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L-Gante canta a puertas abiertas

Una de las tantas formas de pensar la música contemporánea es leyendo los ensayos de Simon Reynolds. En Postpunk –con él logró la increíble hazaña de bautizar y poner en valor una época particular de la música– narra la rivalidad que había a principios de los 80 entre quienes abrazaban la llegada de los sintetizadores y quienes lo consideraban entre los instrumentos que prostituían la belleza del sonido. Estas consideraciones más bien formales, típicas de quienes consideran escuchar música algo muy importante, estuvieron un poco dejadas de lado en los últimos años. Los traperos parecen haber traído de vuelta ese interés en los detalles a la agenda cotidiana.

En uno de los seis capítulos de La canción sin fin, el podcast de Sebastián Furman dedicado a tres álbumes de Charly García que puede rastrearse en Spotify, escuchamos a Charly mostrar una máquina de ritmos llamada por él mismo Rucci y presentada en sociedad en un recital de 1983. La máquina, una especie de loopera con la que Charly pudo grabar ritmos sin necesidad de un baterista en Clics modernos, es presentada al público y recibida con esos aplausos que se le da a un virtuoso que muestra sus trucos.

 

Los ejemplos son miles, todos confirman que en el trap la manera de hacer el producto parece igual de importante que el producto final: una cocina que quiere mostrarse, que tiene las puertas abiertas

Casi cuarenta años después, Él Mató a un Policía Motorizado y Juana Molina, argentinos de renombre internacional con una carrera consolidada, cuentan en entrevistas que grabaron sus últimos álbumes de estudio en Texas, en el estudio Sonic Ranch. Aunque el sonido de sus álbumes cambia algo –es más notorio en el de Él Mató, porque aparecen cosas nunca antes escuchadas–, es un dato que pasa sin pena ni gloria y no es registrado; a nadie le importa. Podemos casi asegurar que ni siquiera los pocos que tienen esos álbumes en formato físico se acuerdan de ese detalle.

Podría empezar a decirse que se dejó de apreciar el sonido de esa forma, que hoy ya no se escucha música así, que la cosa cambió. Pero entonces aterriza el trap y plaf, se da vuelta la tortilla. Ahora mismo, hoy mismo, está en boca de todos la forma en la que los traperos L-Gante y Trueno compusieron sus hits con millones de escuchas en computadoras que se entregaban con el plan Conectar Igualdad. No solo eso, también conocemos los detalles de que L-Gante lo hizo con un micrófono que le costó mil pesos, que grabó la canción “RKT” con sus amigos fumando porro atrás y que juntó la plata para hacer el video clip de esa canción vendiendo barbijos que decían: “Cumbia 420”.

Las justificaciones que explican esta extrañeza no se hacen esperar. Unos sostendrán que pasa porque CFK mencionó a algunos traperos en uno de sus discursos buscando el voto joven; otros afirmarán que eso pasa porque estos pibes están haciendo negocios con sus exitosas giras internacionales; unos terceros gritarán que no seamos sonsos, que la razón es que cada uno de  estos personajes tiene millones de seguidores en Instagram; otros tirarán la teoría de que el trap es un género al que los menores de veinte defienden con su vida en las redes sociales, que eso hace que cualquier elemento sea importante.

 

Por la razón que sea, hay que saber apreciar que esta música vuelve a hacer interesante la forma en la que se fabricaron las canciones que nos la pasamos escuchando. Y eso que ni siquiera llegué a mencionar a Bizarrap, ese productor que convierte en oro lo que toca sin dejar su estudio hogareño en su casa de Ramos Mejía. Los ejemplos son miles, todos confirman que en el trap la manera de hacer el producto parece igual de importante que el producto final: una cocina que quiere mostrarse, que tiene las puertas abiertas.

En Retromanía, Simon Reynolds reflexiona sobre el futuro de la música. Se pregunta si lo único que le queda es una reinterpretación sobre algún tipo de pasado glorioso, una construcción de mash ups con los escombros, una industria que solo existe para hacerle juego al showbiz. Me lo imagino diciendo que lo único que hacen los traperos es mostrar para vender, que el interés no es un interés genuino de quienes escuchan, que hay una esterilidad febril en esa superproducción de canciones para Spotify. Fantaseo con que Reynolds argumenta mostrando números y ejemplos, citando a Derrida y Deleuze. Me digo que termina igual que Retromanía, diciendo que el pop siempre tuvo mesetas, que no hay que dejar de estar atentos a las novedades.

No fantaseo más, me voy a ver otra entrevista a L-Gante. Hay una nueva en la que un medio grande lo siguió durante cuarenta y ocho horas. Entrevistan a la mamá y él sale cortándose el pelo mientras cuenta lo que le costó conseguir un disco para cocinar un pollo. También sale una imagen del disco con el que cocinaron el pollo; ningún elemento queda afuera, todo suma. “Sky is the limit”, rapea Notorious Big.

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