Los asesinatos que se atribuyen habitualmente a Jack el Destripador son cinco, pero podrían ser menos. O más. Escalaron en intensidad, tuvieron un clímax y luego se interrumpieron misteriosamente, sin que Scotland Yard descubriera jamás la identidad del asesino. El caso se transformó en una mancha que deterioró la credibilidad de la moderna policía inglesa, que hasta entonces se presumía infalible. Cien años después de ocurridos los hechos, Scotland Yard desclasificó la mayor parte del material que guardaban sus archivos con respecto a la investigación. Se dieron a conocer las notas de Frederick Abberline, Henry Moore y Walter Andrews, tres de los oficiales que se ocuparon del caso. Apareció una nueva lista de sospechosos, que amplió las versiones que circulaban desde fines del siglo XIX. Fueron publicadas fotos hasta entonces inéditas de las víctimas, tal como habían sido retratadas por fotógrafos policiales, poco después de que sus cadáveres fueran descubiertos. Nada de esto condujo a la resolución del caso, pero alimentó las especulaciones en torno a posibles sospechosos, que aumentaron la ya extensa bibliografía consagrada al tema. Y después llegó Internet, que puso el material en manos de todo el mundo. En el cuento “El misterio de Marie Roguet”, de Edgar Allan Poe, el excéntrico detective Auguste C. Dupin esclareció un caso sólo a través de la lectura de notas publicadas por los medios de prensa. La cantidad de información, fotos y documentos disponibles generan la ilusión de que, siguiendo su ejemplo, cualquiera con un poco de paciencia puede elaborar su propia hipótesis sobre la identidad del famoso asesino.
Las víctimas
En 1888, el East End londinense, donde se produjeron los crímenes, era uno de los barrios bajos de la ciudad. A la noche, en sus tabernas, se cruzaban marineros, pescadores, obreros de las fábricas de la zona y hombres provenientes de las zonas ricas de Londres. Los unía la pasión por el alcohol, las apuestas ilegales y las prostitutas, que llevaban adelante su oficio en hoteles y pensiones ruinosas, en los pisos altos de los bares y en los callejones oscuros y neblinosos de Whitechapel. Una de ellas era Mary Ann Nichols, de 43 años, cuyo cadáver fue encontrado por la policía en Buck´s Row a las 3:40 am del viernes 31 de agosto de 1888. Tenía cortes de cuchillo en la garganta y la parte baja del abdomen. El sábado 6 de septiembre, a las 6 am, un estibador del puerto encontró el cadáver de Annie Chapman, de 47 años, en el patio interior de un inquilinato. Al igual que Nichols, presentaba cortes en la garganta y en la parte baja del abdomen. Su útero había sido extirpado. A diferencia del crimen anterior, que parecía un hecho apurado y quizás temeroso de la presencia policial, esta vez el asesino se había tomado más tiempo.
La tercera y cuarta víctima aparecieron la misma noche, el domingo 30 de septiembre. A la 1 am, el portero de un club de la zona descubrió un cuerpo mientras conducía un carro arrastrado por un pony. Investigaciones posteriores determinaron que se trataba de Elizabeth Stride, de 44 años, una prostituta que atendía a sus clientes en un inquilinato cercano. Tenía una herida en el cuello, de donde todavía salía sangre cuando fue encontrada, lo cual hace sospechar que el asesino permaneció con ella hasta unos segundos antes de que fuera descubierta. El cuerpo no presentaba otras heridas. Ante Scotland Yard, supuestos testigos aseguraron haber visto a Stride minutos antes con un hombre, pero los testimonios no eran coincidentes: unos señalaban que era rubio, otros que tenía tez oscura. Unos decían que vestía de manera andrajosa, mientras que otros sostenían lo contrario. Israel Schwartz, un judío húngaro que no declaró ante la policía sino ante los periódicos Star y Evening Post, afirmó haber visto cómo un hombre arremetió a una mujer de señas particulares similares a Stride y la empujó hacia un callejón cercano a la zona donde fue encontrada minutos más tarde. Dijo que era un individuo de unos treinta años, que llevaba una gorra con visera negra. Según este testimonio, todo el hecho fue observado por un hombre algo mayor, que medía alrededor de un metro ochenta y salió en ese momento de una cervecería lindante con una pipa encendida entre los labios. El atacante se percató de ambas presencias, que se alejaron discretamente del lugar, y eso habría alcanzado para que no se ensañara con Stride, que a esa altura ya habría recibido su herida mortal.
Apenas cuarenta y cinco minutos más tarde de que fuera descubierto el cadáver de Elizabeth Stride, un agente policial llamado Edward Watkins encontró el cuerpo horriblemente mutilado y desfigurado de Catherine Eddowes, una prostituta de 46 años que había sido liberada de una celda en la estación policial de Bishopsgate tan solo un rato antes. Eddowes, que había sido arrestada por unas horas a causa de su estado de embriaguez, fue vista alrededor de la 1:35 por tres testigos en la entrada de la Iglesia del Cristo, en las inmediaciones de la plaza donde apareció su cadáver. Estaba, aparentemente, aturdida y con resaca a causa de su reciente borrachera. Uno de los testigos afirma que conversaba con un hombre rubio y de aspecto andrajoso, pero los otros no pudieron confirmarlo. El cuerpo tenía la garganta cortada y una incisión profunda en el abdomen. La autopsia posterior reveló que le habían sido extirpados un riñón y la mayor parte del útero. La explicación canónica de este suceso es que, interrumpida su tarea con Stride por la presencia de testigos, el asesino se cruzó en su huida con Eddowes, con quien concluyó su obra en esa madrugada.
Los asesinatos desataron una ola de pánico. Los diarios de Londres no hablaban de otra cosa que del asesino de Whitechapel. El apodo “Jack el Destripador” surgió de una serie de cartas firmadas con ese nombre que empezaron a recibir las redacciones de los diarios, donde el supuesto asesino confesaba sus crímenes y desafiaba a la policía. Su autenticidad está en duda, ya que tanto en su caligrafía como el léxico no es uniforme. Para entonces, el caso ya era un fenómeno de masas y es posible que periodistas, oportunistas de diversa especie y bromistas de dudoso gusto quisieran jugar con el desconcierto mediático y policial. Sólo una de las cartas, recibida el 15 de octubre de 1888 por George Lusk, el presidente del Comité de Vigilancia de Whitechapel, parece haber sido auténtica. Es la más aterradora de todas:
Desde el infierno
Señor Lusk
Le envío la mitad del riñón que tomé de una mujer. Lo preservé para ustedes. A la otra parte la freí y me la comí. Fue muy agradable. Quizás les envíe el ensangrentado cuchillo que lo extirpó si sólo esperan un poco más.
Firmado: Atrápenme cuando puedan.
La carta venía adentro de una caja, acompañada por medio riñón embebido en alcohol para evitar su descomposición.
El último asesinato de la serie que habitualmente se atribuye a Jack el Destripador ocurrió el domingo 9 de noviembre de 1888. Mary Jane Kelly, de 25 años, vivía aterrorizada, como todas las prostitutas de Whitechapel. Pero, igual que ellas, necesitaba pagar la habitación de la pensión donde vivía y trabajaba, a riesgo de que la desalojaran. La madrugada en que murió, varios testigos la vieron entrar y salir de su habitación (la número 13) con diversos clientes.
A las 11:45 de la mañana, el dueño de la pensión donde vivía Kelly, John McCarthy, golpeó a su puerta para reclamar el pago de la renta semanal. Al no recibir respuesta, se asomó a través de una ventana lateral, a través de la cual se podía introducir una mano para correr la cortina. Entonces realizó uno de los descubrimientos más siniestros de la historia criminal inglesa.
Acostada en su cama, estaba lo que quedaba de Mary Kelly. Esta vez el asesino se había tomado su tiempo. El cuerpo estaba abierto en canal. Su abdomen había sido eviscerado. Un rato más tarde, los agentes de Scotland Yard encontraron su útero, sus riñones y uno de sus pechos debajo de su cabeza, formando una especie de almohada sangrienta. Partes de la piel retirada de su abdomen y de su cuello, del que asomaban las vértebras, estaban a un costado, encima de la mesa de luz. Su nariz, orejas, mejillas y párpados habían sido removidos. Las sábanas estaban teñidas de rojo y un charco de sangre llegaba hasta el centro de la habitación. La autopsia determinó que al cuerpo le faltaba el corazón, que nunca fue encontrado.
Las hipótesis
Mary Kelly fue la última de las víctimas que se atribuyen usualmente a Jack el Destripador, cuyo caso nunca fue cerrado. Los expedientes de Scotland Yard, sumados a la imaginación de miles de escritores, investigadores o simples curiosos de la web en todo el mundo (algunos rigurosos, la mayoría no) multiplicaron las hipótesis, que no deben explicar sólo la identidad del asesino, sino además por qué dejaron de producirse los crímenes. La lista de sospechosos de Scotland Yard, en su momento, incluyó nombres tan improbables como Oscar Wilde, Lewis Carroll y Joseph Merrick, también conocido como “el hombre elefante”. Nunca existió ninguna evidencia que los uniera al caso, más que la de ser contemporáneos, pero los incriminaba el solo hecho de discrepar en algún punto con la moral victoriana, o con una indeterminada idea de “normalidad”. Hoy en día parece más probable que el asesino fuera alguien que, al contrario, pasaba desapercibido para los cánones de su época.
Impulsado por la creciente industria editorial, el caso obtuvo una fama que ensombreció la pesquisa para siempre. Las modernas técnicas de investigación de Scotland Yard, que se focalizaban en los posibles móviles de los crímenes, se revelaron insuficientes para atrapar a un asesino de las características de Jack el Destripador. Faltaban todavía casi cien años para que Robert Ressler, un psicólogo forense que trabajaba para el FBI, desarrollara el método de la perfilación criminal para el esclarecimiento de los delitos cometidos por asesinos seriales: según esta técnica, el verdadero móvil de un asesinato no se encuentra en las circunstancias o en las características de las víctimas, sino en la psicología del criminal.
Mientras tanto, empezaron a aparecer personajes que, para ganar notoriedad, se reivindicaban a sí mismos como autores de los crímenes. Uno de los más conocidos fue el médico Thomas Neill Cream, también conocido como “el envenenador de Lambert”, un asesino en serie que les suministraba píldoras con estrictina a sus víctimas, por lo general prostitutas. Cream fue capturado y condenado a muerte en 1892. Cuando se encontraba en el patíbulo, antes de ser ejecutado, gritó “¡Yo soy Jack el…!”. Pero no pudo concluir su frase, porque en ese momento se abrió la trampilla debajo de sus pies y la soga de la horca apretó su cuello hasta matarlo.
Las teorías conspirativas
Son dos teorías, ambas vinculadas a la corona británica. La primera señala como culpable de los asesinatos al príncipe Alberto Víctor, un nieto de la reina Victoria que contrajo sífilis durante uno de sus viajes por el mundo. Esta enfermedad degenerativa alteró sus facultades mentales, transformándolo en un sanguinario asesino de prostitutas. Según Thomas Stowell, que escribió un libro al respecto en 1970, la Corona británica se habría enterado de la culpabilidad del príncipe luego de las muertes de Elizabeth Stride y Catherine Eddowes. Le asignaron una custodia personal y un tratamiento por parte del médico imperial Sir William Gull. El 9 de noviembre de 1888, Alberto Víctor se habría escapado y cometido el asesinato de Mary Kelly. Luego volvió a ser capturado por la policía secreta, que lo mantuvo contenido con la colaboración del renombrado médico. Murió en 1892. La versión oficial dice que fue víctima de una epidemia de gripe que asoló Londres en ese año, pero esta teoría sostiene que la verdadera causa de su muerte fue la sífilis.La segunda teoría, más delirante, señala como responsable de los asesinatos al propio doctor William Gull. Según esta versión de los hechos, sostenida por Stephen Knight en su libro Jack el Destripador: la solución final, la serie de asesinatos fue cometida por el médico (una eminencia en su época) en colaboración con su cochero, que lo transportaba al lugar de los crímenes, y el pintor Walter Sickert. Gull habría sido tan solo el brazo ejecutor de una conjura llevada adelante por la Corona británica contra las prostitutas Mary Ann Nichols, Annie Chapman, Elizabeth Stride y Mary Kelly. Catherine Eddowes, según esta teoría, fue asesinada por error. La crueldad de los crímenes se explicaba por un trastorno mental del facultativo, que exageró el encargo recibido. El móvil era silenciar a las prostitutas, que habrían extorsionado al príncipe Alberto Víctor, heredero del trono, bajo la amenaza de dar a conocer a la prensa que tenía un hijo ilegítimo con una plebeya llamada Annie Crook. William Gull era miembro de la masonería, que se habría encargado de que los crímenes permanezcan impunes.
El pintor Walter Sickert
Sickert ya había sido mencionado por Stephen Knight en su trabajo. En 1990, Jean Overton Fuller le dedica el libro Sickert y los crímenes del Destripador, donde repite algunos puntos de la teoría monárquico-masónica, pero le asigna al pintor impresionista el rol de brazo ejecutor de los asesinatos. Sin embargo, la principal responsable de que su nombre figure en la lista de sospechosos es la escritora estadounidense Patricia Cornwell con su libro Retrato de un asesino: Jack el Destripador, caso cerrado.
Al parecer, Sickert estaba obsesionado con Jack el Destripador. Hay testigos de la época que afirman que, en una reunión social, confesó ser el autor de los asesinatos. Al menos dos de sus cuadros (aunque Cornwell señala que son muchos más) están inspirados en Jack el Destripador. Uno de ellos parece reproducir con bastante exactitud la escena del crimen de Mary Kelly, tal como fue encontrada la mañana del 9 de noviembre de 1888. El detalle inquietante es que la escena sólo fue dada a conocer al público cuando se desclasificaron los archivos de Scotland Yard, cien años después de ocurridos los hechos. Es decir, Sickert no tenía manera de conocerla.
Para su investigación, Cornwell compró varios cuadros de Sickert. Se dice (aunque ella lo niega) que destruyó muchos de ellos en busca de restos de ADN que permitieran ser comparados con el ADN presente en algunas estampillas que el supuesto Jack el Destripador lamió antes de pegar en los sobres que enviaba a la prensa. En un caso, el ADN mitocondrial de Sickert coincidió con el que se encontró en una estampilla.
La mayor objeción a esta evidencia es que el ADN mitocondrial es compartido hasta por un 10% de la población. Además, a pesar de la extensa argumentación de Cornwell, no hay manera de saber si las cartas fueron escritas efectivamente por el autor de los crímenes o fueron obra de un bromista o un estafador. A todo esto, se suma el hecho de que muchos testimonios coinciden en señalar que Sickert no estaba en Inglaterra en el momento en que se cometieron la mayoría de los crímenes.
Aaron Kosminski, el desequilibrado
Uno de los documentos que Scotland Yard desclasificó en 1988 fue un ejemplar de las memorias de Sir Robert Anderson, inspector en jefe durante los asesinatos de Whitechapel, que había sido propiedad de Donald Swanson, uno de sus subalternos. En un pasaje, Anderson afirma: “el matador, un judío polaco de condición obrera, había sido rápidamente identificado, en el curso de una investigación, por un testigo que luego se retractó, por lo que el acusado fue puesto en libertad por falta de pruebas y entregado a su familia, que de inmediato lo hizo internar en un centro psiquiátrico, donde finalmente murió al siguiente año”. Al margen, una anotación de Swanson señala un apellido: “Kosminski”.
Aaron Kosminski era un inmigrante polaco que trabajaba como peluquero en el barrio de Whitechapel al momento de los asesinatos. Su destreza con tijeras y cuchillos, además de un notorio desequilibrio mental, lo transformaron de inmediato en sospechoso. Según los registros del hospital psiquiátrico donde fue internado, no era un paciente especialmente agresivo. Su candidatura a responsable de los crímenes fue reafirmada en 2007 por el magnate Russel Edwards, que afirmó haber comprado, en una subasta, un chal perteneciente a Catherine Eddowes, del cual extrajo una muestra de material genético que comparó con el ADN de descendientes de Eddowes y de Kosminski. La prueba, según Edwards, habría sido afirmativa. Pero más allá de la dificultad que supone encontrar ADN en buenas condiciones después de tantos años, no hay certezas de que el chal perteneciera efectivamente a Eddowes. Tampoco se presentó información sobre la identidad de los descendientes de la víctima y el supuesto asesino.
La pista argentina
El 25 de julio de 1876, una prostituta llamada Karoline Metz, proveniente de Estrasburgo, Francia, fue asesinada en una pensión sobre la avenida Corrientes, entre Reconquista y 25 de Mayo. El cadáver fue descubierto por su pareja, Benjamin Castagnet, quien instantes atrás había escuchado gritos en la habitación. Metz tenía un corte profundo en la garganta. Sobre la cama, Castagnet encontró un cuchillo ensangrentado, un sombrero, un paraguas y un reloj. Los objetos fueron identificados como propiedad de Alois Szemeredy, de origen húngaro, desertor del ejército austríaco, que trabajaba como peluquero en un local cercano al Congreso nacional. Tiempo atrás, había colaborado como cirujano del ejército argentino durante la guerra de la Triple Alianza. Escapó a Rio de Janeiro antes de ser arrestado, pero la policía brasilera lo detuvo durante un festival callejero. Fue extraditado a la Argentina, donde se lo sometió a juicio. El abogado defensor hizo un buen trabajo y el tribunal lo absolvió en 1881. Cuatro años después fue detenido nuevamente, esta vez acusado de robo, y fue condenado a pasar una temporada en un asilo mental.
Durante un tiempo, no hay registros de Szemeredy. Reaparece en un registro policial de Viena en 1889, meses después de los asesinatos en Whitechapel. En 1892, en Bratislava, mató por accidente a un hombre al que quiso robarle el reloj. Fue arrestado por la policía y se suicidó antes de ser llevado a juicio, aunque algunos autores cuestionan esto último, señalando la posibilidad de que haya escapado de la cárcel, o que ni siquiera haya sido encarcelado. El primer informe que lo vincula con Jack el Destripador aparece ese mismo año en el Daily Graphic, de Nueva York. En 1908, el periodista danés Carl Muusman lo menciona como el principal sospechoso de los crímenes en su libro Hvem Var Jack the Ripper? (¿Quién fue Jack el Destripador?). Sin embargo, no hay evidencias concretas que lo sitúen en Londres al momento de los asesinatos.
En 1952, poco antes de su muerte, el agente de bolsa Griffith S. Salway le concedió una entrevista a John Shuttleworth, del True Detective´s Editor, en la que afirmaba haber conocido a Jack el Destripador. Según Salway, había coincidido con él en un hotel situado a diez minutos de caminata de Whitechapel en 1888. Su nombre era Alonzo Maduro, de profesión financista. Hablaba inglés con un fuerte acento sudamericano. Decía que provenía de Buenos Aires. Una noche, antes de los asesinatos, salieron de copas por el East End. Maduro se quedó con una prostituta de nombre Stella. Días más tarde, Salway volvió a cruzarse con Stella, quien le dijo que Maduro “no es humano, es un diablo, es una bestia”.
Salway declara que Maduro se mostraba nervioso, paranoico e irascible en la época de los asesinatos, especialmente cuando se hablaba del tema, llegando a decir en su presencia que “todas las prostitutas debían ser asesinadas”. Una tarde, Salway se introdujo en la habitación de Maduro cuando él no estaba y encontró una valija. Al abrirla, descubrió que tenía un doble fondo donde había instrumentos quirúrgicos, entre ellos varios cuchillos, y un delantal ensangrentado. Luego de ese suceso, Maduro desapareció del hotel y ya no volvió a tener noticias de él.
En el libro Mammoth book of Jack the Ripper, Maxim Jakubowski y Nathan Braund mencionan la posibilidad de que Alonzo Maduro y Alois Szemeredy sean la misma persona. La teoría es sostenida también por el especialista Eduardo Zinna, co-director de la revista Ripperologists. La argumentación, más bien pobre, se sostiene en el sonido similar de ambos nombres y en el hecho de que la muerte de Szemeredy en Bratislava se encuentra escasamente documentada.
En 1929, el periodista inglés Leonard Warburton Matters, que vivió algunos años en Buenos Aires, donde trabajaba como redactor del diario Buenos Aires Herald, publicó el libro El misterio de Jack el Destripador. Ahí sostiene que, a principios de siglo, Scotland Yard envió a dos agentes a Buenos Aires para investigar la pista argentina del asesino de Whitechapel. Este dato fue reafirmado en 1972 por el periodista británico Daniel Farson en su libro Jack the Ripper, donde además sostiene que el asesino fue propietario de un bar llamado Sally´s. El historiador y periodista argentino Enrique Mayochi ratificó la existencia de un local con ese nombre durante la década del veinte sobre la calle 25 de Mayo. La trama fue retomada por el escritor Juan Jacobo Bajarlía, que afirmó en la edición de febrero de 1976 de la revista Ellery Queen´s Mystery Magazine que Jack el Destripador murió en Buenos Aires en 1929, en un hotel sobre la calle Leandro N. Alem, enfrente de la que hoy es plaza Roma.
Su nombre, según Bajarlía, era Alonzo Maduro.
Jack el Destripador nunca existió
Además de los asesinatos señalados como “canónicos”, existieron otros en las mismas fechas que podrían ser atribuidos a Jack el Destripador, pero que fueron descartados por diversos motivos. Emma Smith, Martha Tabram, Alice McKenzie, son tan solo algunos nombres de otras prostitutas asesinadas en Whitechapel antes o después del otoño de 1888. En 1889 fue encontrado un torso mutilado de mujer, cuya identidad nunca fue establecida, debajo de un arco ferroviario en la calle Pinchin. A estos casos se les suman otros que probablemente no hayan sido documentados.
Se dice que Arthur Conan Doyle, que había iniciado en 1887 la publicación de las aventuras de Sherlock Holmes, insistía en la necesidad de identificar al asesino por medio de sus huellas dactilares, pero el método no fue puesto a prueba por Scotland Yard hasta unos años más tarde. La precaria investigación llevada adelante por la entonces moderna policía inglesa, su descuido por las evidencias y -probablemente- el desprecio que provocaban las víctimas en los respetables guardianes británicos de la moral, no dejan lugar a otra cosa que a sospechas más o menos fundadas sobre la identidad del asesino, si es que hubo uno solo.
A la luz de los años, parece más probable suponer que Jack el Destripador fue un personaje de ficción que permitió encubrir una serie de crímenes que ventilaban el costado más oscuro de la sociedad victoriana, la contracara de su puritanismo aristocrático y patriarcal. Un fenómeno de masas construido por una serie interminable, anónima de cómplices, que permitieron mantener durante más de cien años un misterio del que muy probablemente no haya un solo responsable. Esta construcción se prolonga hasta el día de hoy.
“Dear boss” es una carta atribuida a Jack el Destripador, la primera que el supuesto asesino firmó con ese sobrenombre. Algunos especialistas sostienen que su verdadero autor fue Frederick Best, un periodista que trabajaba por entonces en el periódico Star. Consultada el 3 de enero de 2019, en la entrada correspondiente de Wikipedia puede leerse el siguiente texto:
Según una investigación, varias pruebas apuntan a demostrar que la carta fue escrita por el asesino, Jack el destripador quería que la policía tuviera miedo yo Derek Casio tenía a un familiar que era policía y investigaba el caso bien sabiendo mi familiar o tratara abuelo me dijo que Jack le envió muchas cartas una de ellas llegó con sorpresa encontró unos dedos mi abuelo investigó supo que los dedos eran de las pu*** que mataba Jack mi abuelo supo quién era en realidad fue un amigo de su infancia muy bien mi abuelo se suicidó ahorcándose para que nadie supiera la información que tengo de su identidad fue quemada por abuela para que nadie supiera de él.