No me interesan las series. Digo esto menos como un gesto de esnobismo que como la confesión de un padecimiento. Sé que hay series muy buenas, que las hay inolvidables, y he visto muchísimas que son productos de calidad. Me emocioné con Los Sopranos, con Breaking Bad, fui adicto a Mad Men y admiré The Wire. Pero llegué al punto en que las series me aburren rápido. A veces sus premisas me resultan ridículas. Otras siento que son como un libro casi perfecto al que de pronto el escritor, con miedo a terminarlo, empezó a estirar, y a estirar, y no puedo dejar de pensar que lo hace presionado por una industria conducida por un conjunto de asesores bursátiles con el nivel cultural de una ameba, y eso me deprime. Las series son el arte preponderante de nuestra época pero también son un dispositivo que nos pone en un incómodo y acaso obsceno mirador desde donde nos forzamos a nosotros mismos a ver cómo algo que amamos se infla, se tuerce, y con una mueca alienada termina por derrumbarse frente a nuestros ojos. A veces se lo perdonamos. Y le damos play al siguiente episodio, a la siguiente temporada.
Claro que podemos mantenernos fieles a las series por su compañía, o porque amamos a los personajes, y estos motivos son más que válidos y también funcionan en la literatura (Karl Ove Knausgard, el best-seller noruego, lo entendió mejor que nadie). Pero con Bojack Horseman me pasaba algo diferente. Hace un tiempo escribí un artículo donde intentaba explicar los motivos que me hacían pertenecer a la tribu de aquellos que amamos a esta serie. Decía, entre otras cosas, que Bojack era el héroe ideal para el precariado cognitivo y freelancero que se crió en los noventa porque Bojack había sido famoso en los noventa, y se había hecho rico, y tenía una mansión en Hollywoo(d), y aunque todos los que amamos a Bojack jamás vamos a tener nada de eso le agradecemos que nos confirme que aún si lo tuviésemos seríamos profundamente infelices, como él. Decía que a pesar de eso, a pesar de tranquilizarnos en nuestras miserias, y a pesar de que gran parte de sus eruditos e inteligentes chistes son sobre el star-system norteamericano -cosa que lo coloca, mirado desde una sureña provincia del FMI gobernada por un idiota, como un producto doblemente aspiracional pero también lo inviste de cierta banalidad- amamos a Bojack porque, principalmente, no nos toma por estúpidos.
Eso lo hace o lo hacía simplemente genial. No tomarnos por estúpidos es lograr que cada uno de nosotros, los que lo amamos, podamos mirarnos en sus padecimientos narcisistas, en sus debilidades químicas, en su lucha cotidiana por mejorar y por seguir a flote a pesar de que, como Bojack, tengamos la brutal sospecha de que lo mejor de nuestras vidas ya sucedió, y de que las cosas malas que hicimos y que nos ocurrieron en el pasado van a perseguirnos por siempre con su sombra luctuosa, distorsionando nuestras inclinaciones y nuestras elecciones, siempre para mal. Bojack nos identifica tanto en sus padecimientos como en su lucha por superarlos. Claro que esto puede suceder en muchas series. Pero Bojack Horseman, además, no nos toma por estúpidos porque se obstina en una reflexión permanente sobre sus condiciones de producción, sobre sus procedimientos narrativos y sobre su propio estatuto ético en tanto producto cultural. Lo hace con serios límites -en algunos momentos Love de Apatow la supera-, es cierto, pero también lo hace con gracia, con belleza, con fantasía. Y ese es uno de los principales motivos por los cuales lo amamos.
La serie animada, donde el mundo está poblado por animales de comportamiento humano que se mezclan indistintamente con seres humanos, no necesita hablar directamente de Trump, no necesita describir incendiariamente a la elite de las finanzas y del espectáculo que vive en California, ni despreciar abiertamente el rol que asumimos cuando somos captados por las redes sociales, porque sabe que habiendo construido con amor e inteligencia su clima moral las estocadas calan más hondo. Podría decirse que el eje central de la quinta temporada, y que venía asomando desde las dos anteriores, es el feminismo y el #MeToo norteamericano, y que sus apasionantes debates e incómodas contradicciones son presentadas de una forma mucho más compleja que en cualquier otro producto cultural. Pero también podría decirse que el tema central de esta quinta temporada es, justamente, el agotamiento de las series como máquinas de narrar.
Sabemos que los algoritmos como los que inspiran a las producciones originales de Netflix son licuadoras que se nutren de nuestros comportamientos digitales, los glosan en lenguaje matemático y en base a complejos cálculos de estadística inferencial nos devuelven una papilla insulsa que, se supone, contiene una huella de nuestro deseo. Stranger Things es un exponente patético de esto. Entre muchos otros motivos, amamos a Bojack porque una y otra vez nos demuestra que su complejidad, su sutileza y su autocrítica están a años luz de cualquier resultado que alguna vez pudiera producir un algoritmo, y que quizás sea demasiado pronto para ceder al impulso de dar de baja la suscripción a Netflix.
La quinta temporada
La quinta temporada de la serie muestra signos de agotamiento. Más allá de la pertinencia de los temas, lo que en su libro Teleshakespeare Jorge Carrión llamó “momento manierista”, de exploración, vivisección y a veces hiperbolización de algunos procedimientos y filones narrativos de las series sin una apertura de campo en lo temático que valga la pena me hace pensar que quizás estemos asistiendo a una lenta y digna decadencia. A mi gusto, el conmovedor monólogo de Bojack frente al ataúd en el funeral de su maltratadora madre habría sido un precioso eslabón de un cierre más que interesante. Podrá decirse que Los Simpson duraron un cuarto de siglo sin perder vigencia. El problema es que sí perdieron vigencia (el nuevo programa de Matt Groening en Netflix es… incalificable). ¿Habría sido mejor que fueran sólo cinco temporadas? Probablemente no. Pero las audiencias estallaron en nichos. Jamás volverá a haber otro producto como Los Simpsons. Los Simpsons fueron la máxima expresión y también el canto de cisne de un modo de vida, de unos protocolos de consumo de televisión y de un sistema de valores que se había expandido a nivel global. Pertenecen a un mundo que no es el nuestro y eso hace doblemente feroces a sus predicciones, que anticiparon a los memes.
El personaje Bojack fue creciendo a lo largo de las temporadas: se creyó padre pero descubrió a una hermana que lo quiere como una hija, resurgió de sus cenizas y del ostracismo y volvió a caer, y volvió a levantarse para alcanzar un nuevo éxito que al final de esta quinta temporada lo encuentra con el espectáculo levantado por un escándalo de machismo provocado por un robot sexual que era el CEO de una puntocom que no servía para nada y producía el show. Gina, la mujer con la que había iniciado una relación con indicios de felicidad lo deja después de que pasado de pastelas y de paranoia Bojack estuvo a punto de ahorcarla frente a las cámaras. Al final Bojack debe refugiarse en una clínica de adicción a los psicofármacos y opioides que consumía en forma desaforada. Este final me sonó a un reset para empezar de nuevo con más de lo mismo.
Sin embargo y más allá de las debilidades de Bojack, el sujeto principal, el punto donde se produce la verdadera identificación de aquellos que amamos la serie es Diane Nguyen. El drama de Diane es doble: está enamorada de Bojack y lo sabe una especie de espíritu gemelo, pero comprende también que en caso de concretar una relación con él ambos serían infelices y por eso prefiere mantenerlo como amigo -y ese amor imposible, su corazón melodramático, es el que hace durar a la serie- y al mismo tiempo trabaja como parte del proletariado creativo con conciencia social -hace contenidos para una página web feminista llamada Girl Croosh-, sin poder estar nunca satisfecha porque el valor simbólico que produce no sólo está mal pago y no transforma a nada ni a nadie, sino que es un placebo que permite que el sistema siga funcionando de un modo que ella considera éticamente malo. El drama de Diane es, a fin de cuentas, estético-político, y es una miniatura del drama general de la serie en tanto producto. Diane es la conciencia de la serie y al mismo tiempo su espectador ideal; por eso sin Diane no hay serie. El drama de Bojack es moral y existencial. La doble identificación funciona perfecto.
Pero la quinta temporada muestra a Diane en un lugar incómodo. La serie no sabe qué hacer con Diane, y lo mismo podría decirse de Mr. Peanutbutter, su ex marido. Ninguno de los dos tiene una función dramática clara. Incluso Todd, que también sobra, es utilizado para parodiar no muy felizmente el mundo corporativo de las puntocom. Pero Diane va de acá para allá, de nuevo es enviada al extranjero -esta vez a Vietnam- y sólo sirve para tener diálogos existenciales con Bojack e interpretar a la serie desde la perspectiva correcta. Se nota que el equipo autoral encabezado por Raphael Bob-Waksberg la quiere cuidar, y aunque su sexo clandestino con Mr. Peanutbutter la humanice, su pathos queda diluido.
Todo lo contrario pasa con Princess Carolyn, el personaje que jamás miraría una serie como Bojack Horseman y funciona como modelo de feminidad hiperprofesionalizada y fálica que poco a poco, capítulo a capítulo, se precipita a un quiebre que sin embargo no se produce por el cambio subjetivo que implicó la construcción de su deseo de ser madre adoptiva y soltera. Mr. Peanutbutter tiene una anagnorisis con respecto a su deseo de no madurar nunca pero parece seguir igual, Diane sigue igual, Bojack amaga con cambiar pero sigue igual, Todd sigue igual, pero Princess Carolyn está cambiando. De hecho, la única gran pregunta que arroja el final de la quinta temporada es: ¿cómo será Princess Carolyn en el rol de madre? Y todavía más: ¿cómo será su pequeño puercoespín adoptado en tanto ciudadano?
La quinta temporada de Bojack es, también, una serie dentro de la serie, donde el principio de que la realidad imita al arte y de que la paranoia químicamente administrada es nuestro estado de ánimo naturalizado son llevadas al paroxismo. Conserva todos los elementos que nos hacían y nos hacen amar al producto Bojack, y persevera en su promesa de no tomarnos por tontos. Varias críticas norteamericanas de la temporada ensalzaron el refinamiento de las preguntas morales que la serie propone y celebraron su innegable inteligencia puesta al servicio del detalle y del juego de espejos entre Philbert, la ficción dentro de la ficción, Bojack Horseman y sus espectadores. Yo, que soy un voluntarista y por eso un pesimista y un melancólico, y que en el fondo necesito a la serie más que ellos, elijo preocuparme por algunas señales de su decadencia.