Es difícil pensar en algo más valorado que la estabilidad, en cualquier ámbito al que nos estemos refiriendo.
En los grandes medios existe desde hace años un común denominador con respecto a Chile. Cualquiera que haya visto o leído a ciertas figuritas repetidas del prime time habrá escuchado hablar de políticas de estado, previsibilidad o consenso. Palabras que, en casi todos los casos, sirven para rubricar la teoría de que Argentina, con sus tensiones sociales y políticas permanentes, no tendrá futuro en tanto no se contagie de la moderación de su vecino.
Chile es, para la opinión pública dominante, la contracara de Venezuela. De un lado, un país ordenado, con reglas claras, sin cambios bruscos a la hora de dirigir el timón. Una cueca discreta, bailada en silencio, con luz tenue. Del otro, y como espejo eterno de lo que podríamos ser, el hambre, la degradación, la tierra arrasada: el joropo lúgubre y atronador de un régimen. Si el bombardeo mediático al que somos sometidos a toda hora repartiera sus esquirlas de forma equitativa, quizás la situación sería algo distinta.
Mientras tanto, el vargasllosismo tiene influencia, y el mérito de Chile, se dice, es haber encontrado un equilibrio después de años turbulentos. Con la Concertación primero, con Bachelet o Piñera después, las metas son las mismas. Es el triunfo de una idea, la prolongación del “milagro chileno”. Y el origen, sin olvidarse de diferenciar los métodos empleados, puede encontrarse a partir de un hecho del que hoy se cumplen cuarenta y seis años.
El 11 de septiembre de 1973 un golpe de Estado comandado por el general Augusto Pinochet derrocó al presidente Salvador Allende, el primer gobernante de corte socialista que llegaba al poder por la vía electoral y quien desde hacía tres años venía llevando adelante una serie de reformas —redistribución agraria, transformaciones educativas, estatización de la minería y de la banca, entre otras— que le habían hecho ganar el apoyo de la clase trabajadora y el odio de las élites.
Con su suicidio en el Palacio de la Moneda se inauguró en Chile una dictadura que se prolongó por diecisiete años. Ese momento —el primer 11/9— quedaría para buena parte de una generación como la marca de agua de una derrota mayor, una que entre muertos, desaparecidos y exiliados tuvo como protagonista a todo un continente.
En este repaso, tres películas que, en registro documental o ficción, tratan o sobrevuelan el tema.
Patricio Guzmán: escenas de un álbum familiar
La obra de Patricio Guzmán (1941), uno de los documentalistas más importantes del mundo, está compuesta por más de veinte títulos en los que, con mayor o menor alegoría, se narra el pasado y el presente de Latinoamérica y fundamentalmente de Chile, un país que el director debió abandonar después del Golpe y al que esporádicamente regresa desde Francia, donde vive desde hace décadas.
Su película más celebrada, La Batalla de Chile, es una trilogía filmada en blanco y negro que cuenta los meses tumultuosos que van desde mediados de 1972 a la caída de Allende. Guzmán, que venía de estudiar cine en Madrid a fines de los ’60, tenía poco más de veinte años cuando salió a la calle junto con el camarógrafo Jorge Müller Silva a registrar lo que estaba pasando en Santiago y en otras ciudades del país: era un momento en el que, a través de paros y lockouts patronales, la burguesía chilena pretendía desestabilizar a un gobierno que tenía acompañamiento de los sectores obreros. Estos, organizados en su mayoría en los llamados “cordones industriales”, no tardaron en reaccionar y en hacerle frente al desabastecimiento.
Mientras la voz serena de Guzmán va relatando los hechos de forma cronológica, en las imágenes tomadas por la cámara en mano de Müller Silva van apareciendo fábricas ocupadas por trabajadores, sindicalistas eufóricos que incitan a no abandonar la lucha, señoras burguesas enojadas con los ‘comunistas inmundos’, campesinos concentrados en la faena, movilizaciones a favor y en contra del gobierno, enfrentamientos y corridas en las calles, pilotos de la fuerza aérea que sobrevuelan la ciudad y militares sublevados que avanzan, a los tumbos, a bordo de los tanques. Todo, enmarcado por el pulso nervioso y realista que impone la urgencia histórica. En Chile se movía el avispero, y había que contarlo de cualquier manera.
La trilogía, que se fue estrenando por entregas en muchos países a partir de 1975 —siendo Cuba, Italia y Francia los primeros—, fue convirtiéndose con el paso del tiempo en una obra indispensable del cine documental y político, un testimonio de época que, por su narración agitada, puede verse siempre como un presente continuo.
En su país de origen se estrenó recién en 1996, durante la presidencia democrática de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, en una historia que Guzmán contó en Chile, memoria obstinada (1997). Jorge Müller Silva, compañero de aventuras de Guzmán y militante del MIR, fue secuestrado con su pareja Carmen Bueno en noviembre de 1974. Siguen desaparecidos.
Para otro momento quedará la producción en la que Guzmán viene embarcado en estos últimos años, películas como Nostalgia de la luz (2010) y El botón de nácar (2015), en las que a través de una fuerte carga visual y poética encuentra la forma de contar la misma historia universal de injusticia.
La muerte y la doncella
Aunque a principios de los ’90 el director polaco Roman Polanski estaba alejado de la faceta autoral que lo había consagrado en sus inicios y producía películas de suspenso entretenidas y en cierta forma más ligeras, el clima de sordidez de la obra de teatro escrita por el chileno Ariel Dorfman (que venía siendo multipremiada en todo el mundo) tenía mucho que ver con lo más jugoso de su filmografía. Por eso decidió que fuera su próximo proyecto.
Escrita originalmente en 1990, en plena etapa de transición democrática en Chile, y adaptada al cine en 1994 con guion del propio Dorfman, la historia transcurre a lo largo de una noche y está situada en un país indefinido de Sudamérica que atraviesa los primeros momentos de un gobierno democrático, que asume después de años de dictadura. En los primeros minutos vemos a la protagonista, Paulina (interpretada por Sigourney Weaver), paralizada en el comedor de su casa mientras escucha en la radio las novedades sobre la creación de una comisión que investiga los crímenes y torturas cometidos durante la dictadura. Ella -lo iremos sabiendo con el avance la trama- fue torturada y violada durante su detención.
Gerardo, su marido, militante y funcionario del nuevo gobierno, es uno de los responsables de la comisión de derechos humanos, y esa noche llega a la casa acompañado por un hombre que lo asistió en el camino, después de pinchar una goma del auto, y que se presenta como el doctor Roberto Miranda (Ben Kingsley).
Por el tono de voz y la risa peculiar, Paulina -que durante las sesiones de tortura tenía los ojos vendados- se va convenciendo de que el hombre que está en su casa es su verdugo. A partir de ahí, la atención queda polarizada: hay que ver los gestos entre siniestros e inocentones de Kingsley a lo largo de la película para aproximarse a la complejidad de ciertos personajes, tipos capaces de poner en práctica la emoción (al escuchar “La muerte y la doncella” de Schubert, en este caso) con la misma diligencia con que maniobran la picana. Del otro lado, una Sigourney Weaver enfurecida que grita y se contiene, y que se debate entre el ojo por ojo y la promesa de una justicia que está siempre a punto de llegar.
Masacre en el estadio: Víctor Jara y el “temor reverencial”
Como parte de la serie Remastered, dedicada a contar historias de músicos por fuera del ámbito artístico -incluye a Johnny Cash o Bob Marley, entre otros-, Netflix estrenó este año Masacre en el Estadio, un repaso por los hechos ocurridos en los días posteriores al Golpe con el asesinato del cantante popular Víctor Jara, ícono de la canción de protesta latinoamericana.
Ese 11 de septiembre Jara fue trasladado junto con otros detenidos desde la universidad en la que trabajaba hasta el Estadio Chile, ubicado a pocas cuadras, donde fue reconocido por los militares que estaban al mando. Los estadios deportivos como centros de detención fueron una de las características de la dictadura chilena, con el Estadio Nacional, con capacidad para miles de personas, como el ejemplo más famoso.
Lo que siguió para Jara a partir de ese momento fueron días de tortura y golpes que recayeron, con especial saña, en sus manos: “para que no vuelvas a tocar esas canciones comunistas”, le dijeron. El 16 de septiembre fue fusilado, y su cuerpo fue encontrado tres días después en un descampado de un barrio periférico de Santiago.
Masacre en el Estadio reconstruye en poco más de una hora la búsqueda de justicia que durante cuatro décadas llevó adelante su viuda, Joan, junto con abogados de organismos de derechos humanos de distintos países. A través de entrevistas y un abordaje por momentos minucioso y por otros ligero del caso, los testimonios de quienes estuvieron de alguna u otra manera relacionados con el hecho van pasando.
Y entre ellos, el interés recae especialmente en varios de los militares que participaron en el levantamiento militar del 11 de septiembre. Eran, en su mayoría, conscriptos que tenían entre dieciocho y veinte años al momento de hacer el servicio obligatorio, y que fueron ejecutores de las torturas y crímenes que, salvo por uno de ellos, niegan en el documental. Acusaciones cruzadas entre soldados rasos, testimonios judiciales dudosos, aprietes para que no hablen más de la cuenta: múltiples trabas que impidieron que el caso se resolviera. Todo acompañado, fundamentalmente, y como dice uno de los abogados de la familia Jara, por el “temor reverencial que muchos de ellos sienten todavía hacia sus oficiales”, ya retirados.
Finalmente, en 2018 la justicia chilena condenó a ocho militares como responsables del asesinato del músico, mientras en Estados Unidos, amparado por la ciudadanía estadounidense y con pedidos de extradición nunca resueltos, Pedro Pablo Barrientos, otro de los acusados, zafó de la cárcel. Entrevistado en el documental después de ser condenado en un juicio civil a pagarle una suma miillonaria a la familia Jara, sobre el final se somete, a modo de perlita siniestra, a un detector de mentiras con el que quiere “probar su inocencia”.