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Krikalev, el último cosmonauta.

Muches nos acordamos con ternura del argumento inicial de la película Good Bye, Lenin!: una señora mayor, socialista orgullosa y miembro del Partido Socialista Unificado de Alemania, sufre un accidente que la deja en coma en el momento de la caída del muro de Berlín. Finalmente sale de terapia intensiva, pero los médicos recomiendan que no sufra sobresaltos, que haga lo posible por llevar una vida tranquila. Al escuchar todo esto, su hijo considera que lo mejor es esforzarse en construir una ficción en la el capitalismo nunca llegó. Christine –protagonista de esta comedia estrenada en 2003– vive encerrada en su departamento y, sin darse cuenta, se transforma en la última ciudadana de la Alemania Occidental. A casi veinte años del estreno de esta peli con música de Yann Tiersen, muches la tienen presente. No tantes se acuerdan de la historia, muy parecida, del cosmonauta Sergei Krikalev.

EL 19 de mayo de 1991 Krikalev salió de la plataforma Baikonur, en ese momento dentro de la República Socialista Soviética de Kazajistán. Su travesía espacial estaba pensada como un viaje de rutina: la nave Soyuz llegaba a la estación espacial MIR, se quedaba ahí cinco meses haciendo reparaciones y regresaba a la Tierra sin muchos sobresaltos. No tenía nada muy característico, desde esa misma plataforma ya había despegado Yuri Gagarin, la perra Laika y el satélite Sputnik. Nadie esperaba que ese viaje fuera el único de alguien que salió como cosmonauta y volvió como astronauta. 

En esos años –los primeros años de la década del noventa– las repúblicas que formaban parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) habían empezado a tratar de declarar su independencia, y Kazajstán no era una excepción. A mitad del 91, con Krikalev ya en la estación espacial, las autoridades soviéticas llegaron a la conclusión de que para tratar de calmar los ánimos independentistas, no era mala idea que el remplazo de Krikalev fuera un kazajo, el primero de ese país que conociera el espacio exterior. La situación se complicó cuando se enteraron de que ningún especialista de esa nacionalidad estaba preparado para el reemplazo y tardarían meses en entrenarlo. Por otro lado, los problemas económicos que sufría lo que quedaba de la URSS dificultaban la planificación del regreso. No había muchas opciones: Krikalev, el último soviético en el espacio, tendría que tener paciencia.

¿Quién era el que esperaba la orden de regreso en la estación espacial MIR? Sergei Krikalev nació en 1958 en Leningrado. Estudió ingeniería mecánica y se preparó cuatro años antes de convertirse en cosmonauta y hacer su primer vuelo en 1988, hacia el mismo destino que se dirigiría tres años después. En su estadía prolongada ganó popularidad por ser una de las primeras personas en el espacio que usó la radio y se comunicó con los radioaficionados que hablaban desde la Tierra. Krikalev –adelantándose a nuestros días en los que famosos que se dignan a responder comentarios de cualquier hijo de vecino–, mientras esperaba a volver a casa, establecía conversaciones con personas comunes, tenía charlas informales con quien fuera y hablaba con el que sintonizara. 

La situación se complicó cuando se enteraron de que ningún especialista de esa nacionalidad estaba preparado para el reemplazo y tardarían meses en entrenarlo. Por otro lado, los problemas económicos que sufría lo que quedaba de la URSS dificultaban la planificación del regreso. No había muchas opciones: Krikalev, el último soviético en el espacio, tendría que tener paciencia.

No sería raro adivinar que el que charlaba por radio lo hiciera con intenciones de distraerse, de olvidar la espera y sentir que estaba en casa. Todavía hoy en día no se tiene bien claro qué cambios puede sufrir el organismo de las personas que pasan un tiempo largo en el espacio. Se supone que estar mucho tiempo fuera del planeta Tierra puede producir radiación y, a raíz de esto, cáncer y enfermedades degenerativas. Se dice que la falta de gravedad podría traer pérdida en la masa muscular y ósea y trastornos en el sistema inmune. Todo esto sin considerar los problemas psicológicos a los que se expone quien está sumergido en dosis considerables de aislamiento. Teniendo toda esta información, en octubre –a más de seis meses del despegue, y viendo que llegaban reemplazos para los otros dos cosmonautas que habían arrancado el viaje con él, aunque no para el suyo– Krikalev se preguntaba si su cuerpo resistiría la espera. Tenía la posibilidad de volver a la Tierra usando una cápsula de reingreso pensada originalmente para enviar materiales del espacio hacia la Tierra llamada cápsula de Raguda. Pero esa opción hubiera dejado la misión sin terminar, y Krikalev prefirió no hacerlo y, sin exagerar, arriesgar su vida a cumplir lo que se había comprometido a cumplir.

Finalmente, el 25 de marzo de 1992, diez meses después de salir, habiendo logrado sobrevivir gracias a reducir su dieta a una alimentación basada en limón y rábano, pudo volver. La misión había durado el doble de lo previsto, y el astronauta se transformó, sin intenciones ni de él ni de nadie, en quien había pasado más tiempo en el espacio. Aunque ese récord sería después superado –por, entre otros, el norteamericano Scott Kelly, quien se quedó en el espacio trecientos cuarenta días–, Krikalev será recordado como el último ciudadano soviético en ir al espacio, el que bajó de la nave con un uniforme de un país que ya no existía, el mismo que salió de su casa en Leningrado para despegar desde la URSS, aterrizó en Kazajistán y volvió a su ciudad, que había pasado a llamarse San Petersburgo. 

Tenía la posibilidad de volver a la Tierra usando una cápsula de reingreso pensada originalmente para enviar materiales del espacio hacia la Tierra llamada cápsula de Raguda. Pero esa opción hubiera dejado la misión sin terminar, y Krikalev prefirió no hacerlo y, sin exagerar, arriesgar su vida a cumplir lo que se había comprometido a cumplir.

Sería ideal para el cierre de esta nota que el cosmonauta soviético, al volver a poner un pie sobre un lugar sin problemas de gravedad, hubiera gritado con melancolía: “Bye, bye, Lenin, good bye”. Sería perfecto que Wolfgang Becker –director de la película– hubiera escuchado a Krikalev repetir esta frase en una entrevista televisiva: cerraría perfecto que le quedara en la cabeza muchos años, tanto que llegado el momento de hacer su creación más exitosa eligiera usarla. No fue lo que pasó. A veces la realidad no es redonda como el planeta en el que vivimos, a veces las historias no tienen el cierre que nos gustaría que tuvieran.

 

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