Ponele.info

Un runner en declive

Un domingo a la mañana me desperté con una resaca descomunal. Estaba solo en casa de mis padres, tenía veinticuatro años, la noche anterior había ido a un recital de Massacre. Eran las doce del mediodía y me estaba por hacer el café más fuerte del mundo cuando me acordé de que, últimamente, estaba empezando a convertirme en una persona que practicaba eso que algunos llaman “running”. Tomé rápido el café, me comí una banana, me calcé unas zapatillas que estaban para irse a la basura y salí a correr. Fue espectacular, una revelación, maravilloso: la resaca no desapareció, pero se hizo muchísimo más suave, en el pecho me entraba más aire, el cuerpo agradeció todo lo que estaba haciendo. A partir de ese domingo, me convertí en una especie de fanático de este deporte que se practica por las calles y a cielo abierto. Era el año 2011.

No me puedo acordar quién o qué me recomendó que lograra un progreso escalonado, sin ansiedad. De a poco, aumentando semanalmente, fui conquistando más vueltas a la plaza. En un momento, la plaza me quedó chica y pasé a correr por el parque. Después el parque fue lo que me quedó chico y me vi obligado a empezar a volver corriendo las cuarenta cuadras que separaban mi rancho paterno del lugar donde trabajaba de vendedor. Conectar con en el running un recorrido que antes se hacía en transportes es una experiencia conmovedora. Mi cuerpo fue cambiando: si bien muchos sábados “estimulaba” la mente con sustancias, el domingo a la mañana salía a correr y la cosa se acomodaba un poco. Nunca hice dietas estrictas, pero bajé de peso. Estaba espléndido.

Una mala de quien practica el arte de correr por las calles como un poseso es que, por lo general, tiene que tener un espíritu autodidacta. Una buena es que al estar el running de moda, en librerías salían libros y aparecían algunas revistas especializadas. Los libros que me conseguí fueron Nacidos para correr de Christopher Mcdougall, De qué hablo cuando hablo de correr del japonés Haruki Murakami y Correr de Jean Echenoz. El primero es una crónica donde aparecen tarahumaras, el segundo son confidencias de un escritor que empieza a zambullirse en este deporte y el tercero es una biografía novelada del atleta olímpico Emil Zátopek. De libros y algunas revistas fui sacando tips, consejos posturales, estiramientos, trucos. Siempre atento a desconfiar de las marcas, nunca gastando plata en zapatillas, pensando en que el arte de correr era algo barato.Emil Zatopek

En las vacaciones me decía que era un buen momento para probar nuevos terrenos. Corría por la playa, entre vacas por caminos rurales, en la Patagonia, por lugares de distinta altura. Nadie paraba a este corredor en el que me había convertido. Hacer running es algo que puede meterse en cualquier valijita, en la mochila más crota del mundo, en el bolsito donde solo tenés ropa íntima, dos remeras y un pantalón. Cuando, por ejemplo, estaba sentado en el colectivo y miraba a alguien pasar corriendo, me preguntaba qué estaba haciendo ahí quieto, me daban ganas de bajar y ponerme a correr y transpirar. Suena raro, pero no estoy inventado nada.

Mi mejor momento fue cuando me vine a vivir a vivir a Boedo. Corría hasta el parque Centenario y, según amigos adictos a los deportes, cumplía sin darme cuenta el entrenamiento recomendado para media maratón: correr en una semana la distancia que necesitaba correr en ese tipo de carreras. En una época mi entusiasmo era tal que me ponía el despertador seis y media, salía a las siete a correr y después cumplía el resto de mis actividades laborales. Me solía cruzar a un grupo de ancianas japonesas que hacían gimnasia en la plaza y me alentaban con ganas. Hoy, a la distancia, me doy cuenta de que era una especie de deportista de alto rendimiento.

Cuando, por ejemplo, estaba sentado en el colectivo y miraba a alguien pasar corriendo, me preguntaba qué estaba haciendo ahí quieto, me daban ganas de bajar y ponerme a correr y transpirar. Suena raro, pero no estoy inventado nada.

Una tarde cualquiera me caí en la calle y empezó mi declive. Me lastimé una rodilla, se me rompió mi sensual calza deportiva, un policía me ayudó a levantarme; aunque no sangraba, preguntó si llamaba una ambulancia, estaba hiperventilando, tenía miedo, el corazón parecía salirse de mi pecho, me faltaba el aire, era patético. A partir de ese día mis corridas se redujeron muchísimo. De tres veces pasé a una o dos, de hacer un tiempo de una hora pasé a media hora. El runner se estaba jubilando. Empecé a probar con yoga y no me importó hacerlo. Hacer running ya no era algo igual a lo que era antes. Volviendo de yoga, pasaba en colectivo por el parque Centenario y miraba con melancolía por la ventana.

Cuando llegó el aislamiento social, preventivo y obligatorio, pude hacer yoga por YouTube y la posibilidad de salir a correr y traspirar la camiseta dejó de existir del todo. En casa, en el sillón, miraba entrevistas a adictos de este deporte que hacían carreras de diez kilómetros por los pasillos de la casa, que se compraron una bici fija, que corrieron una media maratón por la terraza del edificio. No los envidié, entre el encierro y mis cuatro clases semanales de yoga estaba en un humor extraño.

El domingo pasado –con el aislamiento en retirada y la pandemia despidiéndose– estaba lindo el clima y traté de volver a correr la carrera que hacía cuando empecé a vivir acá, antes de mi caída y mi debacle. Me quedé sin aire, me tuve que volver en colectivo, paré a descansar varias veces, me encontré mirado con lástima por algunas personas que pasaban caminando, creí que me desmayaba o que no llegaba al baño. Me dije que nunca más volvería a hacer algo así. El declive del runner estaba empezado y no conocía el final.

Unos días después de ese fracaso rotundo me llegó por mail un newsletter sobre running al que –no entiendo por qué– sigo inscripto. Venía con los tiempos que hicieron los primeros en la maratón de Buenos Aires. En la categoría masculina el ganador fue el boliviano Héctor Garibay, que ganó con un tiempo de dos horas once minutos, y en la femenina fue la marplatense Florencia Borelli, con un tiempo de dos horas treinta y dos.

En casa, en el sillón, miraba entrevistas a adictos de este deporte que hacían carreras de diez kilómetros por los pasillos de la casa, que se compraron una bici fija, que corrieron una media maratón por la terraza del edificio. No los envidié, entre el encierro y mis cuatro clases semanales de yoga estaba en un humor extraño.

Me desuscribí al newsletter pensando que mi declive ya no tenía solución, que tenía que darle un final a mi época de corredor empedernido. Regalé unas zapatillas que tenía y me dije que no había que sentir lástima, que se supone que todo debe tener un final. Si alguien me quiere convencer de que todavía puedo, lo desafío a tratar de correr unos diez kilómetros con treinta y cinco años. Sin ser un deportista de alto rendimiento, claro.

contacto@ponele.info