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Te contamos cuatro lecciones de macrismo hardcore que nos deja la película “Mi obra maestra”

Uno. El artista es un empresario

Cuando las prácticas del negociar con riesgo se extienden de modo general —tomar crédito, invertir, planificar, inventar, arriesgar, reasegurarse, repartir riesgos, crear reservas—, entra en escena una casta de seres humanos -el empresariado- que quiere procurarse por sí misma su felicidad y su futuro jugando con las oportunidades y sin recibir exclusivamente de la mano de Dios. En la economía de la propiedad y del dinero, esta es la casta que sabe que las pérdidas espabilan el ingenio, pero las deudas lo espabilan más. Ese no es el peor mapa conceptual para desenredar Mi obra maestra.

Esta película en la que Luis Brandoni interpreta a un pintor “rebelde” en plena decadencia —porque, como repite el marchand interpretado por Guillermo Francella, sus cuadros ya no son rentables— tampoco es el peor mapa para entender cómo trabaja la idea de que no hay mayor artista que aquel que piensa y vive como un empresario.

Pero, ¿qué es un empresario? En el acervo intelectual del liberalismo más contemporáneo, alguien que flexibiliza permanentemente su modo de hacer negocios, sus opiniones y a sí mismo para, por todos los medios permitidos y no permitidos, conseguir ganancias que le permitan amortizar a tiempo los créditos contraídos.

 

Dos. El empresario es un macrista

La mancha moral se convierte, entonces, en una situación estimulante y económicamente sensata. De esto habla Mi obra maestra. Y, más allá de la ficción, lo sugiere también el hecho de que Cohn y Duprat, responsables de la película, hayan tenido su bautismo triunfal en el universo cultural macrista con un contrato de 960 mil pesos por un corto de menos de cinco minutos para Tecnópolis.

Si el artista hoy debe ser un empresario y un empresario debe ser hoy macrista, tal vez ahí se registre el inicio de una concordancia que llevaría a la productora de Cohn y Duprat, Televisión Abierta, a otros privilegios dentro del ajustado Excel con el que se administran hoy los medios del gobierno nacional y la sensible agenda cultural del macrilarretismo porteño, donde Todo sobre el asado, por ejemplo, tuvo su propia función “al aire libre” con la presencia de Horacio Rodríguez Larreta durante el Bafici de 2017.

Desde ya, el timing era oportuno. Otra película de Cohn y Duprat, El ciudadano ilustre, comenzaba a demostrar que esa afinidad era, además de económicamente conveniente, ideológicamente cristalina, y el gobierno de Macri, todavía, no había hundido a la mayoría de los argentinos capaces de entrar a un cine en la recesión. Si había un momento pertinente para apoyar al gobierno desde el arte, el momento era ese.

 

Tres. El macrista es un artista

Pero Mi obra maestra es mucho mejor que El ciudadano ilustre. Para empezar, tiene una de las mejores duplas del cine nacional de los últimos treinta años: Guillermo Francella y Luis Brandoni. Un dúo que solo compite con Guillermo Francella y Ricardo Darín en El secreto de sus ojos, porque la dupla aún más grandiosa entre Darín y Brandoni ya se inmortalizó en Mi cuñado.

Sin embargo, Mi obra maestra también funciona mejor porque no es trágica como El ciudadano ilustre sino educativa como The Fountainhead, de Ayn Rand. Brandoni es tan sólido que incluso al repetir chistes ajenos (“estuve pensando en la muerte y estoy en contra”), lo hace con una gracia que traspasa la frustración primermundista de un guión con plagios a Woody Allen. Su personaje es el del artista “rebelde, terco y antisocial”, una subjetividad estética anticuada que debe ser disciplinada ante el nuevo mundo del mercado.

Su disciplinador es el personaje de Francella, un mercader que anda por la ciudad en un Audi y desprecia el discurso “progre y berreta” de Brandoni cuando se niega a pintar algo para decorar el lobby de una multinacional noruega “que invierte en Argentina”. El asunto es que lo que Francella pone en marcha para disciplinar a Brandoni no es arte sino marketing: para que suba el valor de los cuadros, hay que acotar la oferta. ¿Y qué podría ser más rápido que simular la muerte de Brandoni?

Activado el simulacro, sus cuadros empiezan a cotizar en esa gran escala internacional en la que hasta los jeques saudíes y las galerías de Río de Janeiro se sienten tentados de enjabonar sus dólares en el mundo del arte. Y aunque las obras de la familia Fortabat aparezcan en escena varias veces como si señalaran alguna ironía, lo seguro es que Mi obra maestra no trata sobre la “amistad”, a menos que uno crea que la relación entre un minero y un pedazo de oro es una relación de “amistad”.

 

Cuatro. El empresario es un artista

No debe haber ingenuidad en el mundo del arte. El arte es una mercancía, como se señaló hace mucho en Frankfurt. Tal vez a eso alude el personaje de Francella cuando se burla de un gordo mal vestido y de barba que podría ser un “sociólogo peronista”. No debe haber nada “romántico” en el arte.

A pesar de las locaciones que apenas salen de Puerto Madero y Recoleta, y de los paseos fugaces por lo mejor de Plaza San Martín o las tres o cuatro escenas en la Fundación Fortabat (donde los galeristas hablan como brokers); a pesar de toda esa construcción algo naïve de las zonas del “gran mercado”, donde lo único que no es privado es un depósito judicial “con ratas y goteras”, no debe haber ingenuidad en el mundo del arte.

Y no se puede estar más que de acuerdo en esto con Mi obra maestra, cuyo guionista, Andrés Duprat, es, además un curador profesional de arte, el verdadero director del Museo Nacional de Bellas Artes desde que Macri asumió la presidencia.

Ahora bien, el precio que la película le pone a esa ingenuidad ante el mercado es la vida misma. Francella sabe que el mundo del arte también es un supermercado, y sabe que la “rebelión” como parte de “una cultura contra los grasas y los corruptos”, como dice Brandoni, está extinguida.

Por lo tanto, el arte hoy es “un fraude”, dice también la película. Pero, sobre todo, “un fraude” dispuesto a venderse en silencio al mejor postor. Ya sea una multinacional noruega o Tecnópolis, la única vara está en el precio de venta. ¿Y esto es real? En todo caso, no estaría mal que la película sostuviera esta insinuante reflexión política y empresaria hasta el final.

Sin embargo, al final lo que hay es un giro hipócrita, y que, uno intuye, conocen bien los auténticos empresarios macristas. No vale la pena revelarlo, pero sí puede valer la pena plantear la pregunta con la que ese final podría cotejarse ante el mundo más allá de las pantallas. ¿Perdona el mercado tan amablemente a sus víctimas? ¿Es tan ineficiente como el personaje de Francella a la hora de cancelar a sus adversarios?

Nicolás Mavrakis

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