En esta época en que todo el mundo quiere hacer de su experiencia personal algo político, Gerardo Aboy Carlés ha hecho de la política su experiencia de vida. Joven e inquieto militante del Partido Intransigente en los años ‘80, sociólogo de las identidades políticas en los ‘90, se doctoró con un estudio sobre la transición democrática editado en 2001 como Las dos fronteras de la democracia argentina. Desde 2015 dirige la Maestría en Ciencia Política de UNSaM y busca alguna fórmula para la centro izquierda local, mientras prepara un libro sobre el populismo. Todo con la misma parsimonia y sabiduría con las que respondió a estas preguntas.
La palabra “populismo” pasó de ser un concepto académico a estar en boca de casi todo el mundo para definir casi cualquier cosa. ¿Qué es el populismo?
Hay muchas definiciones y muy vagas de populismo. Hoy, los estudios comparados están fascinados con la definición del populismo como una ideología superficial que divide a la sociedad en dos, el pueblo y una élite corrupta, y considera que las políticas deben ser la expresión de la voluntad general del pueblo. Por ese camino terminaríamos considerando populista hasta al macrismo. Por otro lado, Laclau leía al populismo como una forma política que parte a la comunidad a través de una frontera radical entre el pueblo y el bloque de poder. Más allá de la distancia que separa a ambas conceptualizaciones, nos interesa este rasgo común de subrayar la partición comunitaria.
Creo que si miramos los populismos latinoamericanos del siglo XX es precisamente esa idea de una partición radical la que se comienza a poner en tela de juicio. Los populismos latinoamericanos emergen invocando la representación del verdadero país contra una minoría a la que consideran una mera excrecencia irrepresentativa, pero llegados al poder se encuentran con la realidad de que su representación es solo parcial, que entre un tercio y la mitad de la población se les opone. Aunque incorporen mecanismos represivos, los populismos nunca someten violentamente a esa oposición en su conjunto. Tienen una pretensión hegemonista que los lleva a ambicionar representar a todos.
Para el populismo, el enemigo nunca es completamente el enemigo, es el que aún “no entiende” pero mañana entenderá. El populismo está todo el tiempo expulsando y volviendo a admitir al adversario en el campo legítimo, en el quién puede hacer y decir qué. Por ello los populismos gobernantes se caracterizan por un juego regeneracionista, en el que sus postulados iniciales son puestos en cuestión: no es lo mismo el significado del 17 de octubre en 1945, que en 1946 ni en 1948.
Por supuesto que muchos populismos pueden producir en su devenir un cambio de régimen: no es lo mismo la relativa convivencia parlamentaria de los dos primeros años del peronismo con la relación que existe entre oficialismo y oposición después de la declaración extraconstitucional del Estado de Guerra Interno instalado luego del intento de golpe de 1951. El peronismo profundizó allí una escalada autoritaria que acabó agotando al juego regeneracionista y al populismo mismo.
Paradójicamente, la imagen de una frontera radical entre el pueblo y sus enemigos es un rasgo jacobino, no populista. En el populismo no hay esas irreductibilidades, hay constantes desplazamientos moleculares de esa frontera entre unos y otros que dan forma a la inestabilidad del demos legítimo. El peronismo de la radicalización setentista es el modelo que siempre fascinó a Laclau. Ese peronismo de los ‘70 es jacobino, no populista.
¿El populismo entonces es una amenaza para la democracia o es parte de la democratización?
La paradoja del populismo es que el mismo fenómeno que tensa su relación con la democracia liberal –el juego regeneracionista que mantiene inestable el demos legítimo- es el que claramente lo distingue de los totalitarismos, donde ese juego regeneracionista no existe.
Aunque en el caso particular argentino los populismos hicieron grandes avances en términos de democratización (es decir, el proceso sociopolítico de homogeneización de derechos y capacidades), no debemos confundir ese proceso con la democracia, que es un régimen político. La democratización puede ser condición de la democracia pero pueden existir democratizaciones autoritarias (los totalitarismos europeos, muy distintos del populismo por carecer de esa dimensión regeneracionista, son un buen ejemplo).
Creo en definitiva que la reforma intelectual de los años ‘80 fue tan profunda que desde entonces hay serios límites a esa vocación hegemonista propia de los populismos. Somos demasiado republicanos y demasiado liberales para tolerar esas pretensiones, lo que no quiere decir que sigamos siéndolo dentro de unos años. El populismo se hundió en la violencia de los años ‘70 tratando de articular un juego que resultó imposible, aquella vieja vocación de ser ruptura y orden al mismo tiempo, por partir a la comunidad para volver a conciliarla.
Por supuesto que desde entonces, al tiempo que el rasgo hegemonista se eclipsaba, algunas de sus características han hibridado con la democracia liberal: su idea de derechos colectivos, su beligerancia al interior de las instituciones, su sesgo fundacionalista: estamos refundando el país cada cuatro, ocho o doce años. Creo que el alfonsinismo y el primer kirchnerismo son un buen ejemplo de este híbrido.
Paradójicamente, los populismos tradicionales hibridaron en forma más armónica con la reforma de los años ‘80 que los jacobinismos. Antes que híbridos de populismo y democracia liberal, el cristinismo post 2008 y el macrismo son híbridos conflictivos de jacobinismo y democracia liberal. Para ellos, el enemigo siempre seguirá siendo el enemigo.
Una de las cosas que más se discute de este gobierno es si rompió o no con el “consenso democrático de 1983” ¿En qué consiste ese consenso?
El consenso consistió básicamente en la incorporación de una dimensión liberal y republicano-pluralista que había sido esquiva a parte del desarrollo de nuestra tradición democrática. Su elemento central, en el marco de la construcción de una frontera radical con el terrorismo de Estado, fue la entronización de los Derechos Humanos investidos de una potencia casi religiosa, que los concibe como condición de toda politicidad, de todo accionar legítimo en la esfera pública. Ese consenso no se agotaba allí, sino que se prolongaba en una asociación entre la democracia liberal y un horizonte de bienestar social por momentos ingenua.
El consenso fundacional fue producto de una serie de actores muy variados, con intercambios muchas veces conflictivos: el Movimiento de DD.HH., el alfonsinismo, la renovación peronista y fuerzas políticas menores, junto con una producción intelectual y periodística muy rica.
Este consenso recibió diferentes embates a lo largo de las cuatro décadas de su vigencia, pero creo que mantuvo y mantiene buena parte de su fuerza. Hemos atravesado situaciones que democracias maduras ni siquiera soñaron como la crisis de fines del año 2001 sin que alternativas autoritarias aparecieran en el horizonte. Pero a pesar de ello, lo que decantó como una cierta concepción de democracia en los años 80, continuó siendo la vara con que medimos a todos los gobiernos que se sucedieron, inclusive al actual.
¿Está en riesgo ese consenso democrático?
Como te decía, las amenazas a este consenso no son nuevas: Menem, hacia el final de su mandato, llegó a reivindicar públicamente el accionar de las FF.AA. durante los años de terror. En mucho menor grado, el ciclo kirchnerista, con su reivindicación de la figura del “militante mártir” erosionó aquella figura inicial de vidas cercenadas construidas al margen de cualquier biografía política específica. Al mismo tiempo, la protección que brindó el gobierno a diversos actos de violencia contra comunidades indígenas constituyó una mancha que ciertamente tiene antecedentes en las gestiones previas y se prolonga en la posterior.
El intento de 2013 de avanzar sobre el Poder Judicial a través de una profunda reforma del Consejo de la Magistratura, sin lugar a dudas tensó el consenso fundacional, pero todo acabó con una acordada de la Corte acatada por el oficialismo de entonces. Creo que ese normal acatamiento de una decisión de la Corte que contrariaba la política oficial da una magnitud del delirio que supone comparar a la Argentina de hace unos años con el destino de Venezuela.
Finalmente, el presente gobierno vuelve a llevar esta tensión al límite denunciando terrorismo cuando era inquirido acerca del paradero de un ciudadano desaparecido en un acto de represión oficial. Y no solo ello, luego de encontrado el cuerpo de Maldonado y de que la autopsia determinara que se ahogó, ello es utilizado para invalidar cualquier voz que se alce pidiendo explicaciones acerca de las circunstancias que rodearon el hecho, justificándose en las acusaciones recibidas por el gobierno. A ello se suman los ataques oficiales hacia los organismos de DD.HH. bajo la repetida y mendaz evocación de la figura del “curro de los DD.HH.” Se ataca así un pilar fundamental de aquél consenso que no es reductible al devenir de ningún miembro individual ni de ningún organismo.
Como si esto fuera poco, la erosión gradual de la separación entre Seguridad y Defensa, que había sido un pilar fundamental de las políticas de los años 80, es por demás preocupante. Lo mismo ocurre con una promiscuidad entre poder político y Justicia de larga data y que hoy se manifiesta en la proliferación del uso de la prisión preventiva en las causas que comprometen a opositores de la actual gestión.
¿Cómo es entonces que el consenso democrático no está sepultado?
Todavía estos quiebres de aquel consenso fundacional encuentran fuertes reparos en la sociedad y en la política construidos en aquella gramática inicial (y no sólo entre los opositores). Hoy es el “negocio de la grieta”, la división entre justos y réprobos y la tentación del “derecho sólo para los propios”, la principal amenaza que se cierne sobre aquél consenso. Y lamentablemente, la grieta es un negocio redituable, si no el único, cuando la gestión es una calamidad.
Finalmente, como especialista en identidades políticas, ¿qué es el PRO? ¿existe algo así como el macrismo?
Creo que claramente existe y que ha sido uno de los proyectos más ambiciosos de reforma cultural de la vida pública argentina de las últimas décadas. Si me preguntás en qué consiste ese proyecto, te diría brevemente que en finalizar con eso que Halperín llamó “la larga agonía de la Argentina peronista”. En verdad esto es una figura, el macrismo busca desmontar el espesor que la participación y los derechos colectivos alcanzaron en nuestro país a lo largo del siglo XX y que en muchos casos anteceden a la emergencia del peronismo.
En general, no impulsan este proyecto en función de oscuros designios sino convencidos de que aquella forma de funcionamiento constituye un obstáculo para el desarrollo del país. Es por ello que detrás de este proyecto han podido enrolarse desde actores pertenecientes a una derecha más moderna en lo que hace a la valoración de los derechos civiles hasta reaccionarios recalcitrantes.
Claro está que esa suma no les alcanzaba para ganar, para ello contaron con el hartazgo de una amplia parte de la sociedad, menos definida en términos ideológicos, respecto del gobierno anterior. Paradójicamente, el devenir calamitoso de la gestión deja al oficialismo con el único recurso electoral de profundizar la grieta y demonizar a todo el campo opositor.
Así se desdibuja el perfil que el macrismo más había intentado cultivar para las competencias electorales: una derecha moderna, lábil, que valoriza la felicidad privada y defiende los derechos civiles. La polarización, en cambio, los pone a merced de una minoría intensa, de rasgos autoritarios, que ciertamente se encuentra a la derecha de muchos integrantes del oficialismo. En esa tensión estamos hoy.
El PRO particularmente es el intento más serio de la derecha política por crear un instrumento propio, tras la baja performance de la UCeDé y Acción por la República. Hay también algo trágico si es que ese instrumento para disputar posiciones en la vida democrática acabara fracasando. No porque como resultado la derecha política termine volcándose hacia apuestas extrainstitucionales –una vía de la que mayoritariamente se apartó ya en los años ‘80, puesto que la reforma intelectual y moral de aquellos años atravesó en algún grado a todos los actores- sino porque volvería mayoritariamente a la práctica principal que ha desarrollado desde entonces hasta el surgimiento del PRO: su acción concentrada a través del patrocinio e inserción en los grandes partidos.