Nos enseñaron que triunfar es lograr todo, conseguir el sí, terminar la carrera y después la maestría, ganar el partido, mencionar a 25 amigues y llevarte ese equipo de mate que sortean en Instagram. Nos dijeron que hay que avanzar en la vida, paso a paso y si podés saltearte algunos con tutoriales en youtube o herencias del abuelo, mejor. Pero siempre hay un lugar al que llegar, algo por lo que dejar el lomo. Si tenés algo medianamente decente no lo dejes, NUNCA.
“Lo único que se pierde es lo que se abandona”, se repite mucho. No dejes algo que está bien por buscar algo mejor, no seas kamikaze. Entonces ahí estamos las pibas que no somos víctimas de relaciones esquemáticamente violentas, sacando el machirulómetro para ver si nos quedamos o nos vamos. Quizás estamos con una buena persona, que nos quiere y nos trata bien. Pero queremos algo más, por placer, o nos aburrimos, o no alcanza. Sentís que querés más que lo que tenés y no ves la solución por fuera de esa persona, pensás en irte. Dejás todo, te parece que eso “no funciona”, y porque las cosas que sí funcionan generan resultados tangibles, medibles en autos, casas, hijes o gatites y veranos en Mardel. Esto no, no funcionó y no llegaron a comprar ni un electrodoméstico juntes. Fracasó. No funcionó y te separás. Con enojo para quien decidió la separación y despecho para quien fue dejade.
Y empiezan las vueltas de siempre. Un tiempo después une de les dos dice “qué bueno que sanaste, que sanamos”. Y ahí te acordás de que te da una bronca tremenda eso de sanar. Si hay una palabra creada en este milenio exclusivamente para lavarse las manos es “sanar”. Pero sí, de alguna forma, lo superaste, ponele. Capaz te das cuenta cuando ves las fotos del último viaje y no sentís bronca o cuando dejás de pensar que vas a morir sola o cuando empezás a creer que podés encontrar amor (o lo que sea) en alguien más ¿Por qué no?
En una sociedad donde todo tiene reglas -el mate es amargo, el fernet 70/30, el vino es sin hielo- nos acostumbramos a que lo que no cumple ese pacto implícito no funciona. Aunque sea para la cosita más chiquitita, hay pactos; varas para medir lo que está bien y lo que no, el éxito o el fracaso. Y mientras no definamos nuestra vara, la vara es la del capitalismo y el consumo. En un extremo, el fracaso, lo que no funcionó. En el otro, todo lo que alguna vez decidimos (o nos hicieron creer) que queremos lograr. Una relación sana, un buen laburo, marcar las abdominales, ganar una beca, cantar afinado, escribir un libro, viajar, tener una casa, tener un marido. Solo en el minuto en el que lográs llegar a ese ínfimo espacio en el que tu utopía se ve cumplida, ganaste. El resto de los minutos son fracaso. Y el fracaso trae otros fracasos: ¿O no te pasa que cuando te rompen el corazón te molesta no tener un mango? ¿O que cuando tenés un laburo de mierda extrañás al viejo que ya no está? ¿O que cuando el bondi no te para te acordás del comentario gorila de la tía?
Apostás tu cuerpo y energía de años para lograr ese minuto de éxito. Luego de superar esa breve meta quedan dos caminos posibles: pasa el minuto y tenés una nueva utopía, o te das cuenta de que tu sueño no era como lo habías diseñado durante todo ese tiempo. El disfrute, el aprendizaje, lo vivido y fortalecido, todavía no lo ves, porque un incipiente nuevo fracaso domina la habitación como un elefante escondido.
Si hay una palabra creada en este milenio exclusivamente para lavarse las manos es “sanar”.
Tenemos en construcción una nueva vara medidora, la que queramos nosotres. No una, millones, las que se nos ocurran, con parámetros de medida más humanos, que se contradigan y superpongan, pero que las determinamos nosotres. Si hace falta el machirulómetro, le pedimos opinión a una amiga; si queremos transformarnos, un amiguero puede darnos una opinión sincera.
Y cuando en la ronda de amigues te preguntan “¿por qué se separaron?”, ya no decís que no funcionó. Ahora podés reconocer que la funcionalidad no es algo que te importe y te sentís una ganadora igual porque de esa relación sacaste algo bueno y sabés qué es lo que no te gusta. Y, sobre todo, porque dejás de perseguir cosas medibles con la vara del capitalismo, con la vara de otres.
Y así, entendiendo que somos seres sociales y sujetos a nuestras vivencias, seguimos soñando con ser nosotres mismes quienes diseñemos con qué vara medir cada momento en nuestra vida.
¡Y a fracasar que se acaba el mundo!