A partir de las fotos que se viralizaron en los últimos días con las protestas anti aislamiento en muchas ciudades, rescatamos algunos fragmentos de un texto del escritor estadounidense publicado en su lbro Un domingo después de la guerra (1944). Progreso, consumismo y violencia en la mentalidad de una nación.
Hay sufrimiento y miseria por todas partes en esta anchurosa tierra. Pero hay tipos y grados de sufrimiento; el peor, en mi opinión, es el que solemos encontrar en el corazón mismo del progreso.
En este momento hablamos de la defensa de nuestro país, de nuestras instituciones, de nuestra manera de vivir. Se da por descontado que estas cosas tenemos que defenderlas, no importa que nos invadan o no. Pero hay cosas que no habría que defender, que habría que dejarlas morir; hay cosas que deberíamos destruir voluntariamente, que deberíamos destrozar con nuestras propias manos.
Procuremos hacer una recapitulación imaginaria. Tratemos de pensar en esos viejos tiempos cuando nuestros antepasados llegaron a estas costas. Para empezar, escapaban de algo; al igual que los exilados y expatriados que acostumbramos denigrar y vilipendiar, también ellos abandonaron su tierra en busca de algo más próximo al deseo de sus corazones.
Una de las cosas curiosas que tenían estos progenitores nuestros, es que, aunque declaraban buscar paz, felicidad y libertad religiosa y política, lo primero que hicieron fue despojar, envenenar y matar, exterminando casi la raza a la cual pertenecía este vasto continente. Más tarde, cuando vino la fiebre del oro, hicieron a los mexicanos lo mismo que habían hecho a los indios. Y cuando surgieron los mormones, practicaron las mismas crueldades, la misma intolerancia y la misma persecución contra sus propios hermanos blancos.
¿Adónde nos conduce esta frenética actividad que a todos nosotros, ricos y pobres, débiles y poderosos, nos tiene atrapados en sus garras?
Pienso en estas cosas feas porque, cuando viajaba de Pittsburgh a Youngstown a través de un infierno que excede todo lo que imaginara el Dante, se me ocurrió de pronto que debería tener un indio norteamericano a mi lado, un indio que compartiese este viaje conmigo para comunicarme en silencio, o como fuere, sus emociones y reflexiones. Con preferencia me habría gustado tener un descendiente de una de las tribus indígenas a las que se reconoce como «civilizadas»; un Semínola, digamos, que se hubiera pasado la vida en los enmarañados pantanos de la Florida. Imagínense, los dos de pie, contemplando la sórdida grandeza de uno de estos hornos de acero que jalonan la línea ferroviaria. Casi lo escucho pensar: «¡Así que para esto nos privaron de nuestro derecho de cuna, se llevaron nuestros esclavos, diezmaron a nuestras mujeres y niños, envenenaron nuestras almas, violaron todos los tratados que habían concertado con nosotros y nos dejaron morir en los pantanos y selvas de los Everglades!».
¿Creen ustedes que sería fácil persuadir a este indio para que cambiara su condición por la de uno de nuestros trabajadores?
¿Cómo convencerlo? ¿Cómo proponerle en estos tiempos algo realmente seductor? ¿Un automóvil usado para dirigirse al trabajo?
¿Una choza de tablas que, si él fuese lo suficientemente ignorante, podría llamar casa? ¿Una educación para sus hijos que los saque del vicio, la ignorancia y la superstición, pero que a pesar de todo los mantenga en la esclavitud? ¿Una vida limpia y sana en medio de la pobreza, la delincuencia, la inmundicia, las enfermedades y el miedo? ¿Sueldos que a duras penas alcanzan para mantener la cabeza sobre el agua, y muchas veces no? ¿Radio, teléfono, cine, diarios, revistas ilustradas, lapiceras fuente, relojes de pulsera, aspiradoras eléctricas y otros adminículos ad infinitum? ¿Acaso estas chucherías hacen que valga la pena vivir la vida? ¿Acaso esto nos hace felices, desaprensivos, generosos, simpáticos, afables, pacíficos y bondadosos? ¿Acaso vivimos prósperos y seguros, como tantos sueñan estúpidamente? ¿Acaso alguno de nosotros, no importa lo rico y poderoso que sea, tiene la certeza de que un viento adverso no barrerá nuestras posesiones, nuestra autoridad, el miedo o el respeto en que se nos mantiene?
¿Adónde nos conduce esta frenética actividad que a todos nosotros, ricos y pobres, débiles y poderosos, nos tiene atrapados en sus garras? En la vida hay dos cosas que, en mí entender, todos quieren y muy pocos obtienen (porque ambas pertenecen a los dominios de lo espiritual): esas dos cosas son salud y libertad. El farmacéutico, el médico, el cirujano son impotentes para dar salud; el dinero, el poder, la seguridad, la autoridad no otorgan libertad. La educación jamás provee sabiduría, y tampoco las iglesias religión, la riqueza, felicidad o la seguridad paz. Entonces, ¿qué significado tiene nuestra actividad? ¿Para qué?
No solamente somos tan ignorantes, supersticiosos y malignos en nuestra conducta como los «salvajes ignorantes y sanguinarios» a los que desposeímos y aniquilamos cuando llegamos aquí, sino peores, y mucho. Hemos degenerado, hemos degradado la vida que queríamos establecer en este continente. La nación más productiva del mundo, y sin embargo incapaz de alimentar, vestir y alojar debidamente a más de la tercera parte de su población. Vastas extensiones de valiosa tierra se convierten en páramos por negligencia, indiferencia, codicia y vandalismo.
(…)
A esto se le llama progreso en Estados Unidos de Norteamérica. Como no soy de ascendencia india, negra o mexicana, no experimento ningún gozo en delinear este cuadro de la civilización del hombre blanco. Desciendo de dos hombres que escaparon de su tierra nativa porque no quisieron ser soldados. Pero lo irónico es que mis descendientes ya no podrán eludir ese deber:
todo el mundo blanco por fin ha sido convertido en campo armado.
(…)
La visión más triste son los automóviles estacionados junto a los talleres y fábricas. El automóvil se destaca en mi mente como el símbolo mismo de la falsedad y la ilusión. Acá están, de a millares y millares, y los hay en tanta profusión que daría la impresión de que nadie es tan pobre como para no poseer uno. En Europa, Asia, África, las masas trabajadoras de la humanidad miran con humedecidos ojos este paraíso donde el trabajador viaja al trabajo en su propio automóvil. ¡Qué magnífico mundo de oportunidades tiene que ser, piensan! (¡Por lo menos a nosotros nos gusta creer que ellos lo piensan así!)
Quieren una salida: quieren comodidades, conveniencias, lujos letales. Y siguen nuestros pasos, ciega, impensada, temerariamente…
Nunca preguntan lo que debe hacerse para obtener una bendición tan grande como ésta. No comprenden que cuando el trabajador norteamericano desciende de su resplandeciente carruaje de lata se entrega de cuerpo y alma a la labor más paralizante que pueda realizar un hombre. No tienen la menor idea de que, aunque se trabaje en las mejores condiciones posibles, es factible tener que renunciar a todos los derechos como ser humano. No saben que «las mejores condiciones posibles» (en la jerga norteamericana) significan las más grandes ganancias para el patrón, la más extrema servidumbre para el trabajador, la mayor confusión y desilusión para el público en general.
Ven un automóvil hermoso y deslumbrante que ronronea como un gato; ven interminables carreteras de cemento tan lisas e impecables que el conductor a duras penas consigue mantenerse despierto; ven cines que parecen palacios; ven grandes tiendas con maniquíes vestidos como princesas. Ven el brillo y la pintura, las chucherías, los dispositivos, los lujos; no ven la amargura en el corazón, el escepticismo, el cinismo, la oquedad, la esterilidad, la desesperanza, la desazón que devora al trabajador norteamericano. No quieren ver esto… tan llenos de miseria están ellos mismos. Quieren una salida: quieren comodidades, conveniencias, lujos letales. Y siguen nuestros pasos, ciega, impensada, temerariamente.
(…)
Siempre tenemos dos banderas norteamericanas: una para los ricos y otra para los pobres. Cuando la izan los ricos, significa que las cosas están bajo su dominio; cuando la izan los pobres, significa peligro, revolución, anarquía. En menos de doscientos años la tierra de la libertad, la morada de los libres, el refugio de los oprimidos, ha alterado de tal manera el significado de las estrellas y franjas, que cuando hoy un hombre o mujer logra escapar de los horrores de Europa, cuando finalmente se detiene ante el mástil, bajo nuestra gloriosa enseña nacional, la primera pregunta que le hacemos es: «¿Cuánto dinero tienes?». Si no tienes dinero sino sólo libertad, sólo una oración de piedad en tus labios, se te proscribe, se te manda de vuelta al matadero, se te ahuyenta como a un leproso. Esta es la amarga caricatura que los descendientes de nuestros precursores amantes de la libertad han hecho del emblema nacional.
*Fotos de Reuters, AP y The Tenessean