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Andy Warhol: 15 minutos eternos

Un 6 de agosto de 1928 –mismo día en que, un tiempo después, Estados Unidos tiraría la primera bomba nuclear– nace en Pittsburgh, Pensilvania, Andy Warhol. A casi cien años de su nacimiento, sigue tan presente como cuando estaba vivo; no sería mucho decir que es el artista del siglo pasado que más parece pertenecer a esta época.

Una forma algo atípica de pensar su obra es leyendo su diario íntimo, ese que le dictaba por teléfono a su antigua secretaria Pat Hackett entre 1976 y hasta dos días antes de su muerte, en 1987. De lunes a viernes, desde el país que fuera, hablaba con Pat y le contaba cuánto había gastado, lo que iba viviendo, qué opinaba de cierto tema, a qué famoso se había cruzado, le contaba cuál era su próximo proyecto y le confesaba sus miedos. Hackett, también editora de estos diarios, cuenta que si no estaba de viaje ella lo llamaba a eso de los nueve de la mañana y, con un grabador prendido, hablaban con la intención de registrar un diario íntimo. Muchas veces él le atendía y le decía: “Hola, diario”.

Los diarios lo muestran en acción, atento a todo, tomando estímulos de lo que sea, tratando de controlar lo que pasa a su alrededor y contento de poder registrarlo

Warhol empieza con la idea del diario cuando la IRS (la oficina de recaudación de impuestos de Estados Unidos) empieza a hacerle inspecciones en 1972. Como vivía buscando –de forma casi maniática– material nuevo con el que crear una obra, construye el proyecto del diario. Con él, mata dos pájaros de un tiro: crea algo nuevo que está en constante crecimiento y lleva un registro para presentar en las auditorías. Más que nada, al principio, documenta cuánto gasta en taxis, revistas, cenas y demás. Tuvo que hacerlo, ya que la IRS no dejaría de vigilarlo hasta el día de su muerte. Parte del proyecto del diario íntimo incluía que Pat Hackett transcribiera la conversación telefónica, que abrochara los comprobantes de compra a la transcripción de ese día y que archivara todo en unas cajas.

Leyendo su día a día uno puede ver los entretelones del movimiento artístico en el que estaba sumergido. Warhol pasea por Nueva York, compra un nuevo edificio, vende un cuadro a un precio exorbitante y se pregunta por qué David Hockney vendió todavía mejor que él, le hace un retrato a Amalita Fortabat, piensa que los The Clash cantan bien pero tienen los dientes podridos, no entiende por qué Patti Smith siempre arrastra un fuerte olor corporal, conoce a Pelé y va a ver fútbol, odia las películas de Woody Allen, hace un cuadro para Donald Trump y lo considera un idiota de mal gusto, una fiesta lo lleva a otra fiesta, se pone contento cuando ve a muchos famosos, va a la iglesia todos los domingos y cuenta lo terrible que fue el asesinato de su amigo John Lennon. Cada tanto, muy cada tanto, dice que va a dejar algo afuera de su diario y sobre ese tema no vuelve a mencionarse nada. Los diarios lo muestran en acción, atento a todo, tomando estímulos de lo que sea, tratando de controlar lo que pasa a su alrededor y contento de poder registrarlo.

Nueva York, 1981 (Thomas Hoepker)

Es gracioso que, aunque su concepto más popular –¿tal vez más que sus retratos en serie y sus películas?– fuera ese que aseguraba que en el futuro todos serían famosos por 15 minutos, de él sigamos hablando mucho tiempo después de muerto. Quien lee sus diarios entiende un poco por qué pasó esto con este artista que, aunque aseguraba que le gustaban las cosas aburridas, tomaba cada día como una locura de belleza que necesitaba ser inmortalizada urgentemente.

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