Algo de eso hay en El visitante (The outsider), su última novela publicada en español. El planteo es similar al de Colorado Kid: el narrador presenta un caso policial cuya resolución parece imposible. Al comienzo de la breve novela publicada por Hard Case Crime, aparece un cadáver no identificado en una isla frente a las costas de Maine. Toda la novela relata la investigación de este suceso. El arte de Stephen King consiste en responder a cada misterio con un misterio aún más grande. Cuando los investigadores descubren la identidad del cadáver, se enteran de que el hombre había sido visto con vida a miles de kilómetros de Maine muy poco antes de su aparente hora de muerte. Así, el enigma se profundiza hasta que no queda lugar más que para la suposición sobrenatural. La novela termina con esa incertidumbre.
A diferencia de Colorado Kid, El visitante no es una novelita experimental, un lujo de los que se da King a veces. Al contrario, es una novela de más de seiscientas páginas que se publicó en español cerca de Navidad, como ya es habitual con las novelas de King, para asegurar un piso de ventas. El best-seller anual, digamos, al que a veces se le suman rarezas, antologías de cuentos y obras en colaboración. King es -siempre fue- una buena lectura de playa, como pueden dar fe cientos de librerías en la costa atlántica. Sus novelas anteriores fueron una trilogía policial, conformada por las novelas Mr. Mercedes, Quien pierde, paga y Fin de guardia, publicadas en español entre 2014 y 2016. Luego de un “descanso”, en el que solo publicó Bellas durmientes, escrita a cuatro manos con su hijo Joe Hill, King no se despegó por completo del género negro.
La novela empieza como una novela policial que recuerda, quizás por la geografía en la que transcurre, pero también por los crímenes que evoca, a las novelas policiales suecas, ya un género literario en sí mismas. En un pequeño pueblo de Oklahoma, se produce el asesinato de un chico. King se volvió más delicado, más políticamente correcto que en otros tiempos. Quedó lejos el mal gusto de algunas de sus mejores páginas, cuando era un escritor menor del que nadie esperaba nada. En El visitante, el homicidio es calificado por el narrador de “aberrante” pero nunca es descripto, como hubiera hecho sin dudas el King joven, con el goce morboso que lo caracterizaba. Sólo se nos informan algunos detalles que denotan la bestialidad del hecho. El chico fue violado y su agresor comió partes de él. El inspector de la policía local y el intendente del pueblo resuelven rápidamente el crimen, ya que encuentran huellas digitales y rastros de ADN del asesino por todas partes, incluso hay testigos que afirman haberlo visto en compañía del chico poco antes de que apareciera muerto. Es el entrenador de béisbol de la escuela, que también es profesor de literatura: un tipo bonachón del que nadie podía esperar nada malo.
El problema, para los burócratas pueblerinos que King describe casi en piloto automático, es que el presunto asesino tiene una coartada perfecta. El día del asesinato estuvo en una convención sobre literatura policial en un pueblo cercano. Tiene testigos y su presencia quedó registrada por las cámaras de seguridad del hotel donde se alojó. En este juego, que en otro escritor podría transformarse en un callejón sin salida, transcurre la primera mitad de la novela. Se profundiza la coartada del único sospechoso, pero al mismo tiempo también se refuerzan las pruebas que apuntan a su culpabilidad de manera irrefutable. Como en Colorado Kid, los misterios se multiplican hasta que sólo queda lugar para una explicación paranormal. ¿Es el asesino una especie de William Wilson, un doppelgänger, o algo aún peor?
La producción de King en los últimos años se destaca, en especial, por la economía en sus historias. Como en el cine clásico, nada está puesto al azar, todo parece conducir a otra cosa. El problema es que, mientras que en Colorado Kid el autor conseguía eludir la fórmula de la trama cerrada, propia del best-seller norteamericano, en El visitante cae en ella estrepitosamente. Todo lo intranquilizador, lo inestable, se vuelve banal cuando aparece el villano. A propósito de El visitante, Nicolás Mavrakis escribió en Twitter: “Stephen King está obsesionado con Trump”. Creo que también está perplejo.
Una vez elaborado el planteo inicial, entonces, la novela se cae. Aparece el Mal su versión más tradicional y grotesca, de raíz también protestante, esa que sus lectores conocemos de otras novelas más logradas, como It o Apocalipsis (a pesar de que esta última novela, quizás no casualmente, también se derrumba al final). El mal sin nombre, que puede aparecer con la cara de Pennywise, Annie Wilkes o el perro Cujo. En este punto, la novela se vuelve previsible como una película de Netflix. Es un rejunte de fórmulas y situaciones que King ya usó más exitosamente en otras oportunidades. Adivinamos qué va a pasar y el narrador no parece preocupado por desmentirnos, sólo nos lleva a los empujones hasta el final, como si dijera: “bueno, es lo de siempre, acá no pasó nada”.
Cuando Donald Trump apareció con posibilidades reales de llegar a la presidencia, King escribió en Twitter: “parece un personaje mío”. Se refería tanto al inquietante Greg Stillson de La zona muerta como a su omnipresente Randall Flagg, el hombre demonio de Apocalipsis, Los ojos del dragón y la saga de La torre oscura, entre otras novelas donde aparece como la encarnación del mal. Porque Stephen King, un demócrata convencido, escritor feminista ya en los tempranos setenta, suele representar al mal con rasgos conservadores y republicanos. Como un avatar de lo irracional, que no puede ser entendido ni explicado. Se trata, posiblemente, de una reacción generacional de King (nacido en 1947) ante sus mayores, los hombres blancos y heterosexuales que construyeron el american way of life en los años cincuenta. El mismo anhelo que busca representar Trump.
Suele mencionarse como punto de inflexión en la carrera de King el accidente de tránsito que casi le cuesta la vida en 1999, que lo mantuvo alejado de la escritura durante un tiempo (breve). Él mismo alimentó esta leyenda en el libro autobiográfico Mientras escribo. Pero se alude menos, en este sentido, al National Book Award que le fue concedido en 2003, un premio que obtuvieron, antes que él, John Updike, Arthur Miller y Phlip Roth, entre otros. El premio desató una polémica en la que intervino Harold Bloom, conocido detractor de los géneros literarios populares del siglo XX, que consideró la distinción a King como una señal de decadencia. Con ironía, el propio King le dio la razón en su discurso de recepción del premio, donde comparó a su literatura con un Big Mac.
Harold Bloom tenía razón en algo que los defensores ciegos de los géneros populares no suelen ver: el escritor de terror, de ciencia ficción, en menor medida el de policiales, no buscan ningún tipo de representación realista. A diferencia de la gran tradición norteamericana, el escritor de género (y de un género muy particular, que es el best seller) no “habla sobre el mundo”, ni tampoco es tomado en esos términos por sus lectores, que buscan en sus páginas un involucramiento emocional con las tramas y los personajes, sin que eso ponga en cuestión sus ideas sobre el mundo. La obra de King hasta comienzos de este milenio se destacaba por el perfecto dominio de este código de lectura. Era clásica y renovadora al mismo tiempo, como las películas de De Palma, Spielberg, Scorsese o Coppola. Su prosa era convincente, sin barroquismos ni imprecisiones. Si decía algo sobre “la realidad”, lo era sobre la actualidad inmediata, en la que King siempre tomaba partido por los demócratas. Esta economía les daba a sus textos frescura y efectividad.
Con el National Book Award, a pesar de sus propias declaraciones, Stephen King se volvió más ambicioso. Después del premio, vinieron novelas como Duma Key, La historia de Lisey, 22/11/63 o Doctor Sueño. Todas ellas tratan sobre la naturaleza de la creación artística o son relecturas de su propia obra, en busca de darles una dimensión política o literaria a sus novelas más gozosamente de género, como El resplandor o It. A su manera, en sus últimos años, Stephen King también quiere escribir la gran novela americana, pero su problema es que ya la escribió cuando no se lo había propuesto. En este horizonte apareció Donald Trump. Y King no tiene nada nuevo para decir sobre el monstruo, porque ya lo dijo todo antes de conocerlo. O peor: a través de la enorme popularidad de sus libros y de las películas basados en ellos, es posible que él también haya contribuido a crearlo en el imaginario de la sociedad que lo votó.