No hay mucho que esperar en cuanto a series en lo que queda del año. Apenas sobresalen un puñado de estrenos sin demasiada competencia: la segunda temporada de La maravillosa señora Maisel, Guardaespaldas (de la BBC y disponible en Netflix), la temporada final -y sin Kevin Spacey- de House of Cards y el estreno, hace un par de semanas, de Los Romanoffs, el nuevo proyecto del creador de Mad Men, Matthew Weiner.
Dos observaciones generales sobre este último estreno: 1) De Mad Men solo vi la primera temporada y apenas recuerdo la belleza física de los actores (John Hamm, Maggie Siff, Rosemarie DeWitt, January Jones) y la extraordinaria banda de sonido. También, quizás, alguna línea digna de un meme hoy. 2) Amazon, la productora de Los Romanoffs, suma argumentos en cuanto a la larga decadencia de Netflix. Pero no tan rápido.
Los Romanoffs cuenta en ocho capítulos carísimos y de poco menos de una hora y media -todas viñetas individuales o historias independientes, con un vago aire aleccionador- las aventuras y desventuras de posibles descendientes de la familia imperial rusa, célebremente asesinada por los bolcheviques. Weiner elige ubicar dichas historias en este loco e intenso momento histórico que es el presente.
Ricos y famosos
Con elencos rotativos rutilantes, la serie confirma el enorme talento de Weiner para convocar a actrices y actores dignos y hermosos: Isabelle Huppert, Aaron Eckhart, Kerry Bishé, Marthe Keller, Corey Stoll, Elizabeth Montgomery y la lista continúa. Y sin embargo, la mayoría de la crítica especializada ha decretado que el show es un fiasco.
En el primer capítulo, la dueña de un departamento carísimo en París se relaciona como una zarina déspota con su sobrino, la novia de éste y con la bella mucama musulmana que la cuida. Durante la siguiente entrega, un matrimonio en crisis se bifurca gracias a jury duty y a un crucero temático para descendientes del Zar Nicolás II.
Para el tercer episodio, una actriz famosa y una directora fuera de control coquetean tanto con el cariño y la creación artística como con el abuso y la locura durante la filmación de una miniserie sobre los Romanoffs en Austria. Habiendo visto solo los tres episodios disponibles hasta ahora, debo admitir que las historias son más bien absurdas y/o ligeramente tontas.
Más aún, en total falta de sintonía con los discursos dominantes actuales sobre minorías, derechos, respeto entre las personas y decencia ciudadana o sociopolítica, Los Romanoffs se destaca por una liviandad (silliness) desarmante. En mi caso, solo empecé a disfrutar de sus capítulos cuando pude aceptar que la clave estaba en zambullirme completamente en su naturaleza extravagantemente… boba.
El alivio de simplemente mirar tele
Que no queden dudas, se sintió refrescante ver un programa sin agenda política, más parecido a las series que veíamos nosotros de niños y de adolescentes cuando el mundo era un lugar más sencillo, sin las constantes luchas que caracterizan a los jóvenes o adolescentes de hoy y que se reproducen en las series que ellos ven (bullying en 13 Razones o inequidad social en Elite).
Sucede que Los Romanoffs no tiene un discurso coherente en cuanto a racismo, xenofobia o feminismo como La maravillosa señora Maisel y Killing Eve o Los cuentos de la criada o una pretensión política como The Looming Tower, Homeland y House of Cards. Menos aún avanza ideas sociopsicologizadas como Succession y Sharp Objects, para mencionar las mejores series del año.
Aduzco que nada debe entenderse seriamente en Los Romanoffs y eso es un alivio. Uno puede contentarse con la hermosa fotografía, los suntuosos decorados, las hermosas caras y actuaciones y la genial intro con la canción Refugee de Tom Petty & The Heartbreakers.
Dos maneras de ser ciudadano
Pero tal vez haya un elemento, entre tanta pompa y fanfarria, digno de recibir nuestra atención y de que nos demoremos por un momento para considerarlo. Los Romanoffs parece intentar, no de manera evidente o muy directa, discutir la posibilidad de que el mundo se divide entre dos tipos de seres humanos: los que se sienten y se declaran realeza (royalty) y los que navegan la realidad como miembros plenos de las democracias igualitarias, bienpensantes y moralizadas.
Los primeros son señoras o señores feudales desalmadas/os, calculadores que se piensan a sí mismos inimputables, avasallan a su paso, propulsados por el derecho divino a satisfacer sus deseos. Los segundos suelen cargar, más allá de las apariencias, con una menor confianza en su excepcionalidad y en sus deseos antisociales, buscan el amparo de las normas y tratan de guiarse por ellas. Soñadoramente exigen que todos sean tan buenos participantes como ellos de este juego que es el funcionamiento sociopolítico de los seres humanos.
Ver interactuar estos dos bandos en Los Romanoffs proporciona desde asombro hasta sonoras carcajadas y nos recuerda que la lucha por imponer condiciones suele ser más trabada y sangrienta de lo que nos permitimos muchas veces imaginar.
Lo que los yankis no entienden
Por último, que la crítica norteamericana no capte esta dimensión de Los Romanoffs habla también de su incapacidad para entender el sentimiento de excepcionalidad que plantea la serie y del fuerte arraigo en la conciencia de la clase media estadounidense de la noción de igualdad ante la ley, de ciudadanía.
Para nosotros, los argentinos, que vivimos para y de intentar ser la excepción a las reglas, estar por por encima y más allá de la ley, los agentes Romanoffs de la serie nos resultan mucho más cercanos y también nos enfrentan, indirectamente, de manera mediatizada, al estruendoso discurso democrático que ruge hoy en las calles, en las redes sociales y en los medios de comunicación y que no logra comprender que cuando los privilegios han sido apropiados, íntimamente asimilados, nadie, pero nadie, los va a ceder sin antes dar una feroz batalla.