El libro se llama Decálogo para la clase media que se hurga el pupo y en el filo de su uña encuentra, sin sorpresa, una maraña que es deuda ilegítima añejándose. Salió publicado por Qeja, una joven editorial alternativa que hace unos libros pequeños y hermosos. Su autor, Gerardo Montoya, nació en 1984 en Monterrey, el corazón industrial de México, pero vive en Argentina desde hace casi quince años. Y lo elegí porque, tras leerlo, deja flotando una serie de preguntas que invitan a pensar sobre algunas tensiones entre el arte y la política en una época como la nuestra.
La portada del libro indica que se trata de poesía. Al hojearlo uno ve una serie de versos, ordenados en lo que podría ser pensado como estrofas. También, entrelazados en algunos versos hay emojis, trozos de código java o html, asteriscos y notas al pie. Y referencias a links y a hashtags -#SujetosHíbridos, por ejemplo- que unen al libro con páginas web o diferentes contenidos que desde su cuenta de Twitter @gerarmontoya el autor va soltando por la web. El código, los lenguajes de programación, infectan a la poesía en una forma análoga a la que los algoritmos y el machine learning -los sistemas de aprendizaje supervisado y no supervisado que sirven como plataforma de la inteligencia artificial- llevados adelante por las corporaciones de tecnología infectan nuestras vidas. De hecho, podría decirse que las fronteras entre el silicio, la electricidad y la carne son una de las formas principales que el libro de Montoya intenta indagar y, al mismo tiempo, expresar. Si buscás transparencia en la lectura, quizás Decálogo… no sea tu taza de té.
Si, en cambio, te gusta la mezcla y el descontrol, quizás la poesía de Montoya pueda interesarte. Las analogías entre el trabajo del poeta y el del dj son casi un lugar común. Sin demasiado riesgo de equivocarse, uno podría decir que Montoya samplea el lenguaje del marketing digital, el humanismo académico, algunos memes, su propia angustia y ciertos restos exactos del habla cotidiana. Pero el efecto no es el de un disco donde cada poema sería una canción. Más bien, el efecto es el de una caja llena de circuitos.
Como querían las vanguardias históricas, decálogo para la clase media… es un artefacto de tecnología disfuncional arrojado hacia un futuro peligroso. Cada uno de los circuitos -los poemas- que lo componen parece un disco porque tiene una portada. Se trata en casi todos los casos de dibujos en blanco y negro, hechos con computadora, que bien mirados son publicidades fallidas para los poemas. O sea, son títulos (o el código de los títulos). En uno de ellos, por ejemplo, dice programarás while (alive) – eat – sleep – code (“programarás mientras vivas – comé – dormí – programá”). Abajo, un extraño rostro con un jopo firma la sentencia como Kurt Donald Cobain – Entrepreneur, Silicon Valley. Otro, simplemente, dice Es Japón, estúpido. Y otro dice YouTube son los padres, rodeado de dibujos infantiles con tarjetas de crédito, un lampazo para limpiar el suelo o un emoji. ¿Pero qué hay detrás de estas portadas? Hay circuitos, que son poemas. ¿Y cómo se comportan estos circuitos? Como virus, es decir: sistemas orgánicos diseñados para proliferar. Los poemas de Montoya escapan del libro, están magnetizados por la web.
Por eso una de las preguntas interesantes que el libro genera tiene que ver con sus propios límites. A diferencia de la mayoría de la poesía actual, la tecno-poesía de Gerardo Montoya construye un marco de documentación complejo y digital que excede el narcisismo traumado de los poetas en las redes sociales (y todos somos poetas, narcisos y traumados en las redes). Ahora bien: ¿Puede un virus emocionarnos? No lo sabemos. Por las dudas el aparato transmedia y vanguardista de Montoya trae un excelente manual de instrucciones, firmado por un poeta exquisito y sabio, el santiagueño Juan Anselmo Leguizamón. Entre otras cosas, Leguizamón advierte:
“una nueva intemperie post humana, como si lo propio de lo humano hubiera sido producir su propia interfaz maquínica y quemarla, como corresponde … hace snorkel en el flujo de la semiosis entre mente, sujeto, redes, máquina, corporaciones, capital y viceversa… la poesia de Montoya opera casi como una antigüedad tecnológica, como soplo arcaico de un culto oscuro”.
El manual de instrucciones de Leguizamón también se prolonga en la web. ¿Dónde empieza y dónde termina hoy un libro?
Las fauces del funnel
Una de las pocas cosas que todavía podemos reclamarle a la literatura es que nos emocione. Por emoción entiendo un ruido -o una explosión- que se produce cuando notamos que un texto se introduce en el misterio constitutivo de la experiencia humana. La emoción es el momento en que un sentimiento -el amor, la soledad, por dar dos ejemplos recurrentes- empieza a echar chispas frente a nuestros ojos, cuando ya no es aquello que pensábamos, cuando se disuelve y nos invita a acompañarlo en su disolución a través de la experiencia singular que se narra.
Decálogo… no es de este tipo de libros. Tampoco es de los libros que, mientras intentan emocionar, lo que hacen en realidad es solidificar los sentimientos mediante el viejo truco de la identificación. Mucho menos es un libro escandaloso, escatológico o comprometido; ni siquiera megaliterario. Tampoco es una alegoría imaginativa (a veces un poco pedagógica) sobre el mundo (es decir, sobre el poder) ni sobre la técnica (biopoder).
El de Montoya tiene algo de todos estos libros, pero antes que nada, como dijimos, es un conjunto de virus que parece haber recorrido un cuerpo social enfermo y nos trae noticias sobre la disolución cotidiana del lenguaje y de la carne en la internet. Esas noticias, a diferencia de lo que ocurre en la ciencia ficción, no tienen el tono de una advertencia sino el aroma de un conjunto de restos.
¿Y qué es lo que media entre la carne y el silicio, entre las yemas de nuestros dedos y la pantalla touch de nuestros teléfonos? La economía. El trabajo. El deseo. Y, envolviéndolos, la capacidad de las corporaciones de tecnología de capturar nuestra imaginación. En palabras del poeta, es un libro sobre el vértigo que todos sentimos al caer, casi en todo momento, en las fauces del funnel (el funnel es un gráfico que las empresas utilizan para evaluar tasas de conocimiento, visita y conversión en el e-commerce).
No hay espacio, sin embargo, para el lamento. Los poemas de Montoya no son apocalípticos ni ludditas. Odian al progreso de una forma tan íntima que se parece mucho al amor. Por eso portan una síntesis malsana entre candidez, bondad, cinismo, desesperación, líbido y nihilismo. Al examinar y empaquetar a sus virus, Montoya realiza una operación imposible y fallada: pretende también que sus poemas sean leídos como un ensayo capaz de describir el canto retorcido y anónimo de un juglar esclavo y desafiante.
Ni el header/ ni la descripción/ ninguno es vinculante/ pero el avatar… mmmhh/ es otra cosa/ estirpa como la sangre/ pero en imagen / y como la sangre / es destino en el ayer …
En el amor / como en las drogas / el factor determinante es la herencia / … paciencia (TM) / Laboratorios Bagó
En relación a esto, la pregunta de Montoya sería: Bajo el dominio de las corporaciones digitales, ¿no se están convirtiendo nuestras emociones en algo monstruoso? ¿Y qué debería hacer la literatura, el imperio de las emociones, ante eso?
Geopolítica y soledad: Nik es internet
Si no bella, la poesía de Montoya es interesante. Poesía muda, menos hecha para ser recitada que para ser leída, menos hecha para ser leída que para ser usada. Voy a dar un ejemplo: uno de mis poemas favoritos del libro se llama Drive-Inn Theatre y consiste en un listado de versos virtualmente combinables por un programita randomizador, que también podrían ser leídos como un ayuda memoria para el levante virtual. De hecho, junto a cada verso (una noche sin vos es una vida sin wifi / falsifico mis propias cuentas para sostener tu atención de colibrí empepado / L Ron Hubbard es a la poesía lo que George Lucas a la religión son algunos ejemplos; hay 69) sigue una pregunta “¿reutilizable? Sí/no” y otra más “¿Con quién?”.
Me parece que esta idea del libro de poemas como una ruina tecnológica que contiene un poema que, a su vez, como en un juego de cajas chinas, expresa el código que desnuda a todos los demás poemas -la documentación del fracaso de Montoya como poeta y la puesta en circulación de todos los versos como frases de levante de un chat de baja intensidad- constituye el sustrato político del libro. La política del arte, me parece, pasa menos por su contenido que por su capacidad de interrogar a sus condiciones de producción y de conmovernos con eso (siempre y cuando sea arte revolucionario).
Corre el conejo blanco /de las Maravillas y de Neo / por los pasillos del fracking oro en la Recoleta / afana a turistas con tango / y evita mirar su reloj / así / que yo no tengo tiempo ni para desquererte / pero extraño como lubricaba los stickers / de tu interacción con mis exsuegros / hagamos las paces y / te acepto una Alexa de regalo / que en muñones offline, yo estoy fake / y tu no sabes ningún / nombre desloggeado
Traduzco: hoy, en una época en que la cultura ordena que lo personal es político, para tensionar a la Cultura un libro no tendría que ser entendido como el portador de una estética sino como un kit de enfermedades poéticas capaces de interrogarse por los procesos de construcción de formas de vida en un horizonte de colonización de lo humano por el universo corporativo tecnológico. Ponele.
Y así llegamos a Nik. El anterior libro de Montoya se llamaba teamogrupoclarin. Más que sobre el Grupo Clarín, y entre varias otras cosas, el libro era sobre la posibilidad de resucitar algunas zonas del lenguaje político kirchnerista en clave punk, una vez que el kirchnerismo había sido derrotado -justamente y entre otros monstruos- por el Grupo Clarín. En aquel libro, los virus de Montoya homenajeaban y profanaban con igual saña a las ruinas del lenguaje político como a la vigencia ominosa del lenguaje de la web. Esta vez, en lugar de Clarín, el objeto fóbico ahora es Nik, el dibujante de La Nación denunciado con frecuencia por sus plagios a otros artistas. En un poema, Montoya dice que Nik es un caso único estudiado por el MIT (Massachusetts Institue of Technology): la captura de la creatividad ajena para beneficio de unos pocos es, en el fondo, la esencia de la Internet.
Entonces: ¿El poeta es un usuario pervertido que intenta desarmar el combo de dominio geopolítico y soledad con el que nos gobierna la web?