¿Qué información habrán arrastrado los algoritmos de Netflix para que se le haya concedido vida digital y aire televisivo a una comedia como El método Kominsky?
Desde ya, si la trampa de los algoritmos consiste en darnos lo que Netflix ya sabe que nos gusta y atrofiar así cualquier nuevo deseo espontáneo, entonces la premisa de El método Kominsky puede sonar conocida: “Sandy Kominsky, un actor que hace años tuvo una breve aventura con el éxito, ahora es un venerado entrenador de actores en Hollywood”.
¿BoJack Horseman pero con un Michael Douglas de carne y hueso a los 74 años en lugar de un caballo dibujado al borde de los 50? ¿Y con Alan Arkin como un viudo cascarrabias de 84 años en lugar de un Todd Chávez de 24 sin propósito en la vida?
Pero esa, otra vez, es nada más que la premisa: el incentivo que Netflix usa para respirar su propia rentabilidad alrededor de nuestras angustias existenciales. En este caso, ayudan las palabras del filósofo Byung-Chul Han cuando escribe que “la salvación de lo bello es la salvación de lo vinculante”.
Y sí, la premisa general de El método Kominsky tal vez sea la misma que la de BoJack Horseman, pero eso no elimina el hecho de que la belleza también acontece “donde las cosas están vueltas unas a otras y entablan relaciones”, como dice Han.
Sin embargo, El método Kominsky no es prodigioso porque exista en Netflix; por el contrario, es prodigioso porque su núcleo tragicómico, la línea simple de su argumento, está precisamente en lo que ningún algoritmo se atrevería a decir en voz alta: los sufrimientos, las miserias y las angustias de vivir no afectan nada más que a las personas jóvenes.
El discreto encanto del arte de morir
Creado por Chuck Lorre, el responsable de “long runners” como The Big Bang Theory y Two and a Half Men, El método Kominsky habla sobre la muerte de la misma manera que lo hacen aquellos para quienes el pasado se vuelve inevitablemente más extenso que el futuro.
En ese sentido, Sandy Kominsky (Douglas) y Norman Newlander (Arkin) son dos amigos que se acompañan a través de un mundo en extinción que si, en su caso, se define por los padres, las esposas, los amigos, los trabajos, las costumbres y las palabras desaparecidas —y ahí está Danny DeVito, el urólogo que le recuerda a Sandy que, después de cierta edad, ya no es tan preocupante si las células cancerígenas en una próstata corren como un conejo o caminan como una tortuga—, del otro lado de la pantalla, en cambio, no es difícil identificar como un mapa de la extinción general del mundo del siglo XX.
Para quienes conozcan la literatura de Philip Roth, algunas “cuestiones masculinas” de la serie van a resultar familiares, aunque en una clave mucho más divertida. En principio, ¿qué significa envejecer en medio de una cultura que venera a la juventud?
Y, en tal caso, aceptando ya lo inevitable, ¿a qué deseos se les está permitido aspirar todavía a quienes son viejos? Pero, por sobre todas las otras cosas, ¿en qué se transforma un hombre cuando la primera pregunta que se formula por la mañana es “qué parte de mi cuerpo no va a funcionar hoy”?
El roce de las generaciones
Aunque en sus momentos más deprimidos imaginan recrear la escena final de la película Thelma & Louise, el ánimo general de Sandy y Norman sigue a su manera la “doctrina poética” de Dylan Thomas: “No entres dócilmente en esa buena noche, / Que al final del día debería la vejez arder y delirar; / Enfurécete, enfurécete ante la muerte de la luz”.
Para quienes van al curso de actuación de Sandy, por otro lado, ninguna de estas cuestiones es relevante. Sandy Kominsky, para ellos, es nada más que un maestro venerado, no un hombre con la próstata delicada, de igual manera que, para sus empleados, Norman Newlander es el fundador de un emporio publicitario y no el viudo desolado que todavía conversa con el recuerdo de su esposa.
El método Kominsky, de hecho, sabe cómo reírse de esas distancias existenciales con una buena puntería incluso política, en especial cuando muestra que a los chicos y las chicas que estudian actuación, incapaces de acceder al crédito para comprarse una casa o asegurarse su propio seguro médico, lo único que sí parece preocuparlos (y mucho) son las delicadas varas de la identidad individual, esa zona en la que todos (y todo el tiempo) se sienten inofensivos y a la vez ofendidos.
¿Puede un blanco hacer un monólogo escrito por un negro? ¿Puede una mujer hacer un monólogo escrito por un gay? ¿Quién podría ofenderse? ¿Y cuándo debería ofenderse uno mismo?
Irónicamente, la única protesta entre los críticos de El método Kominsky es que la serie no muestra a los millennial “como son”, sino como los perciben en clave satírica dos hombres de 74 y 84 años.
Alrededor de esto, las actuaciones de Michael Douglas y Alan Arkin vuelven a funcionar, también, como un buen recordatorio de que el sentido común y el sentido del humor son la misma cosa, pero moviéndose a velocidades diferentes. El sentido del humor es solo sentido común bailando. Y a quienes les falta humor, no se les debería confiar nada.