Cuando un hombre exitoso de mediana edad se divorcia, es esperable que se compre una moto, un auto deportivo, o algún otro deseo postergado de la juventud. Pero para el tipo más rico del mundo, dueño de una automotriz y una empresa aeroespacial, semejantes compras nunca podrían ser suficientes. Elon Musk parecería estar tramitando su separación de la artista musical Grimes con la compra de Twitter.
Inmediatamente buena parte de la comunidad tuitera alzó la voz de alarma, mientras que otros minimizaron el hecho: al fin y al cabo, Instagram o TikTok tampoco son medios comunitarios o cooperativos, y nadie protesta que sean propiedad de corporaciones sin más objetivo que obtener ganancias. Pero me parece que hay dos diferencias sustanciales: Twitter no es Instagram, y Elon Musk no es lo mismo que cualquier otro empresario.
En primer lugar, Twitter. A simple vista, no es una red de las más grandes. Facebook tiene casi 3000 millones de usuarios activos. Youtube, Instagram o Whatsapp orillan los 2000 millones, TikTok mil millones. Twitter cuenta con apenas 436 millones de usuarios… y sabemos que una gran cantidad son bots. A nivel económico, acumuló una decena de ejercicios a pérdida hasta lograr ganancias en el año 2017… para volver a la senda del rojo dos años más tarde.
Pero lo que Twitter no tiene en cantidad de usuarios o potencial económico, lo tiene en capital político. La red del pajarito está superpoblada por políticos, periodistas, intelectuales y otras referencias de opinión. El microclima de Twitter termina influenciando aún a quienes no son parte del mismo, filtrado a través de la política y los medios. El ejemplo más notorio es el de Donald Trump, cuyo principal capital político antes de su carrera presidencial era su nutrida lista de seguidores de esa red. Lo mismo vemos con operaciones de bots o de trolls – lo que pasa en Twitter llega al mundo tangible.
Buena parte de la comunidad tuitera alzó la voz de alarma, mientras que otros minimizaron el hecho: al fin y al cabo, Instagram o TikTok tampoco son medios comunitarios o cooperativos, y nadie protesta que sean propiedad de corporaciones sin más objetivo que obtener ganancias.
Segundo: Elon Musk. A diferencia de Zuckerberg (que posee el 12% de las acciones de Meta, la empresa dueña de Facebook e Instagram), Musk adquirió la totalidad de las acciones de Twitter. Esto elimina le da un poder discrecional que otros CEOs que deben responder a asambleas de accionistas no tienen.
Pero lo realmente grave es lo que Musk propone hacer con ese poder discrecional. El flamante propietario habla de “eliminar restricciones al libre discurso”. ¿Pero de qué habla? ¿De plantarse frente a regímenes autoritarios que restringen la libertad de expresión? No, en esos caso ha declarado que Twitter “debe seguir las leyes de cada país”. A lo que se refiere es a bajar el nivel de moderación. Por ejemplo, en lo que hace a la circulación de discursos de odio.
En ese sentido no es que el Twitter actual sea una maravilla. En mi entorno inmediato conozco casos de personas sancionadas por usar la palabra “puto” (¡aún cuando se referían a si mismos!) y muy recientemente una amiga trans se comió un bloqueo por usar el término “paki” (en el mundillo LGBT se usa, a grosso modo, para decir “cisheterosexual”).
Pero Musk propone un modelo de libertad de expresión que involucre “ofender de igual manera a la extrema derecha y la extrema izquierda”. En criollo, lo que propone es eliminar las restricciones a los discursos de odio, de manera que no “impidan el debate”. Pero esa postura esconde una falsa equivalencia: no es equiparable una postura a favor de los derechos humanos con una que propugna la eliminación de diversas formas de disidencia (¡incluyendo la de opinión!). Y no hace falta ser Karl Popper para darse cuenta de que un ambiente en el que está explícitamente tolerada la agresión a personas por su género, etnia, origen nacional, ideología, religión u orientación sexual difícilmente sea un ambiente propicio para que quienes pertenecen a esas categorías discriminadas puedan ejercer su propio derecho a la libertad de expresión. Es como ser un McDonald’s en medio de un festejo del Día del Hincha de Boca, no puede terminar bien.
Yendo un poco más allá: ¿Es lógico que una plataforma que oficia de “plaza pública” para el debate de ideas esté en control de una persona, el hombre más rico del mundo? Parece una postura difícil de defender. Ante la compra de Twitter tomó relevancia una red que pretende resolver justamente ese problema: Mastodon, una red social libre y distribuída. Libre porque cualquiera puede cooperar con su desarrollo, o tener su propia versión modificada. Distribuída, porque en vez de correr en un servidor central, cualquiera puede crear su propia “instancia”. Estas instancias se comunican entre si a través de protocolos comunes. Es un poco como el correo electrónico. Si yo tengo un mail @gmail.com, nada me impide enviar y recibir correos de usuarios de Yahoo o Outlook. De la misma manera, usuarios de distintas instancias de Mastodon pueden seguirse mutuamente y compartir contenidos aún si están en servidores diferentes.
Por ejemplo, yo creé mi cuenta en Mastodon.lol, una instancia orientada al colectivo LGBT con políticas de moderación fuertes. Pero regularmente sigo a personas en Mastodon.social, la instancia original, o Mastodon.la, orientada a usuarios de lengua castellana con políticas de moderación más laxas. La naturaleza de la aplicación permite esa clase de conexiones sin que exista UN dueño. Tampoco está monetizada con publicidad, ni con la minería de datos personales (las distintas instancias recaudan dinero a través de donaciones para mantener sus costos).
Sin embargo, veo varios problemas. El primero es la escala. Distintas instancias de Mastodon tuvieron problemas de capacidad estos últimos días. El crecimiento de la red se decuplicó a partir del anuncio de la compra – pasó de algo menos de 10.000 usuarios nuevos por semana a 100.000, superando por primera vez los 5 millones de cuentas. Pero eso es ínfimo en relación a la cantidad de usuarios que maneja Twitter, aproximadamente un 1% del total.
Y hay una arista adicional, que es que una red solo es tan valiosa como los usuarios que la usan. Para las redes, los usuarios no son sólo quienes crean contenido, sino que efectivamente son el contenido. Nunca es más claro que para quienes en mayor o menor medida trabajamos a través de Twitter: necesitamos de ese público (de ese mercado) para poder sostenernos.
Pero aún descartando el efecto económico, imaginemos que distintas poblaciones marginalizadas abandonaran Twitter hacia otros lados. Lo único que estaríamos logrando es crear nuestro propio espacio segregado. ¿Se beneficiaría, por ejemplo, la población LGBT abandonando ese espacio de visibilidad? La historia reciente parecería indicar que no, que la existencia pública es a la vez un fin y un medio para disputar poder y derechos. Sí, los espacios seguros son importantes, pero la lucha política sólo puede darse en la arena pública.
Parecería que, en el corto plazo, no tenemos mejor opción que seguir habitando el agujero de maldad que es Twitter, aún si se vuelve progresivamente peor en el mediano plazo. Hay horizontes de futuro? Si, de hecho la Unión Europea acaba de lanzar su propia instancia de Mastodon, una iniciativa que podría replicarse en nuestra región en pos de alcanzar una soberanía digital. Pero mientras algunos organismos públicos se organizan para crear una versión digital del espacio público, no parece haber por el momento una gran alternativa.
La disyuntiva, en la devastación post-cyberpunk del capitalismo tardío, parece ser entre trabajar gratis para el tipo más rico del mundo, o la autosegregación en pos de la seguridad personal. Mi respuesta personal es hacer las dos cosas por ahora (soy @ZetaSole tanto en Twitter como en @mastodon.lol), pero tal vez sea momento de ir pensando como comunidad qué clase de espacios digitales queremos construir con nuestra presencia.