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Todo lo demás también

Cuatro manzanas verdes (de las chiquitas), dos manzanas rojas (las Moño Azul, grandes, no me animé a comprar más porque mirá si están arenosas), tres bananas Ecuador (no tan verdes, apenas algún moretón), cuatro mandarinas (esas marca Monsanto, mutantes color naranja fluorescente, sin semilla), dos peras (les faltarán tres o cuatro días afuera de la heladera para estar listas), un mango (¿se pela, se lava, me habré clavado por querer variar un poco?). Total: $275. El mango solo salió $75. Me voy a comer hasta la piel para amortizarlo.

Misma cuadra de Belgrano, seis locales más acá: ocho alfajorcitos de maicena con coco rallado, generosos en dulce de leche pero tampoco la pavada. 218 pesos. No les compro nunca más, chorros.

Entramos a Waldhuter (esto no es PNT) y miramos, damos vueltas. Estamos buscando otro libro que no vamos a encontrar, pero yo termino enfilando al mostrador, obnubilado: Bender, Thomas. Historia de los Estados Unidos: una nación entre naciones, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2015; Fernández-Armesto, Felipe. Los conquistadores del horizonte: una historia global de la exploración, Barcelona, Ariel, 2012. Total: $2844. La vendedora contiene la ansiedad por lograr la venta, me ve dudar porque otra vez voy a hacer mierda la tarjeta. Hay una negociación nivel Lacunza con el FMI en el silencio con que miro los libros y la vendedora me ve mirarlos. Me gusta mucho cómo pesan. Ella sostiene la pistola de códigos de barras, lista para tirar a matar. Y entonces dice la frase dorada, las compuertas liberan la presión del dique, dos generales se dan la mano en un definitivo alto al fuego: hay seis cuotas sin interés.

Para todo lo demás, existe Mastercard.

Otra vez, tengo una intuición sobre esta época que quisiera retener. En realidad son dos.

Por un lado, que no importa cuánta culpogenia le apliques a tu economía cotidiana, porque no hay forma de saber si algo es caro, barato o está en precio. Aunque al final del mes pienses que la deliraste o que te recontra cuidaste, qué diferencia ves en tu caja de ahorro o en tu alcancía de lata, cuántos ceros a la derecha lograste fabricar cuidando ese mango que, como el mío, no te animaste a tocar todavía. Estamos en un limbo selvático entre la macro y la micro, una película de terror muy jodida cada vez que llevás la mano hacia el bolsillo.

Luego, quiero retomar el slogan de Mastercard. En esas publicidades el plástico literalmente partía el mundo en dos: existe lo esencial y lo particular, lo inmutable y lo cambiante, lo que se abraza y lo que se posee. Lo que se tiene y lo que se compra. Los ejemplos eran el amor familiar, la amistad, los proyectos; Mastercard vendría a ser ese discreto asistente que se ocupa de que todo lo que tenga precio sea más fácil de adquirir. Tarjeteá lo que te rodea y seguí con lo importante, parecía decirnos. Y tenía razón, las buenas publicidades casi siempre tienen razón.

Entonces pienso que el cualquierismo económico que ha provocado este gobierno tiene su origen en no prestarle atención a esta ecuación que sostiene el mundo que vivimos. Aunque Greta Thunberg se desfigure de odio, por ahora es muy difícil separar felicidad de consumo. Nos angustia y entristece privarnos todos los santos días de eso que no es esencial, porque lo esencial si no lo tenemos lo inventamos: aunque estemos más solxs que Tom Hanks en Náufrago, siempre vamos a abrazar a algún Wilson.

El ¿plan? económico del macrismo en estos casi cuatro años fue otro intento de puritanizar la sociedad argentina, de luteranizarnos el bolsillo, pero a cambio sólo nos ofreció abrazarnos cada vez más fuerte a una pelota de vóley manchada de sangre mientras la balsa iba siendo masticada por los blancos tiburones voladores de las finanzas.

Ahí una cualidad antes que una condición. Una que tendríamos que bancar a muerte, como una parte definitoria del padrón lo hizo en las PASO: si no puedo proveer a mis afectos de aunque sea una porción cotidiana de consumo, no lo voy a tolerar; y si encima le sacás la comida de la boca a mis hijxs y abuelxs, menos todavía. ¿Por qué tengo yo que atravesar el desierto como si tuviera la culpa? ¿Por qué es mía la culpa, Presidente? A esta altura de la democracia, el gran error que está arrasando al último gran proyecto neoliberal argentino fue la pretensión de enseñar a palazos un esfuerzo sacrificial que el 95% de la población conocía de antemano. No lo vimos venir, pero ahora no se ve otra cosa.

Greta Thunberg, o lo que sea que ella personifique, nos enfrenta al verdadero problema del futuro: todo lo demás que permitía Mastercard está destruyendo el mismo planeta en el que sobrevive lo esencial en nuestras vidas. El plástico de la felicidad está en los estómagos de todos los peces de todos los mares que de a poco nos mojan los pies aunque no estemos de vacaciones. Qué fe sin dios nos permitirá hacer esa gran transformación hacia el consumo viable, vivible para los humanos que nos sigan.

De momento sigue sonando a ciencia ficción. Mientras se fuerzan las marchas dosmilquinceras del #SíSePuede, el mapa del hambre argentino se pierde más allá del horizonte. Greta, lo lamento, pero en lo inmediato las prioridades son otras.

 

 

Sebastián Rodríguez Mora

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