.

La serie que ahora presenta Netflix fue hecha originalmente en 2017 (anno revolucionario) por Channel One de Rusia. Channel One es el heredero de un viejo canal estatal de la Unión Soviética privatizado por Boris Yeltsin en 1994 y desde entonces encuadrado en el putinismo. Además de la serie de Trotsky realizaron producciones sobre Brezhnev y Lenin. Es un canal de televisión considerado como oficialista del gobierno de Vladimir Putin. Un canal, entonces, que viene produciendo series sobre la historia de la Unión Soviética en el marco del revisionismo histórico a la carta que el gobierno de Putin desde hace años intenta oficializar a modo de ajuste de cuentas con el pasado inmensamente turbulento de Rusia en el siglo XX.

La gran pregunta para un país que emergió de una crisis gigantesca como la del fin de la URSS e intenta mantener su grandeza es cómo entroncar esa historia sin negarla en un proyecto de futuro. La respuesta del nacionalismo ruso que encarna Putin parece ser mixta, pragmática y muchas veces insostenible para los cánones occidentales. Desde mantener el cuerpo embalsamado de Lenin en su mausoleo de la Plaza Roja y el himno de la Unión Soviética (sin la letra original, pero con la música que seguramente lo consagra como el mejor himno nacional del mundo peleando cabeza a cabeza con La Marsellesa) a reivindicar los aspectos patrióticos del stalinismo y la ambición de superpoder mundial que supo representar, pasando por la revalorización del tradicionalismo ruso encarnado en la iglesia ortodoxa y el mito romántico de la Madre Rusia.

Putin necesita mantener cierta aura romántica en la figura de los revolucionarios de octubre, pero al mismo tiempo explicarle a los kidults que, a diferencia suya, se trató de personajes amorales y sanguinarios. Stalin es representado como un verdadero patán con talento sólo para el espionaje. Lenin es un hombrecillo disfónico y cobarde, con una habilidad extrema para ganar rencillas políticas, pero básicamente pragmático. Y Trotsky es un sociópata perverso devorado por el mismo monstruo que contribuyó a construir. Ese combo entre demonización, complejización a través de cierta trama afectivo-familiar y épica a través del montaje y de la vestimenta le viene a Netflix como anillo al dedo. Sin embargo, a fin de cuentas, queda la sensación de que a Putin le duele más que Trotsky haya sido un mal padre que sus atrocidades.

3. Dicho esto, la de Trotsky no es una serie histórica sino una fantasía kitsch.

Cualquier persona apegada a la exactitud histórica dejaría de ver la serie después de la primera media hora y pondría alguna de las otras ofertas de Netflix, alguna boludez con detectives finladeses que descubren algún horror en un pueblito perdido con un PBI veinte veces mayor que el argentino (o el ruso). Pero la de Trotsky no es una serie para historiadores, mucho menos para militantes. Ni siquiera es interesante para los militantes peronistas poco afectos a la autocrítica que responsabilizan al trotskismo de todas sus miserias. Como dijimos, la de Trotsky es una serie para kidults que, aburridos de superhéroes cada vez más idiotas, quieren un poco de sangre, de semen y de realidad como condimentos para el consumo especular de lo trágico de la política.

La serie de Trotsky tiene todos los condimentos para generar indignación. Como se dijo, quien quiera exactitud histórica apriete la tecla de salida de Netflix. ¿Y las masas hambrientas de la Rusia zarista? ¿Y la “gente común” que apoyaba a la revolución? ¿Y la historia zarista? ¿Y el proletariado explotado alrededor del mundo? ¿Y las estructuras históricas que determinan la agonía del capitalismo y el triunfo de la clase obrera? ¿Y la sal de la tierra? No. Ruido de fondo. En la serie todo aquello es un telón sobreentendido, desdibujado, que va siguiendo la historia de Trotsky desde sus inicios como militante a finales del siglo XIX (¿sabían que “Trotsky” era el apellido de uno de sus más brutales carceleros?) hasta su consagración como dirigente de la revolución fallida de 1905, primero y de la Revolución rusa de 1917 después, pasando por los años de exilio, pobreza y aislamiento político en el medio.

Frida Kahlo en bolas (con el detalle del corsé ortopédico) arriba de León Trotsky en una habitación en penumbras. Un Ramón Mercader declarado fan de Stalin diciéndole en la cara a Trotsky que es un fracasado. Sigmund Freud diciendo que la revolución socialista no es más que sublimación del deseo sexual. Lenin acogotando a Trotsky en una terraza parisina luego de una disputa por unos carguitos en el partido. Cualquiera que vea esas y otras escenas puede darse cuenta de que lo que se está contando no tiene que ver con la rigurosidad histórica. Por eso, previsiblemente, la mirada que tienen sobre la serie los partidarios de la Cuarta Internacional es claramente la de una tergiversación neoestalinista de la sacrosanta figura de Trotsky para degradarlo a ser uno más de la galería de burócratas y dementes despiadados de la Revolución al uso de los intereses de Putin.

Digamos, una operación de blanqueamiento que lo volvería aceptable para los intereses del relato del régimen ruso actual. Es una mirada atendible y entendible, y de hecho perfectamente sustentada incluso en datos históricos que la serie no respeta, con los que se toma licencias o directamente falsea. La coartada para los saltos arbitrarios, las inconsistencias y el absurdo montaje que propone la serie es la entrevista episódica de Ramón Mercader a Trotsky en su casa de Coyoacán. Desde el vamos, lo que se narra es una versión imaginaria de la historia que sólo existe en la negociación entre la memoria de Trotsky y el inverosímil papel de incisivo periodista estalinista de su futuro asesino.

4. Fuera de Rusia, Trotsky es una fábula sobre los líderes populistas.

Las objeciones históricas o teóricas no son coherentes con el objeto ficcional del que se trata. La serie de Trotsky no tiene que ver con la historia sino con otro tipo de cosas. Lo interesante de la serie no es su verosimilitud sino la manera en que construye a su héroe. Pedirle rigurosidad histórica es tan descaminado como reclamarle exactitud a Spartacus: Blood and Sand (una serie genial, sexual y grotesca) sobre la rebelión de esclavos en el imperio romano. No estamos en el terreno de la recreación histórica sino de la fantasía kitsch. La fantasía del revolucionario, del hombre que consagra su vida a la política entendida como una transformación radical de las condiciones de vida.

Sabemos -y la serie se ocupa de recalcarlo- que la revolución es una fantasía mesiánica cuyo horizonte de redención parece haber concluido con el siglo XX. La serie de Trotsky ni siquiera plantea la pregunta acerca de si el fin justifica los medios porque considera que la historia ya respondió esas cuestiones. Por eso es importante decir que la serie significa algo distinto en Rusia que en el resto del mundo. En Rusia es una versión oficial de la historia nacional. En el resto del mundo, es una fábula sobre los gobiernos autoritarios de los cuales el de Putin podría ser pensado como un ejemplo casi arquetípico. El progresismo neoliberal de Netflix contra los fantasmas del pasado.

El Trotsky de Putin y de Netflix invoca un arquetipo individualista y nietszcheano, verticalista y cruel, que sigue ejerciendo fascinación y puede ser leído en cualquiera de los líderes populistas de izquierda o de derecha. El héroe que no se deja derrumbar a pesar de los fracasos, el hombre obsesionado con la vitalidad que otorga saberse al mando, el personaje que aún en las malas (en el exilio, en la vejez) todavía se considera invencible. El Trotsky de la serie respira poder aún en la derrota, no acepta su marginación, se sigue considerando eterno porque sus ideas son eternas. Por eso la mejor parte de la serie son los flashbacks de la guerra civil rusa, las escenas del tren blindando con un Trotsky vestido de cuero negro como una dominatrix: son los momentos en que el intelectual judío muta en dios de la vida y la muerte, el momento en que el civilizado muerde la manzana del poder absoluto y lo disfruta y descubre su verdadera naturaleza.

Quizás por esto el Trotsky de Putin y de Netflix es el espejo ideal desde donde se puede mirar a Trump: para aquellos que apoyan su éxito económico y su antibelicismo, Trotsky es un loco maximalista que representa el verdadero rostro de las izquierdas y del comunismo que Trump supuestamente combate. Para los demócratas y el progresismo neoliberal que repudia estéticamente a Trump y aborrece su política impositiva y social conservadora, Trotsky es el ejemplo de que aun siendo un demente autoritario se pueden conservar ciertos principios, y de que Trump es un déspota de cotillón, un simulacro. En la vereda de enfrente, para el consumo ruso, frente al Trotsky que Netflix le compró Putin quedará como un líder humanitario (y quizás, en el cono sur, Cristina Kirchner aparecerá como una capitana de la revolución feminista).

5. A fin de cuentas, Trotsky expresa el malestar dentro del malestar, y por eso nos fascina tanto.

Trotsky fue el menos asimilable de los revolucionarios rusos. El judío cosmopolita. El intelectual de la revolución. El profeta armado y luego desarmado. El gran escritor derrotado por el brutal campesino Stalin. El sucesor elegido por Lenin borrado de la historia oficial del socialismo real. El expatriado que recorrió durante quince años países exóticos con el aliento de la NKVD en la nuca. El hombre que alimentaba conejos en Coyoacán asesinado por la espalda por el hombre que amaba a los perros (al decir de Leonardo Padura), Ramón Mercader, el agente de Stalin infiltrado en el círculo íntimo de México.

¿Podría la izquierda generar un contrarrelato de Trotsky que no cayera en la santificación del revolucionario? A diferencia de las izquierdas, la serie de Putin y de Netflix no lo construye como mártir. Al contrario: Trotsky es construido como un loco, un demente obstinado, un animal de poder. Encarna por eso unos valores que se resisten a morir: ni los de la solidaridad ni los de la empatía, ni la resiliencia ni la flexibilidad, sino los valores de la obstinación y la trascendencia.

Y por eso la serie de Trotsky en Netflix es interesante mal que les pese a los custodios de su memoria. No porque sirva para revindicar su figura ni su teoría sobre la acción política. Tampoco por su insuficiente, simplificada y reaccionaria versión de la historia. Sino porque escenifica el malestar que produce hoy el hecho de que el fantasma del comunismo, de la revolución comunista, haya desaparecido cuando su presencia en tiempos de inteligencia artificial y sobreproducción alimenticia sería más lógica que nunca. ¿Por qué patear a un caído? Quizás se deba a que, aún muerto, su posición no deja de crecer en términos de necesidad histórica. La serie intenta conjurar esta paradoja. Y por supuesto que falla, pero lo hace con hidalguía.

La de Trotsky es una serie mala, pero ya no nos indignan las series malas. Sin tener en cuenta su calidad ni su verosimilitud, resulta más interesante ver qué hay de tan malo y cómo eso malo se conecta con la manera de narrar que prevalece hoy. Tal vez vivamos una época en que sólo se pueda contar la tragedia del siglo XX de esa manera: con buenas escenas pornosoft, conspiraciones lúdicas y estética kitsch. Tal vez hoy la manera de contar la complejidad de las masacres y los heroísmos y las grandes revoluciones y los grandes fracasos sea así: con el trazo grueso de la cámara lenta, con una locomotora que avanza en la nieve como metáfora del sexo, con pasiones ardientes que sacrifican todo a su paso. Tal vez esa es la manera en que ahora podemos darle un sentido a ese pasado que nos sobrepasa y a un presente donde proliferan la desesperación y la farsa. Aunque todos sepamos que la revolución está muerta, y aunque a pesar de eso insistan en convencernos de lo muerta que está.

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