Cuando se acostumbraba a viajar largas horas en colectivos, hace no mucho tiempo atrás, uno podía entregarse al entretenimiento extraño de chusmear qué estaban haciendo los demás pasajeros con su celular. Unos jugaban juegos insulsos, otros miraban tutoriales de tatuajes o mandaban mensajes interminables en grupos de Whatsapp. Estos últimos, concentrados en la escritura, eran mis favoritos. Apreciar grupos con nombres como “Un novio para Mariela”, tratar de ver qué se escribía sin que el otro se diera cuenta, entrar por unos segundos en el mundo privado de un desconocido. Supongo que la adrenalina de la posibilidad de ser descubierto y de terminar en una pelea muy extraña le sumaba puntos al asunto.
No fue así, mirando por encima del hombro de alguien, que llegué al grupo “Solo pedos”. Un contacto de Twitter se encontró con una especie de propaganda callejera, escrita con marcador grueso, pegada a un poste, que decía “Solo pedos Whatsapp”. Estaba el número e invitaba a que cualquiera se sumase. Posteó la foto, tuvo unos cuantos comentarios, varios afirmando que estaban o conocían a alguien que estaba en el grupo. Me reí, me pareció fascinante, lo retwitteé, se lo mostré a mi conviviente, nos reímos, dijimos no puede ser. Pensaba que ahí quedaría la cosa. Pero no fue así.
Al otro día, intrigado, sin decirle a nadie, escribí al número del grupo misterioso. No quería quedarme con lo que decían los demás. Deseaba entrar, ver qué pasaba ahí adentro, quería experimentar. Mientras esperaba la respuesta, me decía que las aventuras en esta época de encierro son virtuales, con el celular, escuchando audios de desconocidos. Mientras que hace unos años me entusiasmaba salir a lugares nuevos, conocer personas de carne y hueso, tratar de conseguir sustancias, ver bandas nuevas, ahora estaba ansioso por recibir una respuesta de alguien que invitaba a hacer virtuales las flatulencias.
Me respondieron a los dos o tres días con un Whathsapp largo que me indicaba las reglas del grupo. Se me informaba que el propósito era compartir audios de pedos. Aclaraba que cualquier otro tipo de mensaje –emoticón, audio de algo que no fueran pedos, etc– sería sancionado con la inmediata expulsión. También agregaba, supongo que para entusiasmar a quien pretendía sumarse al grupo, que tenían pensado organizar un show en vivo y grabar un álbum con invitados especiales. Me sorprendió que usara la expresión “tocar” –¿como si el pedo fuera un instrumento de viento?– y no entendí de qué forma armarían un espectáculo en vivo. Pensé en preguntar, pero enseguida me di cuenta de que no se me informaría de nada. Estaba leyendo algo que habían leído muchas otras personas. Quien organizaba el grupo, fuese quien fuese, prefería el anonimato robótico. Sí contaba, estimulando la participación, que los que más se cagaban recibían premios y que esos mismos serían los que participarían en los shows. De alguna forma, exigían la entrega que se pide en las propuestas artísticas novedosas y disruptivas. Respondí que estaba de acuerdo con todo y que quería sumarme.
Recién a los dos día me metieron en el grupo. Al instante una lluvia de pedos de desconocidos entró en mi intimidad. Muchos tenían nombres sencillos, otros parecían haberse inventado un seudónimo. Los audios no eran largos, tenían un sonido de ventosidad y nada más. Al poner un audio y dejar que se reprodujera el resto, podía pasarme unos quince minutos escuchando sonidos producidos por cuerpos humanos, música sin palabras, vientos que no salían de instrumentos. Muy cada tanto alguien comentaba algo y era expulsado del grupo. Quien comentaba, por poner un ejemplo, se creía en la urgencia de felicitar y decir “Arriesgaste el calzoncillo por el grupo” y no le importaba ser expulsado. Los mejores momentos eran cuando no había interrupciones, cuando estaba la posibilidad de dar play a un audio y entregarse a escuchar una media hora. Había audios en los que se notaba una risa, había audios que se notaba que habían sido grabados en un baño. Los mejores eran los que no dejaban reconocer nada, los que aparecían con un sonido suelto, sin sugerencia ni rastros.
Finalmente, como suele pasar con propuestas de corte experimental, llegó el aburrimiento. Tuve que bajarme, no soportaba los treinta o cuarenta mensajes diarios, no encontraba una forma de lograr seleccionar qué pedo valdría la pena escuchar y cuál no. Me digo que en cualquier momento puedo volver. En la descripción del grupo dice: “Si estás en el grupo es porque pensás que un pedo es algo común, no desaproveches la oportunidad, nosotros cambiaremos la historia…”. No creo que los pedos cambien la historia. Si vuelvo a entrar es por no tener nada mejor que hacer.
Hace poco, en el cielo de Shanghai, una empresa de videojuegos organizó un espectáculo de drones. Al final del show los drones formaron un código QR. Las personas que miraban el cielo podían, desde sus teléfonos, escanear el código y descargar el último videojuego de la empresa. De alguna forma, salvando las enormes distancias, el grupo whatssapero “Solo pedos” va de la mano con esta danza de drones y QR: los celulares avanzan buscando entretenimiento en tierras vírgenes –el cielo de la noche asiática y los sonidos de nuestros cuerpos– que todavía no conocen banderas. ¿Hasta qué niveles de virtualidad invasiva nos llevará este aburrimiento?