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Un día como rappitendera: recorridos, desventuras y propinas por los barrios porteños

El miércoles 12 de septiembre los empleados de la empresa de repartos online Rappi tomaron las oficinas en protesta por las condiciones de trabajo. En esta crónica te contamos en primera persona cómo es trabajar ahí.

Rappi es una aplicación móvil gratuita que facilita envíos a domicilio desde una interfaz simpática y fácil de usar. Por medio de la pantalla vemos qué se puede comprar, cuánto cuesta, agregamos o sacamos ingredientes y sabemos cuándo llega a nuestros hogares. La empresa desembarcó en Buenos Aires en el mes de marzo junto con otras empresas del mismo estilo como PedidosYa y Glovo. Modificaron radicalmente el paisaje urbano y laboral. A su vez, las condiciones injustas hacia los rappitenderos provocaron que estos organizaron la primera huelga de trabajadores de una app. Denunciaron abusos en la cantidad de kilómetros por pedido y reclamaron derechos laborales a una empresa que los trata como freelancers o emprendedores.

Para esta nota, nos calzamos la campera anaranjada de un rappitendero para ver desde adentro algunos puntos ciegos de la cuestión.

 

Pedalea como un precarizado

El parrillero de Honduras y Godoy Cruz me grita que ya está el pedido. Meto una parrillada toda envuelta en papel y embolsada en mi caja. Y meto mi caja detrás de mi cuerpo. Muevo un poco la espalda y me retuerzo bastante para que me entre bien esa mochila cuadrada, anti funcional para mi columna y que me hace encorvar levemente. No importa. La tengo que llevar hasta Billinghurst y Sarmiento. Son 3 km y pico. Voy esquivando bicicletas de mi misma condición por la bicisenda de Gorriti.

Los principiantes aceptan con resignación los viajes largos. También sospechan que existen al menos dos estamentos: los que recién empiezan y los que tienen más 60 viajes. Estos últimos, agarran más pedidos, en mayor medida cercanos, y los “rappifavores”, es decir, ir a buscar cualquier cosa en cualquier local que no necesariamente está asociado a Rappi. Sin embargo, no hay competencia entre ellos, no hay jerarquías, ni posibilidad de ascenso de ningún tipo. Un algoritmo inteligente, la nueva mano invisible del capital, va designando viajes combinando una fórmula indescifrable de geolocalización, puntaje y antigüedad. Este régimen, sin embargo, quizás para confundir o disciplinar, no pocas veces manda viajes largos a rappitenderos más antiguos.

 

Sumar tiempo es sumar amor

Entrego la parrillada. Me queda en la caja el olor ahumado de un domingo con sol mezclado con toda la comida de los días pasados. Empiezo a andar por pleno Almagro. Pedaleo despacio y me debato entre volver a Plaza Serrano y esperar otros pedidos o seguir en la zona. Hago cinco cuadras y, por suerte, me llega un pedido de Pizza Jack, un local a dos cuadras de donde estoy. De ahí me mandan a entregarlo Pueyrredón y Santa Fe. Unos 4,2 km de distancia. No son ni las 21:30, hice 150 mangos y ya pedaleé 20 km.

Independientemente de las horas que uno elija trabajar, los kilómetros son siempre los mismos. Un promedio de 8-10 km por hora. En un día, un rappitendero promedio pedalea unos 50 km. Gran proyecto brutal de auto-sobre-explotación: podés vivir de esto, pero no por mucho tiempo.

“Cuanto peores son las condiciones climáticas o si es feriado, mejor se gana arriba de la bici. La gente paga más por el pedido. Nosotros antes de ganar 40 ganamos 60 mangos y hay mucho más laburo”, me dijo un rappitendero de 22 años en Plaza Serrano apenas empecé.

Nominalmente, la empresa ofrece la libertad para trabajar el tiempo que el rappitendero quiera. Pero si se elige hacerlo 3 o 4 horas por día, por ejemplo, la asignación de los viajes será de un alto kilometraje, se ganará menos dinero y se tardará más tiempo en acceder a los beneficios del estamento más antiguo. Los que resisten el régimen de kilometraje intenso y se loggean entre 7 y 8 horas casi todos los días pueden ganar 30 mil pesos al mes. Cuantas más horas estés disponible, más visibilidad vas a tener con el algoritmo cruel e indiferente. Esto da más y mejores viajes, más conocimiento sobre los hábitos y caprichos de consumo porteño, además de unos cuádriceps envidiables.

Honorio Pueyrredón

Llego a la puerta de Pueyrredón casi Santa Fe, pero la pantalla del celular me dice que aún no llegué. Al parecer me confundí y vi mal. Hay dos calles Pueyrredón y yo estoy en la incorrecta, es decir, 8 km lejos de mi cliente. Consulto a servicio técnico, un chat online que me responde siempre con y que, en general, no me ofrece mayores respuestas que las que brinda el sentido común. Me conmina a entregar el pedido. Llamo al cliente de calle Honorio Pueyrredón, le aviso del error, le miento, le digo que llegaría en 30 minutos, me dice: “Dale, te espero”. Corto y un poco me agarro la cabeza. Imagino el queso radioactivo de “Pizza Jack”, petrificado, descansando sobre la masa fría y tiesa.

Cuando sucede este tipo de errores o inconvenientes hay que reportar todo a servicio técnico. Es una especie de Hal 2000, menos inteligente pero igual de perverso. Habla y amenaza en nombre de la empresa, pero en fondo es un call center sin headset, sin mucha información y que siempre repite lo mismo. En estos casos hay que llevar, al día siguiente, lo que no se entregó a la oficina de calle Castillo. Bien podría tratarse de una metáfora grosera del clima opresivo y deprimente que narra Kafka en “El Castillo”. Pero mejor sigamos. Ahí te agarran las cosas, te piden el número de orden y no te dicen nada.

Esa es la sede de Rappi en Argentina, una oficina con aproximadamente unos 11 empleados que organiza los cobros, administra y hace las capacitaciones. Ahí van todos por primera vez para capacitarse. Es común encontrarse con 30 o 50 personas recibiendo la charla. Ahí se habla sobre lo que es Rappi, sobre las libertades horarias y el monotributo y cómo usar la app para trabajar. En Castillo también se entrega el uniforme de forma gratuita y se compra la caja-mochila por un valor de 300 pesos. También allí, ayer miércoles, un grupo de rappitenderos tomaron las oficinas durante un buen rato en señal de protesta. 

 

Orange is the new black

Enseguida me cae un pedido por ahí cerca en Recoleta, donde estoy por error. Son empanadas y hay 20 pesos de propina así que mejor agarro el pedido y me ocupo de la pizza apenas pueda. Vuelo arriba de la bici 2 km hasta las empanadas. Una vez ahí, espero impaciente. Recibo el pedido en menos de 10 minutos y ataco a puro pedal esos 2 km y pico más hasta Scalabrini Ortiz y Junín.

Entrego el paquete en un palier lujosísimo con personal de seguridad, que me demora con preguntas. Finalmente viene mi clienta, me recibe y me da 30 pesos más de propina en mano. Me dice que está sorprendida de lo rápido que llegó. Quizás el cliente de Honorio Pueyrredón no esté teniendo la misma sensación. Pero después pienso en los 50 pesos de propina, en Elisa Carrió y me alivia haber cometido el error después de todo. Me vuelve a saltar otro pedido en Palermo, lo agarro. La pizza sigue ahí. El cliente cancela el pedido después de 1 hora y media de espera. Mañana me toca ir a Castillo a devolver la pizza.

Con frecuencia algunas entregas vienen muy mal empaquetadas; a veces los viajes incluyen growlers que se derraman, por ejemplo. Cuando el pedido, por razones externas al rappitendero, no puede ser entregado en forma, este puede tirarlo y volver por un pedido nuevo. Muchos se avivan y usan este mecanismo para almorzar o cenar gratis. Mandan fotos con la simulación del estropeo a Hal, este te da el ok y podés tener tu comida gratis en medio del pedaleo intenso. Las únicas victorias de los trabajadores de ahora en más serán solo pírricas.

Busco hamburguesas en Palermo, las entrego en Colegiales. Ya perdí la cuenta de los kilómetros que hice. Me desconecto y me voy a sentar a Plaza Serrano. Son las 11 y pico de la noche. En la app veo que el cliente de Pizza Jack no me calificó negativamente como temía. Descanso un rato, pido permiso para entrar al baño de un bar de ahí enfrente. Me vuelvo a loggear para entregar otra hamburguesa a Cañitas, la última de la noche.

 

Carne picada

Si los call centers representaron el epígono de trabajo picador de cerebros en los años 90 y 2000, el delivery vía apps representa la vertiente contemporánea de trituradora de carne.

Detrás de toda esta historia de pedaleo por los barrios porteños, hay una empresa que cotiza en Wall Street y cuyos ingresos se contabilizan en millones de dólares. Rappi es un intermediario que le saca una comisión al comercio socio, al rappitendero y al cliente que usa la app. No es un sistema novedoso, sigue siendo un servicio de delivery. Pero quizás se trate de un tipo de delivery específico para megaciudades y economías emergentes. Un servicio que perfecciona el mecanismo de consumo tanto como flexibiliza la mano de obra que emplea. El callejón sin salida de la militancia del liberalismo: su falta de límites.

El fenómeno reviste tal ambigüedad que puede interpretarse tanto como un signo esperanzador y modernizador para nuestro mercado laboral o como símbolo del progreso trunco de nuestro capitalismo local.

Florencia Migliorisi

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