Mucho antes de que el Covid-19 se instalara sobre nosotros como una maldición bíblica y de que el aislamiento fuera social, preventivo y obligatorio, hubo otras fuerzas ligadas a los fenómenos de la palabra que se hicieron lugar, por goteo y sin pedir permiso, para regular aquello que puede o no ser dicho y medir un estado de ánimo social cada vez más volcado hacia la obediencia.
En las democracias más open minded que registra la historia y de la mano de las personalidades más amigables, la ambiciosa evaluación de las ideas se traslada al control sobre la palabra para asfixiarla, cubrirla con una manta y apagar la inminencia de su fuego.
¿Qué formas toma el humor como idioma de la resistencia cuando la humanidad ya no encuentra motivos para reírse? ¿Qué espacio queda para la risa en un mundo comandado por la empatía, ese totalitarismo color pastel, donde toda palabra es una mala palabra?
¿Cómo bromear cuando se teme a la verdad?
Las reapariciones de Louis CK y Ricky Gervais en las pantallas sin descanso de nuestros dispositivos vinieron a alivianar la situación de incertidumbre y encierro inéditos. Con dos formas de exploración distintas y dos manejos del lenguaje diferentes, el americano criado en Boston y el inglés oriundo de Reading aparecieron con la risa bajo el brazo justo cuando parecía que la pérdida del sentido del humor era un asunto terminal, incluso en un mundo del entretenimiento en el que hasta los propios humoristas abandonaron la gestión de la risa para sumarse a las cacerías seculares y la indignación.
El stand up Sincerely y la miniserie After Life se nos presentan como permitidos ante la tragedia, el dramatismo y la solemnidad.
Louis CK ¿volvió mujer?
En 2017, las páginas convocantes del New York Times publicaron las denuncias de cinco mujeres contra Louis CK por haberse masturbado frente a ellas. Luego de hacerse cargo de las acusaciones por comportamiento inapropiado, de haber pedido perdón en público y privado y haber perdido contratos millonarios con FX, Amazon Prime y HBO, entre otros, la vuelta al ruedo en tierras del Me Too fue considerado demasiado prematuro.
Podríamos desviar el propósito de esta nota, hacerle caso al equívoco que apelmaza al artista con los frutos de su arte, y entrar en el debate a través de las fisuras éticas que se abren como nervaduras: preguntarnos cuánto tiempo en el ostracismo es suficiente y quiénes determinan esos ritmos de castigo, preguntarnos si para las denunciantes es igual de sencillo sacudirse el estigma de víctima y volver a insertarse en el mercado laboral e, incluso, preguntarnos por el valor del perdón en tiempos de crucifixiones.
Louis CK se presta a ser el bad boy que corre la cortina de los pensamientos pulcros de una audiencia atrincherada en su buen-sentir. “Hipócritas”, les dice, y todos vuelven a reír.
Sin embargo, y pese a los dos breves momentos del show en los que se mencionan sus accidentados últimos años, Louis CK regresó al escenario del Warner Theatre en Washington DC para probar y probarse que la comedia permanece, que queda lugar para el arte incluso después del escándalo. Provocación para unos, hecho cultural para otros.
Ascendente en Saussure
No es un producto de su regreso que el lugar incómodo que habita Louis CK sea el mismo en el que él posiciona a su público. Esta particularidad, que lleva a uno a revolverse en el sillón, es la marca registrada que cierra con un broche su estilo. Sin tener en cuenta las ficciones que escribió y dirigió, y solo ateniéndonos a sus shows de stand up (desde Hilarious a Oh My God y desde Chewed up a 2017), el trabajo de CK apunta a ponernos de cara con los tabúes, tantas veces macerados al jugo de la hipocresía de nuestras sociedades.
Con un desenfado que lo acerca a la genialidad de George Carlin y lo aleja de la brillantez obsesiva de Jerry Seinfeld, y una capacidad para decir las peores groserías con sofisticación puntillista, en Sincerely Louis CK vuelve sobre una de sus maniobras clásicas. Pronuncia al pasar la palabra con mayor carga de repudio social posible ―“retardado”, por ejemplo― para recibir una risa culposa y trabajar sobre ella. Durante veinte minutos, y de lleno contra los estatutos de lo correcto, va él con la guadaña saussureana, a desmalezar significado y significante sin verdaderas intenciones de cambiar el parecer de ninguno de los presentes.
Su misión es la de habilitar un espacio de prohibiciones cada vez más ajustadas y recordarles que el miedo a las palabras es el tipo de censura más peligroso y aceptado por todos ―ya no es un dictado verticalista sino uno coercitivo desde la horizontal.
En este sentido, Louis CK se presta a ser el bad boy que corre la cortina de los pensamientos pulcros de una audiencia atrincherada en su buen-sentir. “Hipócritas”, les dice, y todos vuelven a reír.
Louis CK tuerce también las reglas culturales más básicas y primitivas. Imagina un último acto de pedofilia que permitiría ponerle fin al abuso sexual infantil, narra una escena incestuosa entre un niño que ha cambiado de cuerpo con su madre y que termina teniendo sexo con su propio padre.
CK es el demonio que se enfrenta a los dioses y las santificaciones, esas sobre las cuales no es posible pronunciarse si no es para adorar. Inventa sus propias leyes para una sociedad donde bromear sobre el atentado a las Torres Gemelas o el de la Maratón de Boston no constituye algo peor que los hechos en sí mismos. En contra de la “positividad” obligatoria inscripta en los discursos de superación, emancipación y autosuficiencia neoliberal, el autor de Sincerely ofrece sesenta minutos de risa en un mundo, que sabe y reconoce, houellebecquiano.
Del otro lado de la risa
Aunque la trayectoria de Ricky Gervais no esté manchada por ningún escándalo sexual, las similitudes con su par transatlántico son varias: años de apariciones en el under y de guiones, colaboraciones y fracasos en las sombras. Desde su consagración como David Brent, su protagónico como jefe de oficina en The Office, la carrera del actor, escritor, director y guionista fue solo en ascenso. Se estima que su fortuna supera los 100 millones de libras esterlinas, asunto que el periodismo cultural convierte en un valor contradictorio ―cuando no negativo― para un artista y un referente de la cultura de masas inglesa.
Escrita, dirigida y protagonizada por Gervais, After Life continúa con la fórmula de comedia dramática ―probada de manera exitosa en Derek, estrenada en 2012 y también disponible en Netflix― y deja expuesta la amplitud del campo sensible del autor.
El tema central de la ficción es el duelo, ese período de aprendizaje en carne viva que demanda vivir con la conciencia de un gran hueco, con la violencia de lo irreversible. Tony Johnson pierde a su esposa Lisa por un cáncer de mamas y se ve de cara a una realidad que más que incómoda le resulta insoportable.
Ahora bien: ¿cómo se inserta la comedia en este proceso universalmente cenagoso? ¿Cómo se resignifica After Life hoy que las preguntas sobre la muerte se acumulan con las hojas amarillas del otoño?
Historias mínimas
Gervais es el tipo de escritor que conoce sus extremos y domina los contrastes. Le da cuerpo a un protagonista narcisista que toma la agresividad de “la pura verdad” y el cinismo como métodos de supervivencia. Créase o no, es a través de sus observaciones punzantes, hostiles y sagaces de la realidad que este comediante con licenciatura en filosofía filtra los látigos del típico humor inglés, haciendo del deadpan una de las bellas artes.
De todos modos, Gervais rompe esta linealidad y hace salir a su protagonista del lado oscuro de la luna gracias a Brandy ―la perra de la casa― y a una serie de personajes secundarios que lo retardan y lo complican en su tarea de dramatismo y autodestrucción. Un cartero que lee la correspondencia ajena, un adicto a la heroína, una trabajadora sexual adorable, una compañera de oficina aburrida hasta el dolor y una viuda comprensiva son algunos de los que soportan y acompañan a Tony en sus días agrios en este pequeño pueblito inglés.
Ricky Gervais es generoso con la historia de sus personajes: le dedica tiempo a cada uno para comprobar que todos tienen (y tenemos) un dolor.
El roce entre lo cómico y lo dramático es permanente y se da en escenas delirantes, la mayoría de las veces, ocurridas en la labor que Tony debe realizar para The Tambury Gazette, el periódico gratuito local. Con una lectura impiadosa acerca del rol del periodismo y la llanura existencial de una clase media occidental, los doce capítulos de las dos temporadas de After Life acortan esa cuerda, que creíamos muy larga, entre la vida y la muerte.
Una historia existencialista que garantiza carcajadas y llanto para salpimentar una cultura dominada por la vieja, peluda y voraz institución de la corrección política.