Hace poco menos de un mes, cuando el coronavirus no monopolizaba aún nuestras vidas (sí, no fue hace tanto), el político español íñigo Errejón compartió en Twitter un video en el que, con citas a la filósofa francesa Simone Weil y al italiano Antonio Gramsci de por medio, hablaba sobre cómo las políticas de recorte del neoliberalismo eran posibles gracias al desarraigo y debilitamiento de nuestros lazos sociales. «Aunque no esté en la agenda política y mediática”, decía, “la soledad es uno de los principales problemas de nuestro tiempo».
Al margen de la pregunta sobre qué diferencia a un político de un dirigente (o líder) —¿cierta formación humana, cultural, teórica, sumada a una capacidad para poner en contexto problemas de actualidad, entre otras cosas?—, hay que hacer hincapié en el contenido del tuit, y adaptarlo a estos días de pandemia: con una cuarentena viralizada en redes sociales, la soledad se volvió mainstream.
Por eso inauguramos esta serie de entregas cortas con algunas curiosidades, anécdotas e historias sobre gente que, por diversos motivos y en distintas circunstancias, tiene o tuvo una existencia solitaria.
El locatario
Podría existir un subgénero narrativo con todas las situaciones surgidas a partir de la muerte de un artista y la posterior limpieza de su casa: objetos, documentos y papeles acumulados a lo largo de una vida, rescatados de bolsas, cajones y escritorios por algún hijo, una nieta, un vecino. En muchos casos es material descartable, cotizado solo por el valor sentimental (“cables con línea directa” al autor, como se dice en esta nota sobre el legado del escritor Andrés Rivera).
En otros puede ser el bautismo de fuego de editores, intermediarios y familiares, el comienzo de una batalla legal interminable. Pero también existe la posibilidad de que, en medio de las porquerías que se juntan año tras año en una habitación, pueda aparecer una obra inédita, salvada de la chatarra: un artista descubierto entre los escombros.
Ese vecino solitario al que casi no ves salir, con el que no recordás haber cruzado más de dos palabras y al que cada tanto te encontrás revolviendo la basura puede estar en este momento, a una pared de distancia, imaginando un universo poblado de niñas princesas con alas de mariposa que se rebelan contra la esclavitud infantil y que empiezan una guerra civil en la que, a medida que avanza la trama, hay empalamientos, vísceras a la vista y torturas de todo tipo.
Más o menos así es la historia de Henry Darger, un hombre que trabajó durante varias décadas como portero en un hospital católico de Chicago y que, a excepción de la misa diaria y la caminata que a veces emprendía sin rumbo por el barrio (de la que volvía con algún juguete roto, revistas viejas o botellas vacías), permaneció la mayor parte de su vida recluido en un monoambiente alquilado, sin gente cercana a la que visitar o recibir. Solo algunos vecinos eran testigos de su presencia: aunque inofensivo, Darger era visto como un hombre con problemas mentales. A veces se lo escuchaba discutir en su casa, en un diálogo solitario que incluía distintos tonos de voces y que nadie alcanzaba a descifrar. Pero su rareza se había vuelto familiar: “Teníamos un sentimiento de protección y afecto hacia él”, escribió años después Nathan Lerner, el hombre que le alquiló el departamento por más de veinte años y el único que mantuvo con él algo cercano a una relación. “Era como una parte más del edificio: iba y venía sin que nos diéramos cuenta, y su paranoia y privacidad eran respetadas”.
Fue recién a partir de su muerte, en abril de 1973, cuando Darger pasó de ser casi un vagabundo a ser considerado un artista. Lerner, que también era un fotógrafo reconocido, fue quien descubrió su legado cuando entró a limpiar y ordenar el departamento: entre los diarios apilados y los papeles revueltos encontró el manuscrito de una novela de más de 15 mil páginas, junto con dibujos y pinturas que ilustraban el universo fantástico que su inquilino había estado creando durante décadas, y al que había titulado con el nombre nada comercial de The Story of the Vivian Girls, in What is Known as the Realms of the Unreal, of the Glandeco-Angelinnian War Storm, Caused by the Child Slave Rebellion.
¿La trama? Siete hermanas se levantan contra el sistema opresivo al que los niños son sometidos por el ejército de los Glandelinians, en una mitología que incluye referencias al cristianismo y la Guerra Civil estadounidense y se complementa con cuadros y dibujos de distintos tamaños en los que aparecen combates, vejaciones y sacrificios que podrían ser parte de la obra perdida de un Cándido López retorcido y aniñado.
“Arte marginal”
Muchas de las ilustraciones de Darger pertenecen hoy a la colección permanente del Folk Art Museum de Chicago, una institución especializada en arte autodidacta. La obra del autor de The Vivian Girls es parte de lo que se conoce como outsider art, un término acuñado por el crítico estadounidense Roger Cardinal en 1972 a partir del concepto francés de “Art Brut” en el que quedan incluidos aquellos artistas que desarrollaron su trabajo por fuera de las academias, escuelas o circuitos de la cultura “oficial”, en una zona cercana a las patologías psiquiátricas, psicológicas y neurológicas (aunque después se extendió no solo a quienes tuvieran algún tipo de trastorno, sino a autodidactas o marginales de cualquier tipo). La japonesa Yayoi Kusama, exponente del arte pop y residente voluntaria en un hospital psiquiátrico de Tokio desde hace más de cuarenta años, es uno de los nombres más conocidos dentro de esta categoría de outsiders.
Si bien se hicieron libros y películas sobre su vida, al rompecabezas de Darger le faltan varias piezas. Se sabe que tuvo una adolescencia traumática, con estadías en orfanatos católicos y sospechas de haber sufrido algún tipo de abuso de por medio; que estaba obsesionado por la iconografía referida a la Guerra de Secesión y que tenía fascinación por el mundo infantil, casi siempre en relación a experiencias traumáticas y hasta criminales: Darger, como se conoció después de su muerte, guardaba entre sus papeles varios álbumes de fotos y recortes de diarios. Entre ellos, una noticia aparecida en una edición del Chicago Daily News de 1911 en la que se relataba el secuestro y asesinato de una niña de once años llamada Elsie Paroubek: según diversas interpretaciones que se hicieron en años posteriores, la foto de Elsie y la irresolución de su caso le sirvieron a Darger como inspiración para el imaginario de su novela ilustrada. Sin embargo, otros mencionan la posibilidad de que en realidad él fuera el asesino. Como el periodista Sean Thomas, de The Guardian, en una nota publicada en enero de 2005 con motivo del estreno del documental In the Realms of the Unreal (2004), de la directora Jessica Yu, que analiza la vida y la creación de Darger a través de vecinos, críticos de arte y la voz en off de Dakota Fanning.
A modo de epílogo, Nathan Lerner, locador y custodio póstumo de la obra de Darger, es quien relata la manera en la que a veces, de forma inesperada, su inquilino tenía arranques de ternura: “En algunas fechas especiales solía dejarme una tarjeta por debajo de la puerta. Podía ser una postal de San Valentín que había encontrado, y a la que le había hecho una tachadura y escrito: ‘Feliz navidad’. Era, a su manera infantil y un poco oscura, una forma de agradecimiento”.