Fotos de Diego Eusebi
En momentos en los que irnos de viaje no es tan fácil como antes –sea por razones económicas, sea por cierre de fronteras, sea por no estar del todo vacunados contra el COVID; sea por lo que sea–, podemos entregarnos a hacer memoria. Estar en casa, encerrado, y acordarse de lugares lindos que uno visitó es algo tranquilo, que se puede hacer con una sonrisa, da un poco de placer, es gratis y no pone en riesgo nuestra salud. Así, tapando la angustia, pensando en lugares lindos a los que no puedo ir, me acordé de la Reserva de Monos Carayá de La Cumbre, Córdoba.
Visitamos ese lugar en el verano de 2019. Nos quedábamos en Capilla Del Monte, y un día cualquiera decidimos tomarnos un micro a La Cumbre. Metidos en el rol de ser buenos turistas, fuimos a preguntar qué lugares visitar y nos dijeron que fuéramos a la reserva de monos, que era un lugar hermoso que valía la pena. Lo malo, aclararon, era que no había transporte público; la única forma de llegar era con un remisero que nos llevara. Nos dieron el teléfono del señor en un papelito. Al salir de la oficina de turismo, lo llamamos: arreglamos un precio y a los diez minutos nos pasó a buscar en una camioneta. La reserva queda a once kilómetros de La Cumbre, hay que atravesar un camino de tierra poceado. El señor que nos llevaba señalaba vacas de colores llamativos, mostraba casas apartadas de la ciudad donde vivían viejos ermitaños, nombraba qué cerros eran esos que estaban adelante nuestro. No hablaba igual que un guía insoportable: lo hacía dejando huecos de silencio para que uno admirara lo que iba viendo. Y aunque se notaba que sus historias ya las había contado mil veces, no dejaban de tener encanto.
Al llegar a la reserva, nuestro guía hasta ese momento dijo que él no bajaba de la camioneta y se quedó ahí arriba, encerrado, escuchando radio y tomando mate. Nosotros bajamos y lo primero que vino a nuestro encuentro fue uno de los voluntarios del lugar, que gritaba: “Soy un cajero automático humano, pónganme plata; soy un cajero automático humano, pónganme plata”. Con esas palabras pedía el importe que se tiene que pagar para entrar a la reserva, con la que compran el alimento de los animales y con la que mantienen a los voluntarios que trabajan y viven ahí mismo. La entrada que pagan los visitantes y las donaciones –pueden hacerse por redes sociales o por su sitio web– es el único ingreso que tiene la ONG que se encarga, entre otras cosas, de proteger a grupo de animales de los que no se acuerda casi nadie. Una vez que abonamos, empezamos a hacer el recorrido correspondiente.
Delante de todo estaban los monos capuchinos. Tienen ese nombre por ser casi todos negros, excepto por la carita blanca. Son increíbles, y los guías insistían mucho en que tuviéramos cuidado con los teléfonos, decían que estos monitos roban cosas y después se complica bastante recuperarlas. Aunque contaban mil curiosidades distintas –sobre el macho dominante, sobre la estructura piramidal de los monos capuchinos–, estos eran los primeros animales que veíamos, y por la emoción nos costaba prestarles atención a las palabras: los monos saltaban de una rama a la otra, no paraban de moverse, era hipnótico. Nos pedían comida y nos alcanzaron un poco para que les diéramos. Alimentar a un mono, cosas que uno hace de vacaciones cordobesas.
La reserva, ubicada al costado de la ruta 66, tiene 360 hectáreas. Al costado de la entrada –en una parte un poco más boscosa–, están los otros monos que viven ahí, los carayás. Estos son conocidos también como monos aulladores, y se supone que son uno de los animales más ruidosos del planeta. Son originarios de Chaco y Formosa, llegan a la reserva al ser decomisados por organismos de control o entregados por dueños que los compraron como mascotas y terminaron sin saber qué hacer con ellos. Para comercializarlos ilegalmente, les cortan la cola, los hacen hacer tonterías, les ponen trajecitos; cualquier cosa.
El año pasado, este primer y único centro de rescate y rehabilitación de primates de Argentina sufrió los incendios que ocurrieron en toda la provincia de Córdoba.
Nos contaron que quien decidió crear la reserva es Alejandra Juárez, una exempleada del zoológico cordobés que veinte años atrás vio cómo se estaba creando un problema con estos particulares primates. Al parecer, quienes los tenían como mascotas no los podían controlar y los terminaban regalando al parque zoo de la ciudad de Córdoba. En el zoológico –que ya no existe, desde septiembre de 2020 es el Parque de la Biodiversidad– los aceptaban, pero surgía el problema de que los carayás no soportaban el encierro y la falta de contacto humano, y terminaban muriendo de estrés uno atrás de otro. Eso la llevó a crear el Proyecto Carayá en un campo cedido por un alemán. Al día de hoy, en la reserva viven alrededor de ciento setenta monos carayás. Por lo general, los tienen un tiempo en adaptación y después se los libera en el bosque.
Al ir saliendo, volvimos a alimentar a otros capuchinos. Estos tienen la habilidad de usar herramientas, y verlos romper la cáscara de una nuez da ganas de aplaudirlos. Caminando por ahí, jugamos con algunos de los cuarenta perros recuperados, conocimos a una cerda gigante que se llama Camila y es igual de sociable que un perro simpático y nos sorprendimos con una llama que corrió a refregarse contra nosotros. Conocer este santuario de animales es una experiencia conmovedora, algo fuera de lo común.
El año pasado, este primer y único centro de rescate y rehabilitación de primates de Argentina sufrió los incendios que ocurrieron en toda la provincia de Córdoba. A esto se suma que, debido a la pandemia, hasta hace poco no podían recibir turistas y que tienen que tener muchísimo cuidado porque los monos pueden contagiarse de COVID. Cosas complicadas que sufre un lugar increíble que no recibe financiamiento estatal.
Esa tarde volvimos a la camioneta y nos fuimos a La Cumbre, a tomar el micro a Capilla del Monte. Aunque pasaron casi tres años del viaje, tengo todo grabado en la cabeza, no estoy obligado a ver fotos ni acceder a ninguna memoria externa ni chequear en el celu ni nada. Menos mal; si este viaje no hubiera existido, creo que hubiera necesitado fantasearlo.