Hacía 45 grados de térmica pero ella había quedado helada en el último asiento individual del colectivo de la línea 19, aquella tarde de enero de 2012. Majo estudiaba publicidad por hobbie y su vida transcurría entre su casa de Colegiales y la del country Santa Bárbara en Nordelta, a donde iba los fines de semana a juntarse con sus amigas. Su padre: un economista que se había llenado de guita durante el menemismo. Su madre había muerto en un accidente muy raro en unas vacaciones en Brasil. Una tarde de primavera, Majo, rubiecita, digna de algún programa de Cris Morena, quedó en encontrarse con Flopi, su amiga de Puerto Madero. Flopi era de clase alta, de familia sojera y única hija, y si bien se movía por lugares top tenía más calle que Majo, ya que cada tanto se metía en alguna villa a pegar merca después de que su dealer de Recoleta cayera preso.
—Boluda, anoche me vi con el villerito que conocí en Badoo, lo pasé a buscar por Puente Saavedra y nos fuimos al rio. Ay, no sabés, morocho hermoso, hoy a la tarde te cuento todo.
Dejó ese mensaje por inbox en el Facebook de Majo antes de encontrarse. A Flopi siempre le cabió ser diferente a las amigas, de hecho su primer novio era ayudante de pizzero. Esa tarde, en su casa del barrio privado, planeó la cita para el sábado siguiente. Él iba a llevar a un amigo.
Los pasaron a buscar por la calle Avellaneda en Virreyes. Él cayó con Adrián, un pibe de la calle Uruguay que hacía dos meses había salido del Penal de Campana. Majo nunca lo supo. Pintaron las cumbias, el Campari y la merca.
Majo no había probado drogas más que algún porro en la facultad, y todo se descontroló. Flopi y su compañero se instalaron en un cuarto de los tantos que tenía ese hogar. Majo, entre tragos y baile, se chapó a Adrián. Era toda una aventura nueva para ella, ya que estaba acostumbrada a pibes de la UADE, perfumados y con auto propio. El alcohol, la droga y la ignorancia hicieron lo suyo. Garcharon sin cuidarse en el sillón del living, al lado del ventanal que daba a la laguna artificial. Se despertaron, desayunaron y se fueron en un remis desde la entrada del country. Majo no entendía nada, se sentía mal, Flopi la calmaba, que estaba todo bien, que pasaron alta noche. Ni siquiera se habían pasado los números, ni mucho menos redes sociales, pero Majo tenía presente la cara de Adrián por el tatuaje de dos lágrimas debajo del ojo izquierdo.
Al pibe que andaba con Flopi lo mataron a las dos semanas en un intento de robo en Beccar. Adrián, que era su compañero, pudo escapar. Un año después de aquella noche loca en Nordelta, Flopi ya estaba en otra. Se había puesto a salir con un hipster estudiante de comunicación. Majo estaba soltera, pero con muchos proyectos a futuro, hasta aquella mañana que tuvo que viajar a Olivos; a la vuelta se tomó el 19 con destino a su casa de Colegiales. Se sentó al fondo, en el último asiento individual del bondi. Subió un pibe con camiseta del Barsa, visera y bermuda, y se puso a repartir unas tarjetas almanaques para recaudar fondos para comprar los medicamentos que lo mantenían vivo desde hacía cinco años, cuando se había infectado de HIV en el penal de Olmos. Ese tatuaje de dos lágrimas debajo del ojo izquierdo fue el baldazo de agua fría en esa mañana calurosa de enero de 2012. Era Adrián, el de la noche de drogas, cumbia y sexo irresponsable de hace un año atrás.
Majo entró en pánico y la presión se le bajó tan rápido como lo hizo Adrián del 19, por estar semivacío. Se bajó varias paradas antes de llegar a su casa. Fue una peregrinación de llanto y maldiciones al cielo, a la vida, a su amiga, a ella misma. De pensar cómo seguir. De recordar que hace poco, también en una fiesta con unos ex compañeros de la secundaria, había terminado con dos pibes, sin cuidarse en el pasillo de un edificio de Avenida Triunvirato. La ignorancia no conoce clase social.
Majo y Flopi no lo sabían. Flopi, en un ataque de culpa, le pagó los análisis en un laboratorio privado. De paso también se los hizo ella. Fueron días de tensión, angustia e insomnio. Majo era clasista, nunca se lo hubiera imaginado. Para ella esa enfermedad era algo que le pasaba a los pobres y a los homosexuales. Mientras tanto en Bancalari, Adrián pagaba con su vida un ajuste de cuentas entre transas. Debía plata de algunas bolsitas, pero para la mafia tenía que morir. Fue un velorio muy poco concurrido. En el último tiempo se había convertido en un rastrero sin códigos, robaba celulares a los pibes a la salida del colegio. Y eso en la villa se paga.
Faltaban dos días para los resultados de los análisis. Majo llevaba varios sin dormir a pesar del clonazepam que venía tomando a diario. Dejó una carta con gusto a poco, una de las frases que quedó para la eternidad: me llevo tu sonrisa para siempre, viejo, perdón.
Esa mañana la estación Artigas fue un descontrol de gente. En esa vía quedaron muchos sueños, ilusiones, viajes proyectados, tensiones, y el cuerpo de Majo. A pesar del grito desesperado del vendedor de tortillas, ella se arrojó sin dudar. Estaba vestida como un capítulo de alguna serie de zombies. Un final trágico para María José de Colegiales, que ahora descansa en Chacarita. Su padre pidió licencia por un año, vendió sus dos casas y se mudó a Pilar. Majo no lo sabía ni lo va a saber, pero el resultado fue negativo.