Ezequiel Adamovsky se ha ocupado de muchos temas pero con una sola preocupación: cómo superar radicalmente las muchas formas de desigualdad que genera el capitalismo. Se doctoró en la Universidad de Londres con una historia de la prejuiciosa mirada europea sobre Rusia, escribió un best-seller sobre la clase media argentina, estudió los símbolos del peronismo y las clases populares, y trató de descifrar en qué consistía el macrismo en El cambio y la impostura, su último libro.
Se discute mucho la naturaleza del macrismo, si es una derecha moderna o tradicional, ¿cómo lo caracterizarías?
Diría que es efectivamente una “nueva derecha”, pero sin querer decir con ello que sea “moderna” (porque no sé qué quiere decir eso) ni mucho menos “democrática” (porque es bastante autoritaria, como lo ha sido siempre la tradición liberal). La novedad que trae está más bien en el plano cultural, en el tipo de intervención sobre las subjetividades y sobre la cultura argentina que se propusieron, y que hoy ha quedado un poco en segundo plano por el desmadre de la economía, que no les deja demasiado tiempo para atender otros aspectos.
El macrismo se distingue del neoliberalismo menemista en que no llegó con un discurso de individualismo brutal de mercado, sino que apeló a un modo de imaginar el futuro en el que la comunidad tiene alguna presencia. Débil, pero presencia al fin. El discurso del emprendedurismo y la meritocracia, de “juntos podemos”, del “estado presente” que auxilia y ayuda a quien se embarca en el sueño de ser emprendedor, son los ejes vertebradores de esa visión de comunidad.
Claro que las dificultades que está teniendo el gobierno muestran que muy fácilmente ese discurso se puede revertir en el más básico y brutal individualismo rústico y antisocial, como el que vimos en las últimas semanas, con Macri felicitando a un tipo que fue a prepotear a una mujer que estaba cortando una ruta. Hay una oscilación que ha tenido desde el comienzo este gobierno, entre la visión de la comunidad emprendedora módicamente solidaria y el aliento al microfascismo, que es bastante preocupante. En la medida en que su fracaso se va haciendo más evidente, más se apoya en las pasiones más antisociales que anidan en la población.
¿Cómo se relaciona el macrismo con el republicanismo?
El macrismo no es republicano en ninguna definición posible del término. Su programa es netamente de tipo neoliberal, lo que lo vuelve enemigo de la república. Porque la idea de República tiene en el centro el autogobierno, pero a lo que aspira el macrismo es a una dictadura del capital. No busca expandir el alcance de la comunidad democrática: busca asegurar todavía más el poder del mercado.
La tradición republicana me merece el mayor de los respetos. Más aún, como izquierdista me reconozco como parte de ella. Lo que sí estuve señalando últimamente es que hay un discurso pseudo-republicano que la derecha ha movilizado muy exitosamente para desacreditar cualquier perspectiva que no sea del gusto de los liberales. A las pruebas me remito: el macrismo ganó en medio de gritos histéricos por las amenazas que supuestamente se cernían sobre la República, por las agresiones a la libertad de prensa y a la división de poderes, la falta de transparencia, la corrupción, etc., y en todos y cada uno de esos rubros este gobierno es incluso peor que el kirchnerista (lo que es bastante decir), sin que sus seguidores se escandalicen.
“La República” fue una especie de palabra-clave de un discurso fuertemente ideológico que buscaba no sólo demonizar al adversario sino fundamentalmente ocultar el propio programa de gobierno. Eso traté de advertirlo desde muy temprano, lo que me ganó ataques de supuestos defensores de la república que hoy siguen manteniendo un silencio pasmoso…
Muchas veces llamaste la atención sobre la cuestión racial ¿Cómo funciona el racismo en Argentina?
Argentina se distingue de la mayoría de los países latinoamericanos en que sus élites construyeron una narrativa nacional que gira en torno de la idea de que del famoso “crisol de razas” salió un argentino que se distingue por ser racialmente “blanco” y étnicamente “europeo”. Es lo que sostuvo en su momento José Ingenieros y se reprodujo en textos escolares hasta no hace mucho. Por contraste, las élites de países como Brasil, Venezuela, Perú o México construyeron narrativas de unificación nacional que visualizaban al ciudadano local como fruto del mestizaje y, a veces, también de color no-blanco (como el “café con leche” venezolano).
En Argentina entonces se definió que todos somos de raza blanca y herencia europea, por lo que, siendo todos homogéneamente así (salvo el puñado de tribus indígenas a las que se reconocía en los bordes de la nación), se trataría de un país “sin distinciones raciales” y, por ende, sin problemas de racismo. Por supuesto todo esto es una fantasía, porque la realidad demográfica del pueblo argentino no se corresponde con ese ideal –nunca lo hizo– pero además porque el insulto racista dirigido hacia las clases bajas –el desprecio a “los negros”– ha estado muy a flor de piel siempre.
Con lo que se da la situación esquizofrénica de un país que dice que no tiene distinciones raciales y se imagina “blanco”, pero sin embargo ve “negros amenazantes” por todas partes. La inconsistencia entre la narrativa blanqueadora y la realidad ha tenido innumerables efectos en la historia argentina. Por ejemplo, la invisibilización de la presencia de afroargentinos y del componente indígena y mestizo, negados de mil maneras.
Junto con ella, la enorme violencia con la que esta sociedad lidió con los cuerpos de personas que no se correspondían con el supuesto ideal del argentino blanco. Y más recientemente, el modo no reconocido en el que se utiliza el racismo contra “los negros” para descalificar cualquier reclamo de clase baja o en general al peronismo. Mi trabajo de los últimos años intenta mapear las diversas manifestaciones de ese racismo no reconocido como tal, pero lo que más me interesa es entender qué hicieron las clases bajas con él. O dicho en otros términos, cómo impactó el discurso blanqueador en las identidades de clases bajas.
Argentina es un país bastante esquizofrénico y desquiciado. Porque conviven a la vez formas de racismo tremendas con expresiones políticas y culturales que de mil maneras han visibilizado el componente mestizo y negro negado e incluso lo han revalorizado de manera desafiante. El peronismo, en buena medida, ha sido toda una cultura de reivindicación de “lo negro” por oposición a la pretensión del “país blanco”. En la cultura popular y de masas hay muchos elementos similares –piénsese si no en la poderosísima reivindicación del “negro cabeza” que hizo la cumbia en los últimos veinte años.
Hace tiempo vengo proponiendo que atendamos a esta dimensión, porque es muy reveladora de algo central para entender la historia de este país, que es que nuestro proceso de etnogénesis está inacabado, no ha dado aún lugar a visiones compartidas del “nosotros” lo suficientemente persuasivas como para ser hegemónicas. Y las consecuencias muchas veces autodestructivas de eso las vemos a diario.
Se van a cumplir 10 años de tu Historia de la clase media argentina. ¿Por qué decís que la clase media no es una clase social?
En mi trabajo propuse la idea de que en verdad no existe una “clase media” en tanto clase, que no es una clase social, sino una identidad. La diferencia puede parecer un matiz pero es muy importante. Las clases sociales se estructuran en torno de algún interés económico que es el que tracciona hacia la unidad a un conjunto de personas que puede ser muy heterogéneo, pero que sin embargo, al menos en algún contexto, actúa de manera unificada. Por ejemplo, hay grandes diferencias entre el dueño de una pyme metalúrgica y el dueño de Techint. También puede haberlas entre una empleada doméstica y un trabajador calificado de Toyota.
Las ideas, valores, lealtades partidarias, etc. pueden ser totalmente diversas. Pero al menos una vez al año hay un interés económico inmediato que los impulsa a la unidad. Cuando se discuten paritarias a los que son empleadores les conviene que los sueldos no suban y los asalariados lo contrario. Ese interés a su vez motiva la formación de entidades de representación gremial, consignas, reclamos públicos, vocabularios, ideas e identidades. Todo eso funciona como una especie de fuerza articuladora entre personas cuyas vidas son sin embargo disímiles.
Esa fuerza unificadora en el interés económico inmediato es la que falta en lo que llamamos “clase media”. Porque entre los sectores medios los hay asalariados y empleadores, con y sin educación, con ingresos cercanos a la clase baja y con capital cercano a la alta, con estilo de vida sofisticado y otro más bien austero. Hay los que viven de un salario estatal y los que detestan pagar impuestos al Estado. Y la lista podría seguir.
Lo que quiero decir es que no hay un punto de encuentro en un interés económico concreto que impulse a la unidad. Lo que no quiere decir que no exista ninguna otra cosa a cambio: “clase media” es una identidad social que en algunos contextos lleva a conductas más o menos unificadas. Pero es una identidad que se construyó no en torno de intereses económicos sino más bien de referencias morales y políticas. Mi trabajo muestra en qué momento y de qué manera una porción de la población argentina pasó a imaginarse a sí misma como una “clase media” entre las otras dos, la alta y la baja, partiendo de una cultura que, al menos hasta comienzos del siglo XX, sólo distinguía dos clases: los de arriba y el pueblo.
¿Cuándo comienza a construirse la clase media?
Comenzó a aparecer lentamente luego de 1920 y no surgió, digamos, espontáneamente, de los intereses gremiales de los sectores medios, sino que vino desde el campo de la política. Fueron políticos e intelectuales los que por primera vez introdujeron el vocablo “clase media” en la Argentina –hasta entonces poco usado– y lo hicieron con una intención precisa. Entre 1919 y 1921 se dio el mayor pico de activismo obrero en nuestro país, con la Semana Trágica como momento más recordado. Lo que se recuerda menos es que durante ese ciclo una cantidad de sectores que hoy consideramos “clase media” estaban también en las calles y haciendo huelgas en sintonía con los obreros. Maestros, estudiantes, chacareros, empleados administrativos, bancarios, todos estaban movilizados entonces.
En ese contexto fue que intelectuales y políticos de derecha, como Joaquín V. González o Manuel Carlés, comenzaron a lanzar apelaciones a la “clase media”, tratando de convencer a los empleados de que pertenecían a una clase distinta y más “honorable” que los obreros revoltosos, por lo que no debían estar mezclándose con ellos. La intención –y eso se decía con toda claridad entonces– era quebrar los lazos de solidaridad entre los sectores más pobres y el escalón inmediatamente superior de la escalera social.
La idea de que uno pertenecía a la “clase media” y no al “pueblo” se fue abriendo camino muy lentamente y fue en verdad la experiencia peronista lo que terminó de dar el impulso para que una porción relevante de la población sienta la necesidad de distinguirse claramente de ese “pueblo peronista” al que invocaba Perón. Fue el rechazo al peronismo, al reconocimiento que se había ganado la clase baja, lo que terminó de galvanizar una identidad de “clase media” entre personas que, por diversos motivos, se sintieron desplazadas o agredidas por el movimiento. Y en ese contexto hubo también una intensa militancia antiperonista que martilló con ese concepto y que invitó a la población a que se lo apropie.
Por eso digo que “clase media” nació más bien como una identidad socio-política, antes que socio-económica. Por ese motivo también surgió muy fuertemente asociada a identidades partidarias –en 1955 se daba por descontado que alguien de “clase media” era inevitablemente antiperonista– y junto con ella a ciertos sentidos de superioridad étnico-racial. Ser “clase media” era no ser como “los cabecitas negras” que apoyaban a Perón. Y todo ello iba por supuesto acompañado de valores morales y sentidos de merecimiento bastante típicos: ser “clase media” era dedicarse al trabajo honesto, tener una familia ordenada, obrar de manera racional, ser culto, todo aquello que se le negaba a los habitantes de clase baja, imaginados como vagos, promiscuos, irracionales, brutos.
A medida que fueron pasando las décadas a la categoría de “clase media” se la fueron apropiando cada vez más sectores. Las encuestas de hoy marcan que un 80% de la población imagina ser “de clase media”. Inevitablemente algunos de los elementos que tuvo esa identidad en sus inicios se fueron debilitando, aunque varios de ellos siguen estando bien presentes.
No hice estudios sobre la identidad de clase media actual. Las encuestas que trabajé en el libro indicaban cambios que imagino que se deben haber acentuado. Por ejemplo, los más jóvenes tendían a valorar más el dinero como “prueba” de pertenencia a la clase media, mientras que los ancianos tendían a valorar más la educación. Contrariamente, los más viejos eran más afectos a manifestar sentidos de superioridad racial que los más jóvenes, que eran algo más democráticos en ese punto. Imagino que esas tendencias se reforzaron, pero habría que hacer un relevamiento para confirmarlo.