¿Por qué seguimos pensando que internet es una suerte de parque de diversiones donde accedemos a información, diversión, entretenimiento y diferentes servicios como la casilla de correo electrónico o incluso un buscador a cambio de nada? La respuesta a esta pregunta debería acudir a una historia de cómo usamos la internet desde que apareció y empezó a masificarse hasta nuestros días. Sin embargo, las cosas pasan demasiado rápido.
Todavía solemos maravillarnos por las aplicaciones de inteligencia artificial y aprendizaje supervisado que por ejemplo ofrece Google, o por las facilidades que nos brinda YouTube (que también es de Google), o por la posibilidades comerciales que otorga el Business Manager de Facebook. Todos ponemos “acepto” sin molestarnos en leer qué es lo que estamos aceptando, y aunque tenemos una idea bastante acertada de cómo internet nos usa a nosotros, tampoco nos preocupa demasiado.
A fin de cuentas no somos terroristas, no vendemos órganos en el mercado negro de la deep web ni nos resulta tan intrusivo que en nuestra bandeja de entrada o nuestro timeline aparezcan avisos targetizados sobre los parlantes que estuvimos pensando en comprar o sobre ese regalo que planeamos hacerle a alguien de nuestra familia.
En Capitalismo de Plataformas, un libro reciente, el economista norteamericano Nick Srnicek hace una clasificación entre las corporaciones que tienen como materia prima central de su negocio a los datos. Para Srnicek, estas empresas se comportan como las antiguas transnacionales extractoras de materias primas, aunque su commodity es el dato, y su ecosistema es la humanidad.
De acuerdo a su clasificación Uber, por ejemplo, sería una plataforma de extracción de datos austera (minimiza todos los costos, en especial el laboral, y se limita a intermediar en un servicio) y Google o Facebook serían plataformas publicitarias de extracción de datos, ya que nos otorgan servicios gratuitos como el Google Drive o Instagram a cambio de traficarnos avisos publicitarios personalizados. Hasta acá, todo bien.
Srnicek vaticina dos tendencias: en primer lugar la rentabilidad de estas plataformas se está haciendo cada vez menor, y pese a que sus sofisticados algoritmos cada vez funcionan mejor dado que la inmensa masa de datos que procesan los habilita a refinar las soluciones que ofrecen, su necesidad congénita de ser monopólicas además del actual debate por su relación turboneoliberal con sus trabajadores pone cada vez más en riesgo sus modelos de negocios.
En segundo lugar, y vinculado a esto, Srnicek avisa que, cada vez más, la necesidad de repartirse la totalidad de la internet las fuerza a estrategias agresivas donde no sólo se cartelizan, sino donde además su relación con los Estados (y hablamos principalmente de Estados Unidos) se hace tan estrecha que su poder podría tornarse -si ya no lo es- ingobernable.
Dos documentales relativamente recientes tematizan y extienden estas preocupaciones. El primero se llama Terms and Conditions May Apply, y, como su nombre lo dice, se concentra en la llamada “letra chica” que las plataformas de extracción de datos nos ofrecen para que digamos “acepto”. Qué perdemos y, cómo nos mienten en la cara.
El segundo se llama The Creepy Line, y se concentra un poco más en las estrategias de manipulación masiva que llevan a cabo estas empresas. Más allá del caso de Cambridge Analytica y las fake news, y de forma mucho menos espectacular, la tesis del documental vendría a ser que hay sutiles formas de manipulación a través de las cuales los conceptos de “democracia” o de “libre mercado” estarían quedando viejos.
Espiame que me gusta
El documental de Cullen Hoback es de 2013 y se basa en la idea de que hay algo inconfesable, un secreto ominoso que las plataformas de extracción de datos tienen que hacernos aceptar antes de que les cedamos nuestra privacidad. Ese verdadero Kinder con Gillette se llama “términos y condiciones de servicio”, y casi siempre le damos clic en forma automática.
De hecho, a cada rato sistemas operativos como Android hacen “mejoras” en sus aplicaciones y nosotros aceptamos, aceptamos, aceptamos, porque sólo queremos jugar. Si tuviéramos que leer la letra chica, estima el documental, este trabajo nos llevaría un mes entero de trabajo. Pero tranquilos: el lenguaje abstruso, las letras en mayúscula y los párrafos interminables, sumados al idiolecto legal, están hechos para que nunca lo hagamos.
¿Pero qué perdemos además de nuestra sobrevalorada libertad? Bueno, en primer lugar, y según cálculos de The Wall Street Journal, la población mundial pierde alrededor de 250 mil millones de dólares por no leer la letra chica. Bajado a la vida cotidiana y tomando el ejemplo de LinkedIn, cualquier cosa que subamos a la plataforma les pertenece en términos de propiedad intelectual por… la eternidad.
Todas las fotos que subimos a Instagram le pertenecen a Instagram, que puede usarlas no sólo para “prevenir” acciones criminales que vayamos a llevar a cabo, sino lucrar con ellas en avisos publicitarios sin pagarnos un centavo. El límite entre la vigilancia y el usufructo de lo que hacemos se hace cada vez más tenue.
La muerte del anonimato -y de sus potencialidades “rizomáticas”- en la web empezó a venirse abajo junto con las Torres Gemelas, en el lejano 2001. Pero esto que hoy en día parece obvio tiene que ver menos con nuestras posibilidades delictivas que con la mala fe de unas corporaciones que vigilan a todo el mundo y a las que nadie puede vigilar. Google, por ejemplo, dice tener publicadas todas sus políticas de privacidad a lo largo de la historia, y que son de acceso público.
Pese a esto, y de acuerdo al documental, la investigación de diferentes ONGs que habían tomado pics de sus viejas normativas demuestra que falsearon el pasado, y las cambiaron. ¿Suena distópico? Empiecen a pensar en la manera en que también y en forma permanente Facebook cambia los “default” de sus posibilidades de publicación, sin avisar y sin rendirle cuentas a nadie.
Terms and Conditions May Apply puede parecer una deriva de la neoparanoia digital. Sin embargo tiene la virtud de mostrar al inefable Mark Zuckerberg, el dueño de Facebook, con su innegable dosis de candidez y perversión, intentando convencer al mundo de sus buenas intenciones y renegando de sus malas acciones, como cuando quiso dar internet gratuita a países del tercer mundo… pero permitiéndoles sólo acceder a Facebook.
Al final de la película, el director aborda a Zuckerberg en la calle, a pocos metros de su domicilio, y a Mark no pareció haberle gustado mucho esa “invasión a su privacidad”. Lo mismo le pasa al ejército de abogados que trabajan de sol a sol como empleados de las plataformas de extracción de datos, con el objetivo de evitar regulaciones y amedrentar denunciantes: ninguno es activo en las redes sociales.
Quizás es porque saben que, aunque salgamos de la plataforma, aunque pidamos que borren nuestros perfiles, la información que colectaron sobre nosotros permanecerá a su disposición para siempre. Y acá hay una nueva paradoja: las campeonas de la instantaneidad tienen la posibilidad de atesorar -y lucrar con- nuestros datos más allá de nuestra muerte.
El uso de la información que cedemos gracias a la letra chica nos trae un montón de beneficios y nos permite diseñarnos a nosotros mismos en las plataformas que los ingenieros de San Francisco crearon para hacernos sentir importantes.
Ante esto, el documental tiene la virtud de mostrar las otras cosas que nosotros perdemos y las plataformas de extracción de datos ganan: el derecho a venderle nuestra información a bancos para que regulen nuestro acceso a crédito en base a nuestras búsquedas en plataformas o a lo que leemos, a empresas de medicamentos o de seguridad para que conozcan nuestros miedos y debilidades, o a posibles trabajos para que decidan si quieren contratarnos o no de acuerdo a las películas que miramos.
Otra gran paradoja es que justamente el uso que desestimamos (la vigilancia, la unión de las empresas con la policía) es el que permite que las empresas usen su potestad de escucharnos y vigilarnos para las cosas que no nos gustarían tanto (como la imposibilidad de acceder a un crédito de vivienda porque tenemos un hijo con una enfermedad crónica).
Antes de llegar a la presidencia de Estados Unidos, Barack Obama había prometido controlar a las plataformas de extracción de datos, en especial a AT&T (una compañía inmensa que también es dueña de Time Warner, en una fusión de 85 mil millones de dólares que incluye a HBO, Turner, CNN, etc.), pero al final de esta triste historia aquella promesa terminó por parecerse bastante al “unir a los argentinos” de Cambiemos.
Por el contrario, las herramientas de vigilancia masiva -como un aparatito para pinchar smartphones que aparece en el documental- conforman un mercado cada vez más amplio y desregulado.
La sutileza, la manipulación, la desaparición
Mientras el primer documental se concentra más en la vigilancia, el segundo va a algo aún más aterrador: las formas de micro-manipulación cotidiana que en especial Google y Facebook realizan con nuestras torpes búsquedas cotidianas en la internet. ¿Pero qué es la “Creepy line” (2018)?
En realidad, se trata de una metáfora que los programadores del algoritmo PageRank y dueños de la empresa, Sergei Brin, Larry Page y Eric Schmidt, su ex CEO y cara pública, utilizaron para denominar cierto límite ético hasta donde la empresa se prometía no llegar dado su objetivo de hacer el bien a la humanidad. El problema es que esa “línea” es corrida en forma permanente… por el propio Google.
De una organización similar a Terms and Conditions May Apply, el documental de M. A. Taylor fue acusado por el progresismo norteamericano de “jugar para la derecha”. De hecho, Taylor había realizado otro documental sobre la campaña sucia a favor de Clinton, y muchos de sus argumentos son también usados por la alt right norteamericana y sus medios de expresión como Breitbart News.
Taylor no le presta atención a los algoritmos de reconocimiento facial que operan contra negros y latinos, y tampoco se preocupa demasiado por las publicidades políticas conservadoras enfocadas en las personas que tienen deudas por impuestos. Hay una incongruencia general en el documental, que se hace obscena cuando se acusa a Google y a Facebook de “tirar al bombo” a los políticos y a los mensajes conservadores, de poder decidir una elección y de jugar a favor de Hillary Clinton cuando Trump fue el que ganó las elecciones. Pero pese a esto sus argumentos son incluso aún más sólidos que los de Terms and Conditions May Apply.
El documental, por ejemplo, brinda dos casos de personas que fueron directamente desaparecidas por Google: Robert Epstein, un psiquiatra que había publicado en The Washington Post una serie de textos sobre la posibilidad de Google de manipular electores en base al orden en que pone las respuestas sobre candidatos en su buscador, y el de Jordan Petersen, un gurú de autoayuda canadiense que fue censurado por haberse manifestado en contra de las leyes de identidad de género.
Más allá de que se trate de dos personajes que pueden resultar despreciables, lo cierto es que el modo en que Google los “borró” de la internet es realmente aterrador y da la pauta de que cualquier persona está realmente en sus manos. La ONG Chequeado.com no parece muy preocupada por este asunto.
Y es justamente en este punto donde radica la eficacia del documental: no muestra complejas tramas de espionaje o letras ocultas, sino simplemente la forma casi banal en que todas y cada una de nuestras búsquedas en Google o nuestras visualizaciones en Facebook están manipuladas, editadas y censuradas, por humanos o por máquinas programadas con criterios cerrados, ideológicos y lucrativos.
Muestra cómo Google, al igual que los Estados Unidos deciden sobre una lista de personas a las que darán muerte, tiene una lista de sitios prohibidos, donde su navegador hegemónico impide acceder. Muestra las trampas y dificultades que Google y Facebook ofrecen para otorgarnos nuestra información si se las pedimos. Y hace hincapié en el SEME (Search engine manipulation effect), la forma de manipulación más fuerte y sutil que existe.
Dado que sólo el 5% de las búsquedas pasan de la primera página de resultados, lo cierto es que a través de la internet accedemos a la porción del mundo que Google elige mostrarnos. Que además viene con un servicio de autollenado de las búsquedas que es muchísimo más peligroso y tendencioso que las fake news. Y Google sólo se debe a sus accionistas.
El documental confirma que hoy vigilancia y gobernanza son lo mismo. Que las plataformas de extracción de datos dicen que hacen el bien pero sólo hacen el monopolio. Que se plantean como foros abiertos y de participación libre, pero lucran con una manipulación deliberada de la información que pone en tela de juicio lo que hasta el momento entendimos por democracia. ¿Lo dice desde la derecha? Es difícil precisarlo. Sus ejemplos tienden a eso, es cierto.
Pero también es cierto que enfoca la supuesta neutralidad de mecanismos ultra ideológicos regidos por empresas que, a fin de cuentas, son la expresión más palpable de la lógica darwinista del capital financiero. Y demuestra que, cuánto más soga les demos, más rápido nos van a ahorcar.