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Quiero que Boca gane por escritorio la superfinal del macrismo tardío

La suspensión de la final de la Copa Libertadores entre River y Boca volvió a traer al centro de la escena una serie de cuestiones que tienen poco que ver con el fútbol entendido como un espectáculo deportivo de masas que, a su vez, es un espacio simbólico donde los mitos y las identidades se van conformando en diálogo con la historia. Otra vez, y ante el ataque al micro que transportaba a los jugadores de Boca, el discurso de la “sociedad sin remedio”, “la sociedad barrabrava” y el “fracaso colectivo” volvió a emerger. Como si el fútbol fuera una metonimia de la conciencia colectiva.

Este discurso simplista y básicamente erróneo fue enarbolado por periodistas -una de las profesiones más pauperizadas y menos creíbles desde hace bastante- y también por miembros de la corporación política -una de las profesiones que en la escala de la estima social está merecidamente aún por debajo de los periodistas.

En su nota publicada en el New York Times en español, Martín Caparrós hace hincapié en la impericia de Macri, no sólo para manejar un país que se hunde al ritmo de la deuda y la inflación sino para hablar con un mínimo de decoro, conocimiento o empatía sobre cualquier tema.

Sin embargo, la columna de Caparrós incurre en el más común de los vicios en los expatriados argentinos (y acá se podría aclarar que la de expatriado es una condición mental antes que geográfica): un fatalismo donde las imposibilidades personales o incluso estructurales -Argentina es un país pobre, con un mercado interno escueto, una casta política lamentable y una casta empresaria fantasma- son proyectadas hacia el colectivo, y donde ese colectivo es entendido como “enfermo” o “impotente”. La lectura metonímica dice que el fracaso como público futbolero es un desplazamiento del fracaso como sociedad.

La respuesta a este discurso de responsabilización social hizo hincapié en que lo que falló fue el operativo de seguridad, y que la responsabilidad política de los desmanes fue en primer lugar del ministro de seguridad porteña Martín Ocampo, luego del alcalde Rodríguez Larreta, luego de Patricia Bullrich y finalmente del Presidente Mauricio Macri, que insólitamente había pedido que el partido se jugase con público visitante para ser pronto desautorizado por sus propios funcionarios. Como el hilo siempre se corta por lo más fino, y como Larreta tiene un nivel de blindaje mediático similar al de Macri pero es un poco más sensato, Ocampo debió presentar su renuncia.

Pero en lugar de rebatir esta interpretación sobre la responsabilidad político institucional y no social, la estrategia comunicativa del gobierno para tapar un nuevo desastre fue integrarla al fatalismo metonímico. “Estamos combatiendo a las mafias y eso tiene un precio”, tal fue el mensaje. Para defender su impericia, el gobierno adopta las dos hipótesis: la metonímica caparrosiana -el de la falencia esencial del país- y la jurídica institucional -poniéndose en plan comentarista de la realidad y diciendo que son mafias organizadas que expresan lo anterior y parasitan al fútbol.

El problema de esta estrategia es que el bochorno sucedió frente a un elenco de dirigentes que comenta la realidad como si no estuviera hace más de tres años en posesión del poder político. ¿Recién ahora se pusieron a combatir las mafias? ¿La policía no puede garantizar que un micro llegue a un estadio en medio de una lucha contra las mafias? ¿Que relación hay entre las mafias y la dirigencia política que supuestamente las combate? Estas preguntas fueron formuladas por unos pocos periodistas y seguramente quedarán sin respuesta. Sin embargo, a veces aceptan también una premisa que me gustaría discutir.

 

No somos la manera en la que vivimos el fútbol

Aceptemos que el fatalismo -junto con la represión- sea muchas veces la última carta cuando un proyecto de transformación social naufraga y se muestra incapaz de conquistar un mínimo de legitimidad. Incluso en este marco, la idea de leer a la sociedad desde el comportamiento deportivo es preocupante. Trazando una analogía, los mismos políticos o los mismos periodistas que realizan esta curiosa lectura no leen a Estados Unidos desde sus tiroteos estudiantiles o a Francia desde sus grupos neonazis. La metonimia es engañosa y trae bajo su ala una dosis inmensa de hipocresía y de odio. Ni siquiera la clase política, que siempre está a la derecha de la sociedad, es una expresión legítima de esa sociedad.

En este punto hace falta confesarme: soy ultra fanático de Boca. Los colores xeneizes participan en mis sueños desde que soy chico. Soy de los fanáticos de Boca que preferirían que River jugara para siempre en la segunda división. De los que serían más felices si todo el mundo fuera de Boca. De los que creen que Boca siempre articuló una narración mítica donde las facetas potentes de lo popular podían nutrir a la identidad nacional en forma positiva. Soy un bostero fanático y en cierto punto lamentable, provocador y mal ganador. Prefiero que Boca gane una Intercontinental antes que Argentina gane un Mundial (salvo que jueguen Maradona o Riquelme, que son los enviados de Boca a la Tierra).

Soy uno de los hinchas que consideran que ni Palermo ni Guillermo Barros Schelotto tienen estatuto de héroes boquenses porque son hinchas de otros clubes. Soy un faveador del Patrón Bermúdez. No le hubiera tirado un gas a los jugadores de River en una semifinal de Copa Libertadores como pasó en 2015. Pero aunque en el fondo sé que su triunfo en el escritorio fue legítimo, siempre voy a usarlo como argumento en la chicana.

Esto ocurre porque tengo muy en claro que el fútbol es justamente el espacio para eso. Luego podrá discutirse el rol que deben asumir los clubes en tanto instituciones, y cuál es el grado de responsabilidad de un club con respecto a sus barras bravas. Como ciudadanos, el fútbol es un lugar donde podemos ser fanáticos, malas personas, sucios, y feos. Esa es, en cierta medida, su función. El fútbol puede hacer que una madre llene de bengalas a su hija sin que por eso se convierta necesariamente en un monstruo. Es el escenario de las bajas pasiones.

Algunos dirán que es una válvula de escape, otros dirán que es una performance de masculinidad heteropatriarcal asediada. Otros que en todos lados tiene ese rol, pero que en Argentina justamente ese rol se convierte en una caricatura enferma. Y puede que tengan algo de razón. Pero no toda. Porque leer la pasión en términos sanitarios demostró no ser un método muy adecuado para comprender el espíritu humano.

Y porque haciendo una lectura inversa se podría decir todo lo contrario: hubo 70 mil personas trabajadoras, responsables, esforzadas, que compraron su entrada y fueron a ver una gran final, hasta que un grupo de privilegiados que viven al margen de la ley y bajo una fobia notable al trabajo digno (barrabravas, policías y políticos) arruinaron su fiesta, su ritual. Eso pasó en 2015 y volvió a pasar ahora. Más allá de las evidentes diferencias entre ambos casos.

 

La copa y el escritorio

El límite, por supuesto, es lastimar al otro. Y ese límite se traspasó en la provincianamente llamada “superfinal”. Es lamentable. Nunca, ni como hincha de Boca, celebraría que se lastimara a otro ser humano y tampoco a un animal. Sin embargo, como hincha de Boca, sí me gustaría ganar en el escritorio. No digo que sea lo más digno. Tampoco digo que vaya a darnos una lección como sociedad, ni que esto tenga que ser así por una cuestión reglamentaria. El reglamento de la Conmebol está exquisitamente diseñado para no servir para nada y que las cuestiones se diriman en torno al dinero y al juego estratégico de los políticos.

Yo quiero que gane Boca en el escritorio no porque tenga miedo de perder el partido -cosa que puede suceder, claro, pero no me asusta- sino porque la esencia de la bosteridad es ganar, y el escritorio es el atajo más simple para lograr ese objetivo. ¿Es heroico? No, claro que no. ¿Quiero los valores de la bosteridad para mi vida cotidiana? No, de hecho muchas veces los repudio. Pero al mismo tiempo creo que el fútbol, además de escenificar nuestro costado más bajo, es también la palestra donde construimos identificaciones imaginarias con el heroísmo y la idea de comunidad sin necesidad de pasar por la guerra. El fútbol es civilización, no barbarie.

Pero en el contexto de una final como esta, cuando Boca tiene un presidente inepto, corrupto e hincha de otro club, cuando el técnico no acertó en su vida un planteo táctico para enfrentar a River, y cuando hay jugadores como Benedetto que realmente aman a los colores, creo que ganar por escritorio es lo más conveniente para proteger nuestra identidad y la esencia perenne de la bosteridad. Por una vez, después de hacer todo lo posible para que Boca desaparezca, y ante la presión de los jugadores, Angelici hizo lo correcto.

La final del macrismo tardío, del macrismo en descomposición, con el marco ominoso de una nueva escalada del dólar, expone todos los ingredientes que caracterizan a su estruendoso fracaso. Vale la pena decir que se trata de un fracaso que ni siquiera esperábamos los que, como yo, jamás lo votaríamos pero podíamos ver en sus intentos de modernización y en su supuesto neodesarrollismo a un adversario digno.

Veamos: con todo el pueblo futbolero como rehén, y luego de haber asesinado a un ciudadano como Rodolfo Orellana sin que haya aún responsables políticos ni materiales, el macrismo fue incapaz de garantizar la normalidad de un partido de fútbol, le echó la culpa a unos supuestos inadaptados que son su propia fuerza de choque como corporación política, a los que allanó en forma imprudente y sin tomar precauciones poco antes del partido, y que además fueron ayudados por su propia policía para cometer los desmanes. Como con el rumbo de la economía, ahora no sabe qué hacer. Y se viene el G20.

Hace varias semanas, antes de que los lugares de River y de Boca en la final estuviesen confirmados, el Presidente Macri expresó “¿Vos sabés la presión que va a ser eso? El que pierde va a tardar 20 años en recuperarse”. Quizás Macri tenía razón y la indefinición, la inoperancia, la violencia y las posposiciones se deban a su contribución a “desdramatizar” el partido. Pero no se debe responsabilizar sólo al Presidente por toda una compleja trama de equívocos, corrupción e inoperancia. Quizás, en una suerte de lapsus, sólo hablaba de las consecuencias a mediano plazo de su propio gobierno.

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