Esta es una nota nostálgica. HBO emitirá el año que viene la última temporada de la serie más vista, más amada y más esperada de la actualidad: Game of Thrones. Probablemente mucha gente nunca más vuelva a ver una serie en su horario de emisión, si es que alguno todavía lo hace. La última vez que yo lo hice fue en el 2004, para ver “la final” de Sex and The City (¡jugaban en París aquella vez!), cortesía también de la Home Box Office.
En 2011, cuando se estrenó, GOT fue un éxito moderado. Uno más de los tantos del entonces exclusivo canal. Lentamente, las recomendaciones florecieron y se volvió el fenómeno mundial que es hoy: con el honor de haber generado un concepto (Ned-Starkear: matar al personaje principal de la serie por el placer de verlo morir) y de permitir analizar identidades nacionales de acuerdo al personaje más popular en cada país, ponele (Estados Unidos supuestamente amaba a Joeffrey, WTF?).
Y sin embargo… sin embargo, atrás han quedado los años de Los Sopranos, Sex and the City, Six Feet Under and The Wire. Incluso de Girls y de True Detective (la uno). Hoy HBO puede tener la serie más exitosa del momento, pero, en cuanto a su status, se parece más a la tardía Miramax de Harvey Weinstein que a la sólida Home Box Office que supo ser en los minutos finales del siglo pasado y a principios del presente, la que solía determinar el standard de calidad, barría a la competencia en términos de prestigio (“It’s not TV, It’s HBO”) y gobernaba la agenda cultural. Es, después de todo, HBO la marca que inició la era dorada de las series de televisión.
La caída
Pero desde que AMC estrenara Mad Men, Showtime lanzara Homeland y Netflix hiciera lo propio con House of Cards (avalada por la producción de David Fincher y la estelaridad de Kevin Spacey), la competencia se volvió feroz. Y sobre todo, multitudinaria. Frentes abiertos por todos lados. Y un día, el pulso del rey empezó a flaquear. Es decir, el dominio artístico y comercial simultáneo que caracterizó en un principio a HBO no se ha repetido en más de una década.
Esto no quiere decir que la calidad de GOT sea baja: el nivel de producción es extraordinario… y al mismo tiempo las temporadas son irregulares, desproporcionadas, consumiendo demasiados episodios hasta que la temporada despega para luego terminar, casi abruptamente, en un “season finale” deslumbrante, casi shockeante por lo extraordinario. La serie es casi-casi la excusa para “El Especial del Año”.
Por otro lado -y no obstante la fuera de liga, la inigualable The Leftovers- el resto de las series originales de la cadena no mueven demasiado el amperímetro. Los intentos de HBO por recuperar ese pasado doblemente glorioso siguen fracasando en al menos uno de los dos andariveles. La lista de “prestige series” sin relevancia o sin público es más bien impresionante: Vinyl, The Deuce, Luck, Boardwalk Empire, Treme, The Night of, The Knick, Sillicon Valley, Enlightned (¿Veep sería un caso intermedio?). Llama la atención también cierta pérdida de identidad: ¿Qué hace en la pantalla de HBO Divorce? ¿Qué hacía ahí la adorable pero trivial “Looking”? ¿Por qué HBO hizo remakes de In Treatment (Israel) y de The Night Of (Inglaterra)? ¿Le faltaron ideas? ¿Faltan buenas ideas?
Porque tampoco hay señales de que la situación vaya a cambiar: Ni Westworld (con sus intrincados niveles narrativos y preguntas existenciales), ni Big Little Lies (entretenida y multiestelar), ni las nuevas Here and Now (WTF? 2), Succession (entretenida, con la mejor fotografía, manejo de cámara y edición de todas las series del presente) y Sharp Objects tienen el potencial de ingresar al olimpo de la cultura popular y de deslumbrar a los connoisseurs, de enamorar a la plebe y doblegar a los snobs.
Prestigio y masividad: un matrimonio roto
Quizá, es una ilusión “pre era dorada de las series” que Sex and The City, Los Sopranos y Six Feet Under lo hicieron. Por aquel entonces, ver series aún no se había convertido en un hobby o un deporte tan democrático. Salir a comer era mucho más barato y seguro entonces y la falta de competencia hacía que las porciones de la torta de espectadores fueran más grandes e impresionantes. En los años de aquella tríada, el clamor popular era más fácil de lograr siendo un producto de prestigio. Esas condiciones tal vez permitieron que Big Love fuera “relevante” (por default) y que True Blood pareciera un éxito.
El hecho es que la desnudez del rey hace rato es evidente -tal cual se está enterando Netflix ahora también- mientras la máxima que dice que masividad y prestigio no pueden ir de la mano vuelve a sonar con fuerza. Nuevos jugadores (la BBC, Hulu y Amazon) producen series más relevantes a la actualidad que las formalmente impecables variedades de HBO.
Y en cuanto al público, bueno, ni siquiera el público se acuerda o sabe lo que estuvo mirando ayer.