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¿Qué es lo que la gente elige en Brasil cuando vota a Jair Bolsonaro?

En una nota anterior destacamos algunos de los cauces que fluyeron hacia Bolsonaro, lo ungieron estandarte de diversos sectores de la sociedad y neutralizaron a sus competidores en la primera vuelta electoral de hace algunos días en Brasil. La pregunta que podríamos hacernos ahora es qué hace él con eso.

 

Esta máquina spamea fascistas

Como Trump, los pro-Brexit y Macri antes que él, el principal acierto de la campaña de Bolsonaro es la articulación de los ejes discursivos a través de las redes sociales, en su caso principalmente por WhatsApp. Por ahí y en sus contadas intervenciones verbales —evitó, puñalada mediante, ir a los debates de la primera vuelta, y viene esquivando los de la segunda—, fabrica una imagen de tipo “sincero”, “que dice lo que piensa”.

La pérdida de énfasis en el contenido, típica de la posverdad, se hace presente: no importa tanto lo que dice, los argumentos, sino cómo lo dice (sin pelos en la lengua). Muchos lo votan por ser el único candidato coherente —en el sentido de que siempre dijo las mismas barbaridades— en un mar de líderes que se dieron vuelta como medias, traicionaron a todos o quedaron tachados por la Lava Jato.

Por otro lado, cualquier disenso se aplasta a lo Trump, con ataques ad hominem y una lluvia de fake news, muchas estrambóticas, como que “el PT va a decidir el sexo de los niños”. Aquí se paga carísima la radicalización de las elites mencionada anteriormente, ignorada en plena batalla por el poder y la supervivencia: el PT es Satanás, el resto son inútiles que no pudieron frenar el caos que provocó. Así lo atestiguan los magros porcentajes de voto de Dilma (quedó cuarta para senadora en su propio estado) y el bochornoso Geraldo Alckmin (“presidenciable” de los escombros del PSDB) en estas elecciones.

 

Lograr que el PT pierda como sea

Otro efecto de la dinámica es que Bolsonaro queda eximido de los criterios que normalmente invalidaban a los candidatos e incluso invisibiliza contradicciones abiertas. Por ejemplo, es el elegido por los evangélicos pese a transitar el tercer matrimonio, haberle sido infiel a su mujer y tener denuncias en contra por violencia tras un divorcio. Es la opción de los antisistema, pese a estar en el Congreso hace 28 años y haber recibido donaciones sospechosas de empresas implicadas en la Lava Jato. También lo votan mujeres y pobres, contra los cuales se ha despachado en incontables ocasiones. ¿Acaso esto no se ve?

Quizás sea mejor afirmar que se elige no ver, el querer creer que sostiene a tantos en la era de la posverdad. Por un lado, en muchos casos aparece otra marca registrada de la posverdad, la inhabilitación ontológica: ninguna crítica que se le hace a Bolsonaro es cierta porque quien la hace (los medios, el PT, el “comunismo”) es per se un monstruo horrible al que no hay que creerle nada, entonces no se discute.

Por otro lado, detrás de muchos casos se notan cálculos con prioridades, la dinámica del “a toda costa” que impregnó Temer: buena parte del electorado lo eligió porque lo más importante es tumbar al PT. El mercado, por eso mismo y porque ve chances de avanzar con su agenda. Los evangélicos, porque podrán arrasar con la “ideología de género” (véase el caso de EE.UU. y el proyecto de legalización del aborto acá). Las consecuencias que pueda tener su presidencia en el país se pasan por alto porque así lo hacen los políticos hace años, sobre todo desde se rompió el acuerdismo. Se predica con el ejemplo.

 

Bolsonaro o la improvisación al poder

Tal como Trump, Bolsonaro no tiene una agenda de políticas, sino más bien un manojo de medidas concretas que parecen inspiradas en el filipino Rodrigo Duterte: que la policía mate a los chorros, que los vecinos se puedan armar y matar a los chorros, basta de mantener vagos y poco más. El programa que presentó su campaña es directamente infantil en la densidad del contenido.

Pero eso ya sería hablar de un Gobierno; como campaña, es más que suficiente porque Bolsonaro tiene inclinada la cancha. Como Dilma, Haddad fue puesto a dedo por Lula, era un total desconocido y carece de carisma político; su vice, Manuela D’Ávila, pertenece al Partido Comunista (palabra prohibida para muchos); y buena parte de la cúpula del PT, asediada en varios frentes, no quiere saber nada con correrse al centro. Suficientes simbolismos para hacer de su victoria algo improbabilísimo. Ahora probaron sacar el color rojo y a Lula y Dilma de sus materiales de campaña. Too little, too late.

El contenido de una presidencia de Bolsonaro constituye una incertidumbre. A diferencia de lo que se creía hasta hace poco, probablemente sí cuente con suficientes apoyos en el Congreso para impulsar medidas. Pero en algún momento, los variopintos grupos en su equipo de campaña —militares “desarrollistas”, talibanes del mercado, cuadros absorbidos de otros partidos—van a dejar de obviar sus insalvables diferencias. Por ejemplo, al mercado ya lo asustó diciendo que no piensa privatizar Eletrobras (la generadora y distribuidora nacional de electricidad).

Además, los militares y policías que lo apoyan no van a aceptar bajo ningún concepto que les reduzcan sus cuantiosas jubilaciones en una reforma previsional, la que ni el inefable Temer pudo imponer. Y hace unos días, Bolsonaro prometió en un video dirigido a los nordestinos —el paupérrimo bastión electoral del PT— que los beneficiarios del Bolsa Família van a cobrar aguinaldo, en contradicción directa con lo que había vociferado su vice, el general Hamilton Mourão. Es una bolsa de gatos que puede provocar un cataclismo.

Lo que ya no es novedad es el embudo que lo llevó hasta ahí. Bolsonaro es la desembocadura de un proceso que recién ahora se empieza a apreciar con claridad. Probablemente sea demasiado tarde, pero aún está por verse exactamente para qué.

Santiago Farrell

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