Basta ya. Es hora de decir la verdad. Meryl Streep seguramente es divina como ser humano pero Dios nos libre y guarde si es la mejor actriz viva o la más grande de todos los tiempos o algún parametro más o menos rídiculo como esos.
Meryl viene actuando de Meryl desde hace 40 años. Terminemos con el engaño. Desde África mía a The Post, desde Manhattan hasta Enamorándome de mi ex, pasando por La casa de los espíritus, Los puentes de Madison y Noches mágicas de radio, Meryl siempre hace lo mismo. Siento cariño por ella, no me malinterpreten. Quizá hasta le haga un favor admitiendo que no es tan buena actriz y le quite un peso de encima; el peso de tener que aparentar la perfección. La verdad no ofende, ¿eso dice el dicho? ¿O era “la verdad nunca es buena, mata el alma y la envenena”? A veces me confundo.
El punto es que pese al clamor universal por su arte y lo amorosa que pueda ser en las entrevistas, cuando Meryl Streep filma siempre habla, gesticula y se mueve como Meryl Streep. Su voz, su dicción y sus manerismos son invariablemente los mismos, presentes en todas sus películas en mayor o menor medida. En The Post, su último film, Meryl está mucho más agradable (o menos molesta) que otras veces y quizá el mérito radica en sustraerle algo a su actuación (en quitarle algo, en lugar de agregarle). Como Katherine Graham tiene una intensidad más controlada, haciendo que sus vacilaciones, temores y dilemas se desplieguen con un registro más ligero que el que suele utilizar.
Eso es justamente lo único que parece variar en su carrera: el nivel de histrionismo. Ella puede ser exagerada o estrambótica como en Julie & Julia y como Florence Foster Jenkins; un poco más calma o normal en Las horas y La mujer de hierro. Es como si el único recurso que tuviera para modular sus trabajos fueran el volumen de su voz y el tempo con el que habla. Después, el movimiento de manos, de ojos y las muecas son Meryl Streep cien por ciento. Una premisa arraigada en la industria del cine es que la gente paga las entradas del cine para ver a sus estrellas. No abundan los espectadores en busca de una buena actuación. El cariño tarde o temprano se convierte en admiración y la admiración no tarda en confundirse con el talento.
Extraños talentos
La gran virtud de Meryl Streep quizá sea doble: sabe elegir bien sus proyectos cinematográficos, porque incluso cuando son malos, nadie se entera, tal es el caso de Ricki and the Flash. No es un capacidad menor para una carrera que consta de cerca de setenta trabajos solo en cine. Y nadie puede decir que Meryl no haya elegido proyectos arriesgados y personajes poco convencionales como en La muerte le sienta bien.
Pero quizá el fervor por esta matriarca de Hollywood se deba a la cantidad y regular frecuencia de sus éxitos, a su constante presencia en nuestras vidas cinéfilas y a su candor como personaje público más que a su talento actoral. La sensiación al verla en la pantalla grande, mediana o chica es de reencontrarnos con una amiga, una querida conocida. Alguien de quien conocemos bien sus ticks, sus manías, sus particularidades. Después de todo hemos estado ahí con ella, y ella con nosotros, en ¡Mama mía!, en Río Salvaje o en Kramer vs. Kramer.
El registro recurrente y magnificado de la Streep es algo que afecta a todas las estrellas de alguna manera. Es un problema también para Isabel Huppert, Judi Dench, Norma Aleandro y Frances McDormmand. Lo que no quiere decir que Meryl carezca absolutamente de talento. Dos películas demuestran que es capaz de relegar su registro singular y desaparecer en la composición de un personaje. Su “That’s all” (Eso es todo) como Miranda Priestly, (en realidad toda su labor en El diablo se viste a la moda) es una experiencia fresca, novedosa y reveladora; destellos de un dominio de la actuación también presente en su rol en El embajador del miedo (The Manchurian Candidate). Incluso, uno podría decir que Meryl es siempre mejor encarnando el Mal antes que a Dios.