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Breve historia de la felicidad laboral: una idea exitosa de la derecha posmoderna

Como Daniel Cerezo, aquel gerente de felicidad que saltó a la fama cuando Macri lo invitó a una reunión de gabinete, hoy las empresas multinacionales designan “directores de felicidad” para mostrarse amigables con los empleados que mantienen en sus plantas, incluso en épocas de despidos. Pero la idea no es nueva, se trata de una actualización 2.0 de una vieja idea taylorista.

Las condiciones de trabajo a inicios del siglo XX ya habían conducido a los grandes patrones a pensar que los niveles de exigencia podían desmotivar a trabajadores que además bajarían su productividad.

Fue por entonces que muchas de las grandes multinacionales norteamericanas decidieron mantener las condiciones laborales, pero cambiaron “el contexto”: embellecían los talleres, ponían más luces y verificaban que entonces la productividad aumentaba.

Hoy cambiaron las palabras, pero la idea es similar. Las direcciones de recursos humanos intentan mostrar que los patrones “piensan en sus empleados” y apuestan a que esa sensación desemboque en mayor motivación y productividad.

Ahora se habla más de estimular la felicidad y el “aspecto lúdico” del trabajo, pero se trata de ideas similares a las que habían desarrollado Ford y Taylor hace un siglo.

Ajústate a ti mismo

El giro más novedoso de los modos actuales de organizar el trabajo en las grandes empresas ocurrió a partir de los años 1970. En especial el paso a la individualización de la gestión de los empleados, un principio en el que reposa aún hoy el modelo predominante del management.

A partir de entonces, se implementaron dispositivos para individualizar y personalizar la relación laboral con cada asalariado. Aparecieron, por ejemplo, los horarios variables.

¿Y quién querría oponerse a tener horarios más flexibles? Sin embargo, estas “libertades” implicaron también que los trabajadores dejaran de ser contratados en grupo, ya no pasaran juntos el momento del descanso o dejaran de almorzar en grupos. En las grandes empresas en las que se habían instalado valores obreros, sindicales, contestatarios, el nuevo modelo tuvo efectos devastadores.

Luego aparecieron los premios individuales. El argumento de las patronales era el siguiente: “Hay que diferenciar y reconocer el compromiso de cada uno. Si quieren ser reconocidos, no podemos pagarles lo mismo a todos”. El efecto lógico: poner a competir a los trabajadores entre sí.

Al mismo tiempo fueron introducidos los principios de polivalencia y variedad de tareas, lo cual implicó que los trabajadores dejaran de convivir en el mismo lugar de la empresa. Después llegaron los objetivos individualizados y, casi en simultáneo, una suerte de psicologización de la relación de cada uno con su trabajo.

Esta psicologización o “narcisización” y manipulación amistosa de los asalariados es una tendencia que se inscribe en una realidad organizacional que algunos sociólogos del trabajo llaman taylorismo aggiornado o lean management.

Ahora, el corazón del modelo organizacional pasa por que cada uno se aplique a sí mismo la vieja filosofía taylorista de economía de tiempos y costos. Cada quien debe velar por hacer un uso de sí mismo lo más productivo posible y lo más rentable posible desde el punto de vista de su empresa.

Cada individuo es una síntesis personal de la lógica taylorista. Hay que hacer más con menos: economía de tiempos, de personal, de presupuestos, de materias primas. El ajuste permanente.

Una personalización viciada, que consiste en hacer uso de sí mismo de la manera más rentable pero utilizando procedimientos, protocolos y metodologías diseñados por las grandes consultoras internacionales.

Hay que adaptarse

Desde ya, la psicología no garantiza por sí sola la imposición del método. Por eso el nuevo management empresarial ataca los saberes de los trabajadores.

Porque los saberes, la experiencia, el oficio son recursos que permiten resistir. Y ese ataque se realiza a través del cambio permanente que torna obsoletos los saberes adquiridos. Se reestructuran secciones, servicios, se cambian ciertos oficios, cambian los programas informáticos, se introduce la movilidad permanente, se tercerizan tareas, etc.

Toda una serie de medidas que tornan obsoleta la experiencia. Ya nadie puede decir “yo sé cómo se hace, usted no me puede hacer trabajar de cualquier manera”.

Hay una suerte de desposesión de la legitimidad para oponerse a ciertas tareas gracias a la experiencia y el saber acumulado. El conocimiento, los saberes y la especialización se concentran ahora en los cuadros dirigentes. Ya no se pide a los empleados que posean un saber técnico, sino que sean de determinada forma.

Se les pide que sean capaces de “adaptarse”, de comprender lo que se espera de ellos, ser “proactivos”. El mensaje es el siguiente “Nosotros les damos el saber, ustedes deben demostrar que son inteligentes, predispuestos y capaces de reaccionar para adaptarse a cada situación”.

Che pibe por siempre

De este modo, los asalariados se transforman en aprendices de por vida. Periódicamente deben reconvertirse, con un esfuerzo tremendo, para seguir siendo útiles.

Esa es una de las razones de la aparición de nuevas enfermedades laborales, como el denominado burn-out, los popularmente llamados quemados del trabajo. El esfuerzo de reconversión permanente puede llevar también a un deterioro de la imagen de sí mismo, a perder confianza, porque ya no se tiene una experiencia valiosa ni compañeros en los que confiar en los momentos de mayor tensión.

Pero los dirigentes de estas empresas saben que hay riesgos psicosociales. Incluso, en ciertos casos, aumento de los porcentajes de suicidios y adicciones. Por eso introducen su management de la felicidad, con clases de yoga, meditación, teatro, seminarios con fines de semana en la playa o en el campo.

El problema fundamental, sin embargo, es la realidad del trabajo para aquellos que aún conservan un empleo formal, lo que se les obliga a hacer sin tomar en cuenta competencias o los deseos de hacer bien un trabajo que tenga sentido. El problema clave pasa entonces por las nuevas formas de subordinación laboral: estar obligado a hacer todo lo que la patronal diga que el trabajador debe hacer.

La relación de subordinación también fue individualizada. Antes, cuando un trabajador sufría en el trabajo se decía que era por culpa del patrón que se quería llenar de plata a costa de los laburantes.

Hoy, un trabajador puede llegar a decir “quizás no estoy a la altura de lo que me piden” o “sufro porque no soy bueno para mi trabajo”. Es decir, la relación de subordinación ahora se vive a nivel personal.

Tal vez uno de los mayores desafíos para este segmento de los trabajadores formales sea pensar en cómo deshacerse de esa relación de subordinación. Comprender que los derechos no deberían obtenerse a cambio de subordinarse a un tercero.

Y que el objetivo, más que pelear por mayores relaciones de subordinación, podría pasar por poner el tiempo, la energía y las capacidades al servicio de un trabajo sin ser necesariamente encuadrado permanentemente.

Por supuesto, puede ser útil tener un jefe para organizar, coordinar, sincronizar. Pero por qué pelear por subordinarse a un tercero si conocemos mejor nuestro trabajo que él.

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