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Memorias del Metaverso

Mi primera compra de indumentaria femenina fue un par de zapatos. Los pagué con dólares virtuales que me pagaban por estar sentada durante horas en un casino al que nadie iba para mejorar su ranking en buscadores. Y no eran de verdad, sino un objeto digital.

Si todo esto suena extrañísimo es porque no experimentaste Second Life, el primer metaverso tridimensional masivo. Tuvo un período de gloria a mediados de la década del 2000, y si bien su popularidad colapsó unos años más tarde, sigue en pie. Y hoy tenemos a gigantes de la tecnología como Meta (la empresa detrás de Facebook) reeditando ideas muy similares.

A grosso modo, podríamos definir un metaverso como un espacio de interacción virtual que, a diferencia de redes sociales en las que interactuamos vía texto, imágenes o videos, lo hacemos a través de un avatar en un mundo tridimensional. Algo así como un videojuego multijugador, pero sin la parte de juego. O sea, la Matrix, pero una versión en la que sabemos que estamos dentro de una simulación.

Desde la década de 1980 esta ha sido una idea central en la literatura de ciencia fición. La palabra “metaverso”, de hecho, fue acuñada por Neal Stephenson en su novela Snow Crash. Un ejemplo ficcional reciente sería Ready Player One, la novela de Ernest Cline de 2011 llevada al cine en 2018 por Steven Spielberg. La noción de proyectar nuestra conciencia a un entorno digital en tres dimensiones es una fantasía nerd que no parece pasar de moda.

A grosso modo, podríamos definir un metaverso como un espacio de interacción virtual que, a diferencia de redes sociales en las que interactuamos vía texto, imágenes o videos, lo hacemos a través de un avatar en un mundo tridimensional. Algo así como un videojuego multijugador, pero sin la parte de juego.

Lo que no parece salir demasiado a la luz es el hecho de que en la mayoría de esos ejemplos de ficción, el trasfondo es una distopía. En algunos casos, como Matrix, el metaverso mismo es una forma de control social. En otros, como la serie de Amazon Prime Upload, el universo virtual sólo refleja las inequidades de la sociedad del mundo tangible.

Entré a Second Life a principios de 2007. Mi primer avatar fue un varón, porque así me pensaba en ese momento. Tardé muy poco en armarme un avatar femenino. Como muchas otras transfeminidades en estado de negación, mi excusa fue que si iba a pasar horas mirándole el culo a un personaje, por lo menos que fuera un culo femenino. Que ese culo fuera el mío no parecía ser un factor relevante.

 

 

Una de mis primeras epifanías: fuera de las áreas introductorias, Second Life era un lugar vacío. Había mil cosas para explorar, pero nadie estaba haciéndolo. Y eso era en el pico de su popularidad. Había empresas haciendo lo imposible por “llegar primeras” al mundo virtual. La revista Noticias, por ejemplo, adelantaba sus tapas en un gran afiche virtual .  Menos de un año después el relato era otro: el diario español El País publicaba que “Second Life está desierto”. El metaverso era un stunt publicitario: abrir una presencia garantizaba notas en grandes medios.

El propio software trataba de esconder este fenómeno: el buscador incorporado en el cliente usaba la popularidad para rankear sus locaciones, y los propietarios de esos espacios habían encontrado la manera de ganar lugar: pagarle (en moneda virtual) a personas por estar ahí. Ese fue mi primer trabajo en el metaverso: cuerpo que calienta sillas digitales para engañar a un algoritmo. Con esa plata compré mis primeros zapatos digitales.

Mi primer avatar fue un varón, porque así me pensaba en ese momento. Tardé muy poco en armarme un avatar femenino. Como muchas otras transfeminidades en estado de negación, mi excusa fue que si iba a pasar horas mirándole el culo a un personaje, por lo menos que fuera un culo femenino.

Lo otro que había era mucho sexo. MUCHO, muy queer, muy kinky. Los lugares más populares eran clubes equipados para abastecer cualquier tipo de fetiche, incluso algunos imposibles de vivenciar en el mundo real. Esto debería ser una buena señal: el porno suele ser un buen predictor de éxito de nuevas tecnologías. La industria de la pornografía se decantó por el VHS en la guerra de formatos de los 80s. También fue pionera en modelos de monetización para streaming de video digital.

Sin embargo, para mantener la atención de las marcas, Second Life no tardó en hacer una limpieza puritana digna de Rudy Giuliani. Los espacios de sexo virtual fueron quedando cada vez más en los márgenes, y Second Life se convirtió en un mero recuerdo para la mayoría. Nunca cumplió el objetivo de reemplazar a la Web bidimensional. El mercado de tierras virtuales se desplomó y el mundo no se enteró.

 

Fast forward a nuestro presente distópico. Hay un nuevo virus letal dando vueltas, venimos de años de encierro forzoso, las derechas retrógradas ganan terreno en el mundo, y una de las empresas de tecnología más grandes del mundo intenta vender su nuevo metaverso. Y las noticias al respecto no dejan de sentirse familiares: niñxs que acceden a contenidos sexuales o  recitales de artistas de primer nivel con asistencia paupérrima. También tenemos los primeros casos de abuso sexual virtual… algo que podría haberse previsto si se recordaran los casos de griefing que eran comunes en SL.

Un fuerte énfasis de Meta parecería ser el uso empresarial. En una era de teletrabajo, un metaverso sería una manera de emular una interacción en el mundo real. Lo que sería muy válido sino fuera porque con formas muchísimo menos invasivas de comunicarnos ya tenemos un remate universal: “esta llamada pudo haber sido un mail”. También tenemos compañías ofreciendo experiencias de compras virtuales que podrían resolverse de manera más eficiente con un menú de texto en una app móvil.

¿Y si estas ideas ya fracasaron hace no demasiado, por qué visionarios de la talla de Mark Zuckerberg insisten en ellas? La excusa sería el acceso a tecnología de realidad virtual, como el Oculus de Meta. Second Life usaba una interfaz de escritorio, y en teoría la interacción a través de un headset VR podría hacer la diferencia en inmersión. Pero sigo sin comprar porque no sólo tengo edad suficiente como para recordar Second Life: también recuerdo el humo de la realidad virtual de los 90s, y los fracasos de los arcades Virtuality, la consola Virtual Boy de Nintendo, y periféricos caros para PC como el casco VFX 1. 

Un fuerte énfasis de Meta parecería ser el uso empresarial. En una era de teletrabajo, un metaverso sería una manera de emular una interacción en el mundo real. Lo que sería muy válido sino fuera porque con formas muchísimo menos invasivas de comunicarnos ya tenemos un remate universal: “esta llamada pudo haber sido un mail”

Por supuesto, los espacios de interacción virtuales tienen usos potencialmente válidos. A mi me sirvieron para explorar una faceta que no podía expresar por otro lado. Pero al mismo tiempo, cuando una empresa invierte miles de millones crear hype para un producto que nadie pidió y hasta resiste activamente, me permito dudar de sus chances de éxito.

Salvo, claro, que quieran crear un simulador de sexo. Si fue la killer app del VHS, el video on demand, el streaming en vivo y del primer metaverso, no puede fallar. Escuchame Mark: Meta Kinky Dungeon. Es por ahí.

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