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Peaky Blinders, el refugio de la heterosexualidad cis

Vi la primera temporada de Peaky Blinders en 2016, al poco tiempo de que se estrenara la segunda. Estaba en una lista de las mejores series del año de un diario británico. Pero ya entonces había otras mejores: Line of Duty, The Fall, Happy Valley, Chewing Gum, incluso The Crown. La primera temporada me resultó buena, decente. Proporcionada, con buenas actuaciones y la densidad justa para sus pocos capítulos; una serie bastante ajustada.

Además, me cae bien Cillian Murphy y las mujeres de Small Heath me llamaron la atención: Polly, Ada, muy hacia el final Grace. Pero no tuve ganas de continuar viendo la segunda temporada, por más que solo fueran seis episodios. Meses más tarde intenté retomar la serie por la promesa de un duelo actoral entre Tom Hardy y Cillian Murphy. Pero el nuevo corte de pelo de Polly en el primer capítulo de esa segunda temporada hizo que abandonara.

Pasaron los años y Peaky Blinders se puso de moda entre los hombres: heterosexuales cis. Debo admitir que en 2016 yo no sabía el significado de ese concepto. Lo busqué tiempo después. Y mucho tiempo más tarde vi la segunda temporada. Me hizo acordar a lo peor de Game of Thrones. Capítulos que avanzan y abren historias y suman personajes pero no parecen ir hacia ningún lugar interesante y luego, de repente, en un capítulo y medio, todo se resuelve con un final hermoso, potente.

El gemido mitad llanto de Thomas Shelby en el último minuto de la segunda temporada de Peaky Blinders es bello y poderoso. Y ahí terminé de entender porque esta serie es la última serie de los machos. Porque celebran la cortina musical de Nick Cave con su voz ronca y sus melodías torpes, que evocan los movimientos poco coordinados de los verdaderos hombres.

Peaky Blinders es una serie tonta para machos simples, sencillos. (El tipo de macho que en otro momento histórico vio 24, los machos que me caen bien). La serie habla de códigos entre tipos que se equivocan, de hombres con suficiente consciencia de su naturaleza irrefrenable, que sufren por hacer sufrir, pero no pueden evitarlo, quizá ni siquiera les preocupe intentarlo. Es un lindo consuelo. Es exactamente lo que las gordas fumadoras y papeloneras encontraron (y algunos flacos encontramos) en El diario de Bridget Jones. Chick Lit, Dude Lit, ¿a nadie se le ocurrió un nombre todavía?

 

La autocompasión masculina  

El que compare Peaky Blinders con Los Sopranos es un tonto o un ignorante. La serie inglesa no tiene la profundidad ni la complejidad que la obra maestra de HBO logró alcanzar. Ya no se puede repetir aquella hazaña. Nos avivamos, nos avivaron; demasiada agua corrió bajo el puente. Por eso también, la segunda temporada de Peaky Blinders es tan desproporcionada, la tercera un quilombo de nombres y tramas y subtramas que no estoy seguro que logren cuajar. Yo no entendí un carajo. Además, todos sus trucos o artilugios (gimmicks) distraen: la música, la edición, las coreografías, la estética espantosa del slow motion, querer hacerse los modernos con gestos baratos de hace cinco años.

Es muy mercancía dañada para el hombre ignorante que recién descubre el streaming; todo muy hetero cis. En cada temporada de la serie se emplea el mismo formato del atraco-misión-conflicto que en realidad es otro atraco-misión-conflicto. Incluso cuando aparece Adrian Brody y las muecas contenidas, los gestos sutiles de Cillian Murphy no se repiten, todo es lo mismo. El que escribe los diálogos – diferente del que escribe las historias- es el (otro) verdadero héroe de la serie. Después, no hay mucho más.   

 De todas formas valió la pena esperar a Tom Hardy porque su actuación -su dicción- es brillante. Y el duelo actoral -más bien tibio- con Cillian Murphy me divirtió un rato. Thomas Shelby todavía me conmueve, de a ratos, cada tanto. Puede ser un buen antihéroe, aunque siempre lo muelen a palos y eso sea tan poco creíble.

Ahora, si lo pienso un rato, me da un poco de asco y mucha pena tanta autocompasión junta. ¿Qué clase de hombre se deja intimidar por el movimiento feminista? ¿Quién puede ser tan pusilánime como para refugiarse en una serie mediocre y lamerse las heridas? Yo no estoy exento y eso que soy gay. Una mañana una clienta me dijo: “creo que fuiste vos el que me atendió el otro día”. “¿Vos sos la rubia linda?”, le respondí. De inmediato tuve ganas de justificarme, de decirle que no soy heterosexual (a los gays se nos permiten cosas que a los heterosexuales ya no… ¿No es raro eso?)

Ella, que es encantadora y es igual a Luisana Lopilato, solo me contestó con un “ah, gracias” y se rió. Un rato más tarde, otra clienta me acusó de estar siempre feliz. “Mirá, le digo que siempre está feliz y se caga de risa”, le dijo a mi jefe. Hay clientas que me llaman Isaura porque me ven barrer y yo les celebro el chiste. A mi jefe le molesta, le indigna. Yo me rio. Y sigo viendo la cuarta temporada de Peaky Blinders.

No me gusta la destrucción de las identidades masculinas y femeninas porque sí. Son ideas que llegaron hasta aquí significando algo y si alguien las quiere corregir, que proponga una alternativa positiva. No estoy de acuerdo con la nada, menos con el menosprecio. Los hombres, la masculinidad boba, torpe deben seguir siendo una opción; para la mayoría, para el que quiera, sin imponerle nada a nadie. Puede haber hay cosas hermosas propias del hetero cis: su despistada torpeza, su alegría de vivir, su gentileza, la voluntad de liderazgo.

De la misma manera que propongo que se piense a lo femenino desde la idea del abrazo materno (y a no confundir eso con el instinto maternal, que es otra cosa). Estoy a favor de la creación de nuevas categorías, pero quizás haya que dejar en paz a los que elijan identificarse con los modelos patriarcales de una forma no agresiva. Con decir esto no lo quiero para mí basta y sobra. Dejemos de decirles a los demás cómo queremos que sean. Y, quizás así, nos ahorremos unas cuantas temporadas mediocres de Peaky Blinders.

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