Resulta frustrante que, en medio de la crisis económica del macrismo, no haya una propuesta atractiva de economía alternativa. Sólo más keynesianismo criollo (fábricas de hojalata para dar empleo precarizado y plata falsificada para la clase media) o proclamas trotskistas como “control obrero de las fábricas”, interesantes para algún lugar del planeta en donde aún haya obreros y fábricas.
Entre esas viejas ideas rebota una más o menos nueva: la “economía popular”. Una organización de la producción y el consumo basada “en relaciones de solidaridad, cooperación y reciprocidad, privilegiando al trabajo y al ser humano como sujeto y fin de su actividad, orientada al buen vivir, en armonía con la naturaleza, por sobre la apropiación, el lucro y la acumulación de capital”, al decir de la SEPS. El concepto se difundió por América Latina en la década del 2000. Sus teóricos suelen nombrar a Marx, Weber y Polanyi, aunque calza muy bien en las teorías sociales de la Iglesia Católica.
Rancho aparte
La premisa de la “economía popular” es construir una red de producción, comercialización y financiación a espaldas del mercado y el Estado, como un tercer sector que organice esas tareas que los marginados ya realizan para sobrevivir: desde las actividades precapitalistas de las comunidades aborígenes hasta la economía informal de los pobres urbanos. La “economía popular” sería entonces más una práctica que una teoría. El concepto sólo busca organizarla y visibilizarla políticamente, y pensar una economía sobre bases colaborativas y comunitarias, a contrapelo del homo oeconomicus racional e individualista de la ortodoxia liberal.
Una de las críticas más frecuentes a la “economía popular” es que consagra a la informalidad y la precariedad laboral. Juntar cartones para reciclar o cultivar un minifundio para comer no pueden ser parte del “buen vivir”, son actividades que deben ser superadas mediante la inclusión de esos trabajadores al mainstream de la economía, sea ampliando el consumo y la relación salarial (como pretende el keynesianismo), sea reestructurando a todo el sistema bajo control de los trabajadores (como pretende el marxismo).
Lo que separa a la “economía popular” de marxistas y keynesianos es el pesimismo: al igual que los ecologistas, los econopopulistas consideran que la economía ya no puede crecer más, que la inclusión es imposible y que lo más realista es hacer rancho aparte y organizar a los pobres al costado del camino. Sin bajar de la Sierra Maestra ni sentarse a negociar paritarias, los econopopulistas esperan hacer de la necesidad virtud y fundar una nueva economía y una nueva ética repartiendo la escasez.
Otro problema es hasta qué punto este tercer sector es autónomo del Estado y el mercado si requiere de subsidios y marco legal del primero y está expuesto a las variables del segundo (moneda, precios, etc.). A lo largo de la historia fueron muchos los que quisieron hacer rancho aparte cuando vieron la naturaleza despiadada del capitalismo. Desde los okupas y squatters del posfordismo hasta el socialismo utópico de la Revolución industrial, todos fueron fagocitados o aplastados por un capital que no admite nada externo a sí.
Es de un dualismo ingenuo pensar que se puede convivir con el capitalismo sin mancharse con el aceite de sus engranajes. Sólo hay que pensar que los Estados Unidos de América fueron fundados por un proyecto de ese estilo: los peregrinos del Mayflower que llegaron a América en 1620 no solo buscaban libertad religiosa sino que portaban un proyecto de sociedad comunitarista bien lejos de la pobreza y desigualdad inglesas y casi digno de Thomas Müntzer y otros herejes anabaptistas. El futuro no llegó como lo esperaban.
Del tercer sector al octavo pasajero
Hay otra manera de entender a la “economía popular”. Todos los días realizamos actividades económicas basadas en la “cooperación, privilegiando al ser humano como fin en sí, orientadas al buen vivir y sin espíritu de lucro”. Sólo hay entender cada cosa que hacemos como parte de la economía. Preparar una pizza para comer con amigos es una actividad productiva que privilegia al ser humano como fin, orientada al buen vivir y sin fines de lucro. De esa manera, no hay nadie que se sustraiga de la “economía popular”, ella ya está entre nosotros. No hace falta ser un cartonero ni un campesino aborigen: todos somos simultáneamente agentes de mercado y agentes de la “economía popular”.
En términos teóricos, entender a la “economía popular” de esta manera nos ahorra la pesada discusión antropológica sobre la naturaleza egoísta o solidaria del ser humano. En términos prácticos, nos saca del gueto del pobrismo y el rancho aparte, y nos obliga a pensar la manera de integrar ese potencial de economía no lucrativa que ya desempeñamos todos los seres humanos. La discusión actual sobre el estatuto económico de las amas de casa y sus derechos toca de lleno el problema de esta “economía popular” cotidiana. Cada día regalamos nuestros textos, fotos y videos a internet sin esperar una recompensa económica por ello. ¿De qué manera aprovechar esa energía involuntariamente “popular y solidaria” para algo más generoso que el like o la industria de la Big Data?
Quizás el tiempo esté de nuestro lado. Cómo el judoka, debemos usar la fuerza de nuestro enemigo a nuestro favor. El trabajo full time tiende a retroceder conforme a las nuevas posibilidades y necesidades del capital. Si todavía hay gente que trabaja de más es porque hay otra que no trabaja en absoluto. En algún momento los derechos laborales para trabajadores formales deberán ser derechos ciudadanos si no quieren convertirse en privilegios. Las sociedades deberán luchar por su supervivencia por fuera del trabajo asalariado. El resultado de esa lucha sería una sociedad con más tiempo libre y menores ingresos, que necesariamente deberá incluir alguna asignación universal. Ese será el nicho de la “economía popular”, el conjunto de actividades que la creciente clase social de semiempleados va a desarrollar para garantizarse buena vida, con más o menos espíritu de lucro. La política será el arte de relacionar a la “economía popular” de la mayor parte de la humanidad con la “economía del capital” dentro de un mismo mercado.
Será una economía que ya no solo debería interesarle a los pobres si no a todos aquellos trabajadores que nos sabemos más o menos prescindibles en el futuro. Será una economía que ya no opere de espaldas al mercado y el Estado, sino que trabaje en sus intestinos, como un octavo pasajero, creciendo con cada crisis, garantizando un orden social mínimo y negociando esa asignación mediante organizaciones sociales que ya no deberán ser sólo gremiales si no quieren transformarse en meras corporaciones. Será una vida muy parecida a la actual pero diferente.
A bordo del Mayflower
Este seguramente no es el horizonte al que aspiran ni el eficientismo liberal, ni el keynesianismo criollo, ni el paleomarxismo trotskista. Todos ellos sueñan con vernos trabajar sin parar. Pero es el horizonte que creo posible y más sano para todos, sin necesidad de romper máquinas ni aumentar la explotación.
Si realmente nos interesa crear un clima social para la creatividad, la innovación y la autonomía por fuera de la rutina del trabajo asalariado, la “economía popular” es la respuesta. El emprendedor y el planero no deberían ser figuras contrapuestas, sino complementarias.
Tampoco me atrevería a decir en qué va a terminar. Las nuevas sociedades nacen así, ciegas a los grandes planes. La cuarta parte de los 149 pasajeros del Mayflower eran religiosos que querían fundar la Nueva Jerusalén en América, el resto eran artesanos y trabajadores en busca de mejores oportunidades económicas. Así, sin saberlo, crearon la patria del capitalismo moderno. Así, quizás, crearemos la del poscapitalismo. Leven anclas.