Lunes: Empiezo a ver Attack on Titan, uno de los animés del momento. Muchos me lo habían recomendado, diciendo que era el animé que había que ver. No me gusta tanto como esperaba y no sé si es porque me lo vendieron mucho o qué. Lo que más me entretiene es pensar en lo imposible que hubiera sido veinte años atrás, cuando empecé a devorar estos adictivos dibujitos japoneses, mirar unos cuantos capítulos a poco tiempo de su estreno oficial. ¿Pasados los treinta uno entra en esa de consumir novedades para decir algo sobre el pasado? Tengo que reconocer que caí en la trampa de la melancolía. La semana entera, mientras voy viendo Attack on Titan, se pone en acción mi memoria de otaku de la primera ola.
Martes: Un otaku es, básicamente, alguien que consume manga y animé con cierto fanatismo. Hoy en día, la palabra está en el uso popular: desde que el animé entró a Netflix, dejó de ser una cosa de nerds aparatosos y muchos términos que antes eran de nicho ahora son usados cotidianamente. Si mis cálculos no fallan, la primera vez que escuché a alguien decir “otaku” fue cuando salió una revista que se llamaba Revista Otaku. Le hacían propaganda en el canal de televisión por cable Magic Kids y venía acompañada por un CD con imágenes, canciones, wallpapers y cosas así. No duró mucho tiempo; competía con la flamante Revista Lazer –de la editorial Ivrea–, que hacía rato se había ganado a los que buscaban información especializada. ¿El mayor logro de la Revista Otaku fue empezar a popularizar el término “otaku”? Podría decirse que sí.
¿Pasados los treinta uno entra en esa de consumir novedades para decir algo sobre el pasado? Tengo que reconocer que caí en la trampa de la melancolía. La semana entera, mientras voy viendo Attack on Titan, se pone en acción mi memoria de otaku de la primera ola.
Miércoles: Veo tres capítulos al hilo de Attack on Titan. No entiendo bien si lo hago para recibir algún tipo de placer audiovisual o si lo que me mueve es la posibilidad de inyectarme una dosis fuerte de esto. Hace veinte años –me siento el abuelo Simpson contándoles cosas a unos Bart y Lisa que lo escuchan porque están castigados– la única posibilidad de hacer maratón de un animé nuevo era esperar a los viernes a la noche, cuando de dos a cuatro de la mañana pasaban El Club del Animé por Magic Kids. Ahí ponían cuatro capítulos seguidos, hacían algún tipo de comentario sobre lo que pasaban, a veces mostraban muñecos o entrevistaban a especialistas. El programa primero lo conducía Leandro Oberto –director de la editorial Ivrea, esa que fue vanguardia en editar manga con seriedad y militancia nipona– hasta que, de un día para el otro, fue reemplazado por la presentadora Mariela Carril. Ver esos maratones de animé a la madrugada era una experiencia increíble, prohibida, oscura, secreta. Se sentía casi tan potente como comprar revistas porno, tomar cerveza o tratar de conseguir cigarrillos.
Jueves: La otra posibilidad de ver animé en cantidad era viajar hasta al centro porteño los lunes a la noche. Esos días, a esa hora, en el Centro Cultural Rojas se hacía uno de los primeros ciclos de animación japonesa. En el hall de entrada se armaba una fila de pibitos un poco nerds, la mayoría de sexo masculino, unos intercambiando mangas, otros pasándose pilas de VHS, todos aprovechando la posibilidad de hablar de esos dibujitos que nos gustaban tanto. Una de esas noches escuché a alguien contar que se estaba stockeando una colección de manga entera para llevarse al viaje de egresados de Bariloche. Ahí fue la primera vez que vi animé proyectado en pantalla grande, en grupo, cantando la canción de la presentación a los gritos, en un lugar que no era la casa de mis padres. No sacábamos los ojos de la pantalla: los primeros otakus éramos muy apasionados, tratábamos de no pestañear, no podíamos perder el tiempo. No tengo idea de los nombres de los personajes de Attack on Titan, creo que estoy mirando algo para entretenerme mientras me sumerjo en mis recuerdos.
Viernes: En la fila del Rojas escuché de otras proyecciones y empecé a ir también a esas. Eran en salas venidas a menos, con olor a alfombra enmohecida. En horarios poco amables –a la mañana, los domingos antes del almuerzo–, se pasaban cosas inéditas y lo organizaban empresitas de traductores amateurs. A la salida de estas proyecciones se armaban ferias de VHS, remeras, juguetes y mangas. El truco era llevarse una pila de videos y así ahorrarse el costo del envío. Estas empresas de traductores amateurs no tenían locales a la calle, te ofrecían el servicio de mandarte los VHS a tu casa en horarios a convenir y era un problema para quienes estábamos en el colegio doble turno. Muchos, al lograr adquirir series enteras, nos agenciamos dos videocaseteras y pasamos a piratear esos animés que acabábamos de comprar. Todo pasaba a mucha velocidad. ¿Cómo puede competir Attack on Titan con las experiencias de mi primera adolescencia?
Domingo: A Attack on Titan no le encuentro el atractivo, no me conquista y me hace sentir mal. Antes de terminar la primera temporada, me doy cuenta de que no estoy prestando atención, que veo la pantalla pensando en el pasado. No tiene sentido. No es el contenido de lo que veo el problema; el problema soy yo. Me digo que voy a ver un capítulo más y abandono. Me digo esto pensando que todavía falta el recuerdo más potente, el momento más fuerte de los otakus old school, el Woodstock de los que pasábamos horas jugando al juego de cartas de Pokémon en el fondo de las peores comiquerías barriales.
Lunes: Viendo el último de los Attack on Titan que voy ver me acuerdo de Fantabaires, esa convención que se festejó hasta el 2001. Fue un gran jolgorio para quienes adorábamos los cómics, las revistas, toda esa porquería. En los baños del Rojas se escuchaba a los otakus decir que robar en esas ferias era fácil, que salir con cosas sin pagar era muy fácil. Se festejaron concursos de disfraces y empezaron a verse los primeros cosplayers. Tocaban bandas que versionaban las canciones de presentación de nuestros animés favoritos y ahí el público hizo uno de los pocos pogos-animé que existieron en la historia de la música en la Argentina. Dentro de los límites de la feria –su momento más álgido fue cuando se hizo en La Rural, en el 2000–, nos saludábamos diciendo konichigua, gritábamos kawai; en el Fantabaires podíamos ser lo que afuera no nos animábamos. Durante unas cuantas horas, nuestro sentimiento otaku podía desplegarse sin límites. Cuando terminó, la realidad no volvió a ser igual. El Fantabaires del 2001 fue el último y no volvió a repetirse. ¿Puede un animé actual, por más bueno que sea, competir con todo esto? Lo dudo.
Me digo que voy a ver un capítulo más y abandono. Me digo esto pensando que todavía falta el recuerdo más potente, el momento más fuerte de los otakus old school, el Woodstock de los que pasábamos horas jugando al juego de cartas de Pokémon en el fondo de las peores comiquerías barriales.
Martes: Cuidando mi salud mental, me digo que mejor dejo de ver animés, nuevos o viejos. Me clavo en la tele y veo cualquier otra basura. Caer en la melancolía es algo que ya no puedo permitirme. Mis recuerdos de otaku de la primera ola quedan fijos y no vuelven.