Con la vuelta del FMI a Latinoamérica y la “visita” al país de su directora y del encargado de seguimiento para Argentina, el país revive escenas pre 2001. Nos cuentan que Lagarde tiró un pasito de tango en un show privado en el CCK, que compartió la mesa de apertura del G20 con el ministro Dujovne o que, como la mayoría de los europeos de clase alta, es vegetariana porque sabe cómo falopean a las vacas en el nuevo mundo hiperindustrializado de la producción de carne. Pocos recuerdan estos días la crisis de credibilidad que atraviesa el Fondo y que, paradójicamente, intenta remontar con su regreso a nuestro país. Deseémosle suerte.
Pero recordemos. Los dos predecesores en el despacho que hoy ocupa Christine Lagarde (Rodrigo Rato y Dominique Strauss-Khan) terminaron envueltos en escándalos de corrupción tan fabulosos como el poder que supo ostentar la institución que dirigieron. La oscura elección de Lagarde apuntó a recuperar la legitimidad del organismo gracias a su actuación tanto personal como institucional. La francesa no aparentaba representar directamente a la banca ni al Tesoro de Estados Unidos, como directores anteriores desde los años setenta. La actual directora intenta dar la impresión de que hay seriedad académica por detrás de sus recomendaciones, no solo intereses políticos o grupales de los acreedores y del Tesoro estadounidense.
La misión fundante del FMI era advertir a todos los países sobre lo que ocurre en la economía global y estudiar la dinámica de interacción entre las economías maduras y las emergentes, y sus efectos sobre las de menor desarrollo. Sin embargo, desde la crisis de la deuda de fines de los setenta hasta hoy, hay evidencia contundente de que los planes de ajuste promovidos por el FMI generaron empobrecimiento en los países donde se aplicaron y, como contracara, la institución tuvo una nula capacidad de regulación ante la mayor economía del mundo: Estados Unidos tiene el peor déficit comercial registrado en su historia y absorbe los recursos financieros mundiales generados por las políticas de superávit fiscal que el FMI recomienda en el resto del planeta. Es decir que, en la situación actual, los países pobres financian el consumo de la economía más grande del mundo, un contrasentido teórico y ético.
La manera de operar del FMI, que se ha repetido y probado millones de veces, es la de un brazo de la política exterior de Estados Unidos. Pero, además, el FMI tiene problemas de financiamiento y de transparencia, tanto en sus operaciones como en la forma en que se elige su director ejecutivo. Hoy China, India y Brasil están subrepresentados, mientras que los países europeos mantienen un peso que no se justifica. Si se sincerara el sistema de votos en el FMI, Estados Unidos perdería a sus aliados europeos, que son los que le permiten llevar a cabo operaciones por mayoría casi automática. La elección del director ejecutivo del Fondo se lleva a cabo por un acuerdo del G7 y no por votación representativa de todos sus miembros.
Después de los descalabros causados durante 30 años, desde 2003 varios países, entre ellos Argentina, optaron por devolver al FMI su dinero para prescindir de las condiciones que imponía. Todas esas economías mejoraron y sumieron al Fondo en una crisis de credibilidad, legitimidad y de presupuesto a raíz de sus errores. Entre 2004 y 2008 su presupuesto se redujo en un 80% y su cartera de préstamos entre 2002 y 2006 se redujo en un 90%. Fue a raíz de la crisis de 2008 que George Bush decidió revivir al organismo y, en 2009, Obama propuso repotenciarlo y recrear sus condiciones de “estabilizador”. Pero ahora el Fondo es un impulsor de acuerdos bilaterales, que ignora los déficits y el neoproteccionismo de Estados Unidos. El papel que cumplió en la crisis griega, la reciente marcha de cientos de miles de jordanos contra sus políticas de ajuste, las movilizaciones masivas en Túnez hace pocas semanas contra el programa del Fondo, o la rebelión que desató hace días en Haití el recorte de subsidios promovido por la institución que dirige Lagarde no dejan lugar para el optimismo.
Para colmo, hace dos semanas el tercer reporte de la Oficina de Evaluación Independiente, una estructura interna del FMI que justamente se encarga de fortalecer la credibilidad externa de la institución, sostuvo que “El directorio y el staff han perdido una oportunidad para aprovechar las recomendaciones de evaluaciones anteriores, y no han implementado las recomendaciones a tiempo”. El viernes pasado organizaciones sociales, políticas, sindicales y de la sociedad civil argentinas presentaron una carta a Lagarde en el Banco Central, en rechazo al acuerdo firmado con Argentina, y el último sábado una concentración masiva partió desde Las Heras y Pueyrredón hacia la cumbre del G20 para decirle Nunca más al FMI. Pero hace apenas tres semanas un conjunto de organizaciones sociales y académicas internacionales, entre las que figuran Oxfam, Global Justice Now, Child Poverty Action Group, Tax Justice Network, Jubilee USA y Church of Sweden, entre otras, también le manifestaron al Fondo su preocupación por “los continuos impactos negativos de los préstamos condicionados por el FMI”. Y porque “las políticas fiscales y monetarias restrictivas que prescribe el FMI como condicionalidades de sus préstamos, reducen el espacio que tienen los gobiernos para la inversión pública y muy frecuentemente tienen consecuencias devastadoras –particularmente para los grupos marginados– y altos costos políticos”. Las mismas críticas que recibió históricamente, simplemente porque más allá de algunos cambios cosméticos su política sigue siendo la misma.
De hecho, el informe sobre la Argentina que se difundió hace unos días permite percibir que ni los propios técnicos del Fondo creen en la posibilidad de éxito del programa que la institución recomienda para nuestro país. Allí afirman que “existe una preocupación vinculada a la habilidad del Gobierno para construir el apoyo para las posibles medidas que necesitan ser aprobadas por el Congreso”, porque “la construcción de un consenso social alrededor de los principales elementos del programa será crítica y desafiante, en particular a la luz de la historia de los préstamos del FMI a la Argentina”. Más claro, imposible.