El saber popular alrededor del mundo identifica al pueblo de México con el machismo. Arquetipos como “El borracho”, “El policía”, “El sicario”, “El galán”, “El narco”, “El padrote”, “El soldado” o “El general” se volvieron referentes obligados para evocar la población masculina de México tras los tiempos dorados del cine nacional y la lectura de la novela de la revolución mexicana. Como las cartas del juego de la lotería, estas figuritas fueron reproducidas hasta el cansancio en el discurso y encontraron un sitio en el álbum de la posguerra de un país agrario, pesquero y manufacturero, con una población fuertemente diezmada por la guerra de revolución y en un país que, conectado con las redes globales de su tiempo, sufría encima de todo los efectos degenerativos del tejido social tras la Primera Guerra.
México padeció, como pocos países de América Latina, la llegada de la posmodernidad. En este nuevo catálogo de figurines para el siglo XX, las estampas que salieron a representar al género femenino retrataron el conflicto del extremismo de tal forma que hasta la fecha las mujeres mexicanas nos encontramos luchando contra esos estereotipos. Para mediar entre la figura de “La india” -la mujer de ascendencia indígena, despojada de su tierra y de su tradición, retratada al costado del camino rodeada de sus hijos, trabajando incansablemente sin generar capital alguno- y la figura de la “La adelita” -la mujer soldado que se echó las cananas al hombro y se lanzó al frente de guerra para defender sus derechos-, estaba solamente la opción de “La criada” -la mujer que abandona su propio hogar para trabajar en el hogar de otros, a cambio de nada o casi nada, transformada en una esclava contemporánea bajo las órdenes del patrón. En el otro extremo de la escala social, figuritas diferentes: “la Frida Kahlo” -la mujer rota, la poetiza, que sufre la condición de su existencia mientras pervive con el dinero de su familia-. “La María Félix” -la doña, la mujer bella siempre contrariada por las aventuras de sus compañeros, eterna dama de compañía de un hombre importante. En ambas direcciones de esta grieta de género, de raza y de clase, el imaginario social invisibilizó por completo a las obreras, las técnicas, las profesionistas, las amas de casa, las trabajadoras del campo, etcétera, etcétera, etcétera.
El fin del desarrollismo miope y machista
Bajo las reglas de esta literalidad desproporcionada y demencial, el pueblo de México atravesó el siglo XX dirigido por un poder político completamente adaptado a estos arquetipos. Un liberalismo que, con sus carices socialistas afortunados en ocasiones, no hizo más que repetir las mismas imágenes a través de la precarización del trabajo vinculado a la tierra, de la marginación de las etnias y las lenguas disidentes y la profundización de la división de clases mediante la práctica del abuso de las diferencias. El poder político de México dejó atrás el caudillismo populista para centralizarse en una militancia unilateral del desarrollismo miope ejercida por hombres, donde las mujeres tuvieron largamente el fingido papel público de encargarse hacer RRPP y entretener a las altas esferas con el pretexto de la beneficencia. Y, aunque a pesar de todo la lucha de las mujeres por sus derechos se llevó adelante y conquistó las cimas básicas, recién en el año 1953 el presidente Adolfo Ruiz Cortines expide la reforma a los artículos 34 y 115 de la Constitución Nacional otorgando la plenitud de los derechos ciudadanos a las mujeres mexicanas.
No fue si no hasta que el propio neoliberalismo alcanzó su punto de decadencia que el discurso de “lo femenino” empezó a filtrarse verdaderamente a través de los enunciados de la hegemonía. Como podemos atestiguarlo sin rebuscar demasiado, la ola de asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez que el entonces presidente Ernesto Zedillo se dignó a reconocer en 1999, sumada a las condiciones de desigualdad en materia laboral y educativa, completaron la gesta de un panorama local e internacional de intolerancia ante la corrupción y la injusticia. Es ahí donde México se encuentra ahora. En 2014 se empezaron a discutir las reformas al artículo 41 de la Constitución Mexicana, instruyendo a los partidos políticos a garantizar la paridad de género en las candidaturas a legisladores federales y locales. Tras las elecciones nacionales celebradas el pasado 1° de julio se definió que durante los próximos tres años las cámaras del Poder Legislativo contarán -por primera vez en la historia de México- con un porcentaje casi igualitario de varones y mujeres: 48.6% en Diputados y 49.2% en Senadores.
López Obrador y la unión de los mexicanos
Con la excusa cinematográfica de nosotros los pobres y ustedes los ricos, ustedes los indios y nosotros los blanquitos, nosotros los ignorantes y ustedes los capacitaditos, nosotras las conchudas y ustedes los envergaditos, aquellos los narcos y estos los enviciaditos, ellos los corruptos y nosotros los empomaditos, la grieta de raza, de clase y de género se fue ampliando en nuestro país hasta convertirlo en un sólo abismo. Cuando nos empezamos e reconocer en el fondo, parecimos darnos cuenta de que después de todo nos hallábamos unidos. Ahí, entre nosotros, aparece la figura de Andrés Manuel López Obrador, un hombre que fundó un partido político hace siete años bautizándolo como Movimiento Renovación Nacional (MoReNa). La idea de movimiento incluye o implica intereses y particularidades que no han tenido cabida dentro de ningún partido. En la conferencia de prensa que López Obrador ofreció después de conocerse los resultados provisorios de la elección, agradeció además a “las benditas redes sociales”, a los ciudadanos de México y a su equipo de campaña.
Esta nueva conformación de las comunicaciones, la burbuja de filtros que a veces parece aislarnos, hizo que una gran parte de la población del país encontrara afinidades y puntos en común con el otro, se sintiera parte de una propuesta que principalmente enarbola la intolerancia ante la corrupción, la necesidad de justicia y una idea de igualdad cívica que los otros partidos parecen haber dejado convenientemente de lado durante demasiado tiempo. Ya no soportamos más esa grieta formada solamente por montañas de poder y de guita. El pueblo de México reclama cosas que al 53% de los votantes en los comicios le resulta más importante que la preservación de los privilegios de la clase acomodada. En el año 2000 la mayoría de los votantes en los comicios eligió a Vicente Fox como presidente y es muy claro que los votos que había en esas urnas no eran los que ingresaron ahora. Entonces fue la oligarquía la que ganó sobre el oficialismo tradicional del PRI y en esta ocasión ha ganado una oposición de un carácter verdaderamente popular. Si AMLO es etiquetado como un populista en un país donde unos 30 millones de personas ganan un salario menos al mínimo según las cifras oficiales. ¿Es extraño que México se haya hartado de un oficialismo que no se ha cansado de mentir y de matar en un siglo de gobierno?
López Obrador ha resultado una especie de símbolo para los ciudadanos que imaginan condiciones más dignas de convivencia y de supervivencia para los mexicanos. Hay una idea de “devolución” que durante la campaña de MoReNa resultó clave para los oídos del pueblo de México. Los mexicanos creemos en la riqueza de nuestra tierra, es infinita la cantidad de recursos de los que se aprovechan los sectores privilegiados para agigantar ese abismo de acumulación del capital. Recuperar aunque sea una modesta parte de toda esa guita que beneficia a otros países del mundo y a la oligarquía nacional es, por primera vez, parte del discurso político del principal dirigente de México desde los tiempos del socialismo.
Por Lucía Malvido