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Roma y Netflix: en busca de la domesticidad ganada

Ya bajó la marea. Pero hubo un tiempo en que todo el mundo habló de Roma, la película de Alfonso Cuarón. En las redes sociales, en los bares, en las aulas. Bueno, en especial en las redes sociales. Netflix estrenó la película al mismo tiempo en cines y en su plataforma paga de extracción de datos y servicio de streaming. Y de pronto, o tal como Netflix lo esperaba, el inasible reguero de micro productores culturales algorítmicamente regulados tuvo algo que decir sobre Roma. En Argentina, en México, en Perú, en Colombia y en los Estados Unidos (bastante menos). ¿Cómo se construye un éxito del murmullo digital?

Tengo que confesar que me resultó extraño que una película tan intrascendente haya causado un revuelo semejante. Roma no me disgustó, aunque mi sensación final fue de incomodidad: en algún momento de la proyección me había emborrachado de belleza fílmica y Netflix y Cuarón habían aprovechado para contrabandearme algo. Qué triste mi rol de policía aduanero de mis emociones, qué triste. Pero son lo único que tengo. Así que me puse a investigar. Para saber bien qué pensaba, inicié un catálogo apurado de interpretaciones. Y, como no podía decidirme por ninguna, porcentualicé mi acuerdo con cada una de ellas.

Los que tuvieron una Cleo y no pudieron dialectizarlo (5%)

Más temprano que tarde comprendí que quizás la película no me había afectado tanto porque en mi más bien callejera infancia suburbana jamás tuve una “empleada doméstica” que me acompañase al colegio o me preparase licuados. Dicen que la suerte es loca, a quien le toca le toca. De hecho, hubo quienes necesitaron hablar bien de la película porque se trata de una fábula moral sobre el heroísmo y los padecimientos de una persona a la que nunca pudieron darle las gracias cara a cara. Son aquellos para quienes la servidumbre cuasi vasallática constituyó una experiencia fundante. Existe una amplia franja de polemistas virtuales que han sido criados por mujeres mal pagas y de origen popular que eran explotadas por sus familias.

De este pasado irradia una alta dosis de culpa de clase que en Roma logra sincronizarse con la inmensa necesidad de afirmar la autonomía relativa del arte, la importancia de los procedimientos formales, el peso de un travelling o de un plano secuencia. En general detecté esta actitud en personas que empatizan poco con la clase media baja (porque les muestra lo que en realidad son) y adoran a la servidumbre (porque expone lo que nunca serán y les otorga la oportunidad de ser magnánimos).

Fui educado por personas con esta sensibilidad, quizás fueron un poco mis Cleos de la Universidad Pública. Por eso voy a darles un 5% de acuerdo.

Los esteticistas melancólicos (10%)

Para saber qué pienso sobre ciertos productos culturales prolija y refinadamente “indies” suelo leer a la New Yorker. Me obsesiona, por ejemplo, la relación de la revista con Stephen King. Aunque sería lindo imaginar cómo hubiera contado la historia de Roma el gigante de Maine, no voy a hablar de eso. Lo que quería decir es que en una de sus reseñas la New Yorker considera que la película es políticamente pueril, que sobrevuela todos los conflictos y la historia para no meterse de veras con ninguno, pero que su preciosismo estético la salva porque, al final de todo, y como Cleo, la protagonista, “todos somos un poco espectadores aturdidos de un devenir histórico que no terminamos de comprender”. Se trata de una compasión esteticista y melancólica que no es exclusiva de la hermosa revista y circuló por las redes en diversas versiones, glosada en lenguaje de crítica cinematográfica, plena de figuras retóricas y de descripciones técnicas de encuadres y de secuencias.

Creo que tienen un punto. Un punto que es aún más entendible si uno es norteamericano, teme a los mexicanos, siente culpa por haber sido financiado por la CIA y vive en Nueva York. A pesar de que mis condiciones de existencia son otras, voy a darle un 10% de acuerdo. Porque la compasión es importante y nos aleja de los animales.

Alan Pauls y su formalismo vietcong (20%)

Como yo, Alan Pauls ama que una película, o cualquier otra manifestación de la cultura, esté bien hecha. En su texto sobre Roma, Alan advierte que esta buena factura está complejizada en la película de Cuarón por ciertas micro-resistencias o nano-sabotajes que el director realiza ante a la homogeneización industrial que el cine viene proponiendo desde su masificación -resistencias ejemplificada según Pauls, a modo de ejemplo, por las tomas de aviones que propone Cuarón. Y en la “sutileza” para volver a demostrar algo que ya se confirmó ochocientas millones de veces en la historia del arte burgués del siglo XX: lo importante es lo que va por abajo, el “fuera de campo”. No importa que sea retratado con puerilidad mientras formalmente la puerilidad pueda pasar por sutileza.

Sin embargo Pauls es más inteligente que la New Yorker, o menos previsible. Y al final de su misiva agrega algo: el de Cuarón es un gesto apropiacionista que “vampiriza” la estética del “cine independiente” para denunciar que Cleo es retratada como una autómata sin subjetividad real en la tenebrosa estética que propone cierta zona de la industria del cine indie con colores estatales (en este caso, habría que agregar, financiada por capitales buitres como los que sostienen a Netflix).

Tengo que confesar que de tan sutil esta lectura me termina resultando etérea. Que haya salido publicada en un blog oficialista del peor gobierno democrático de la historia argentina quizás explique la adicción de Alan a las críticas casi invisibles. Lo llamo formalismo vietcong y le doy un 20 % porque, como diría la New Yorker, todos peleamos alguna vez una guerra equivocada en el bando de los malos porque nos resultaba cómodo.

Los hedonistas apaleados (10%)

Están los que se conforman con haber pasado un buen momento. No rescatan a la película como una joya estética que adolece de superficialidad política. Por el contrario, consideran que la película es lo que es y que si logró acompañarnos por un rato ya es suficiente. Tengo que confesar que, a veces, yo también consumo a los productos culturales desde esta perspectiva. Son los que dicen: “La pasé bien, me emocioné, está bien hecha, ¿qué más querés?… Andá a laburar”. O los que dicen “es lenta y aburrida, puse una de Stallone”. Un 10% a esta honestidad conservadora. Like or not like, esa es la cuestión.

Los puristas de vanguardia (5%)

Existe una zona radicalizada, víctima de cierto atraso cultural, emocionalmente ligada a la fallida promesa de redención de las vanguardias europeas, que se enoja con Roma por las mismas razones por las que Alan la revindica: porque se hace pasar por cine arte, cine independiente, y no lo es. Porque obtura al verdadero y laborioso cine independiente, hijo dilecto del Cine Arte, y lo pasteuriza con el indeleble sello de Netflix. Por izquierda, esta crítica afirma que Roma está “excesivamente calculada” y que, hablando mal y pronto, tiene mucho de lo que Frederic Jameson llamaba “pastiches posmodernos”.

Saludo a estos vanguardistas fuera de tiempo (¿estar fuera de tiempo, después de todo, no es un poco lo que caracteriza a las vanguardias?). Nos pasaba con nuestras bandas de rock favoritas en la adolescencia: siempre es doloroso verlas pervertidas por el mercado y veneradas por recién llegados. Luego crecemos y nos damos cuenta de que no eran tan buenas. Un 5% de acuerdo con esa obstinación alucinada y autocondescendiente.

Los pedagogos del oprimido (15%)

Esta sensibilidad afirma que Roma no sólo retrata conflictos políticos aún vigentes -la represión a las manifestaciones estudiantiles, el reclutamiento de sicarios políticos en las barriadas latinoamericanos, y la semi esclavitud del trabajo doméstico- sino que además es feminista -todos los personajes masculinos, a menos que sean niños, son unos crápulas. “Es Netflix, qué querés” suele ser una de las frases mas utilizadas en esta revindicación de la película como un limitado instrumento pedagógico que representa sujetos y tensiones invisibilizadas por la inmensa maquinaria de las industrias creativas. En esta tesitura, Roma es políticamente potente pese a su manierismo estético. Nos encontramos frente a un salto en intensidad: superado el “es bella” del pietismo melancólico, y perforado también el “me emocionó” del hedonismo apaleado, nos encontramos frente al “habla de lo que no se habla” del maestro digital.

Hay un puente que une a la sensibilidad privada con el pensamiento estratégico. Algunos llaman a este puente “rosca política”; otros “militancia”. 15% a dicha utopía módica.

Los perspectivistas resentidos (25%)

Esta tesis afirma que además de sobrevolar los conflictos sociales -como la masacre de Corpus Christi de 1971- el problema de la película de Cuarón es que asume la mirada distante y poco implicada de Pepe, el benjamín de la familia. Esto habilita que las tensiones dramáticas de la película se licúen en la evanescencia ayer onírica, hoy esteticista de un autor infantilizado y en el fondo perverso.

Seamos directos: si el Cuarón niño fantaseaba con vidas anteriores para escapar de una vida cotidiana que lo oprimía, el Cuarón adulto utiliza al Cuarón niño para poder contar una historia con la suficiente intimidad como para ser “personal” y “artsy”, pero con la suficiente distancia y falta de historicidad como para quedar bien con Netflix y sus cuestionamientos también infantiles y perversos a Donald Trump. Voy a reproducir algunos de los epítetos que leí y cuadran con esta lectura que, hay que decirlo, es la que siento más afín a mi experiencia como espectador: “mímicas vanas”; “una afirmación derechista de las buenas intenciones”; “un ejercicio onanista de melancolía de clase”; “un festival de la mala conciencia”.

Tengo un 25% de acuerdo con esta mirada. Pero, ¿no es ser demasiado duro? Me queda esa sensación.

Los snobs conspiranoicos (10%)

Esta lectura no carga tanto las tintas en la película o en Cuarón como en Netflix. A fin de cuentas, Netflix es el verdadero sujeto de la discusión. Compró el supuesto prestigio de Cuarón o al menos su legitimidad para hablar de ciertos temas, compró una historia que habla de México en tiempos del muro y de López Obrador, un producto con el que ningún norteamericano puede sentirse mal incluso después de haber robado gran parte del territorio mexicano.

Y triunfó. Más allá de que haya publicado un producto mediocre por diversos motivos, todos hablaron de esa película. El retorno de inversión fue fabuloso. La conversación no fue sobre los impuestos que Netflix paga o deja de pagar, sobre su mirada racista, condescendiente y despectiva sobre América Latina; ni siquiera sobre el invisibilizado trabajo doméstico y su afinidad con las relaciones laborales que proponen empresas que basan su rentabilidad en hiper flexibilización de la fuerza de trabajo, como Netflix. Fue sobre Cuarón, la estética y las “nanas”. Principalmente sobre la estética y la ética de los que se posicionaron a uno y otro lado de la grieta generada por la película.
Según esta lectura, Roma podría ser pensada como un intento por calibrar el narcótico audiovisual que Netflix va a ofrecernos en el futuro. Una película que no sólo le permite clasificar algorítmicamente a sus espectadores sino dramatizar su propio rol. Netflix en busca del tiempo perdido: una arqueología de un pasado que nunca sucedió. ¿No es la domesticidad el gran commodity que Netflix está reformulando día a día? ¿No es Netflix a fin de cuentas personal doméstico? ¿O nosotros somos sus empleados y Netflix habla en Roma sobre de una domesticidad evasora e hiper explotadora organizada en torno a adultos que se comportan como niños perversos que la naturalizan?

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