Quienes frecuenten la zona de Retiro habrán visto dos grandes torres con el logo WeWork en la cima. Son las torres Bellini, en Esmeralda y Paraguay, con 24 pisos y 12.000 metros cuadrados en donde funciona WeWork, la empresa que vino a enseñarnos que vivir y trabajar son la misma cosa.
Si se acercan a las torres verán un espacio abierto con paredes cubiertas con madera, plantas y frases inspiradoras como “Hacé lo que amás”. Adentro hay gente trabajando: freelancers con sus notebooks compartiendo un espacio ameno; en algunos casos, oficinas enteras mudadas allí por sus empresas. La torre Bellini es, dicen, el segundo edificio de co-working más grande del planeta. Hay otra filial en Libertador a la altura de Vicente López.
El imperio del co-working
Las oficinas nacieron junto a las fábricas y adoptaron su lógica: ordenar a los cuerpos de manera monótona y eficiente junto a una línea de ensamble que no produce autos sino informes. En los años ‘90, con la economía posindustrial brillando como un diamante loco sobre la burbuja de las punto com, aparecieron esas oficinas sin paredes, con puffs y mesas de ping pong, a las que nos tiene acostumbrados Silicon Valley. Simultáneamente, los cafés se llenaron de freelancers sin oficina que iban a trabajar a sus mesas. El co-working surgió de la unión de estos freelancers y aquellas oficinas. Pero aún había que transformarlo en un gran negocio.
Adam Neumann estaba destinado a ser un judío fracasado. Criado en un kibbutz por una madre soltera, la dislexia no le permitió leer hasta los siete años. Hizo el secundario en el exclusivo colegio Horace Mann de Nueva York y entró a la Cornell University a estudiar budismo y negocios. Luego de pasar por la Armada israelí, volvió a Nueva York y fracasó con emprendimientos tales como una línea de zapatos de mujer con taco retráctil y otra de ropa de bebé con rodilleras. Hasta que se cruzó con el arquitecto Miguel McKelvey. Al igual que Adam, Miguel era fanático de la película Wall Street y también había sido criado por una madre soltera en una comunidad de Oregon, tierra del Bhagwan Rajnish. Estos dos hijos del comunitarismo de los ‘70 comenzaron a alquilar viejos edificios en Brooklyn para crear sus espacios de co-working y en 2010 lanzaron WeWork.
En menos de ocho años la startup atrajo a inversores como Goldman Sachs y JP Morgan y alcanzó a cotizar 20 mil millones de dólares, mucho más que empresas inmobiliarias históricas. Hoy tiene 230 oficinas repartidas en 71 ciudades de 20 países, y clientes como Chase, Siemens, Microsoft, Pepsico y Uber. Firmas como IBM, Airbnb y Amazon le rentan a WeWork edificios enteros.
WeWork alquila la mayor parte de sus instalaciones y hace poco más que acondicionarlas y subarrendarlas. La magia del plusvalor pasa por ese acondicionamiento que insume millones en vidrio, aluminio, pisos de madera y, sobre todo, la “filosofía WeWork”.
La vida como oficina
“Estamos haciendo kibbutz capitalistas” le dijo Neumann al diario israelí Haaretz. La filosofía de WeWork es llevar a las oficinas la onda de una comunidad. “Una vez que entrás a WeWork, elegís ser parte de algo más we que me. Queremos acercar de nuevo a las personas en el lugar más fácil: el trabajo”. Mascotas, eventos, community managers, café de especialidad y cerveza, mucha cerveza, son los lubricantes sociales que ofrece WeWork a sus 150.000 clientes en todo el mundo, a los que llaman la WeGeneration, “una generación de emprendedores emocionalmente inteligentes e interconectados a la que le preocupa el mundo, quiere hacer cosas copadas y ama el trabajo”. Tanta buena onda no pudo evitar que la empresa tuviera dos litigios en sus oficinas de Nueva York cuando sus empleados de limpieza tercerizados quisieron sindicalizarse.
La firma hoy quiere referenciarse “más en we que en work”, por eso lanzaron WeLive, departamentos para vivir cerca de las oficinas, y WeGrow, un jardín de infantes ideado por Rebekah Paltrow Neumann, esposa de Adam y prima de Gwyneth Paltrow. Madre de 5 hijos y sin formación pedagógica alguna, en su web Rebekah nos comenta que su superpoder es la intuición y que se propone crear una comunidad educativa que fomente “la felicidad eterna, la ciudadanía global y el superpoder de cada chico”, enfocándose en la sociabilidad y el emprendedorismo. “Creo que no hay motivos para que los niños en edad escolar no puedan lanzar sus propios emprendimientos”. El programa piloto de WeGrow incluye un día a la semana en una granja y clases de branding y técnicas de ventas.
Neumann ya le confesó a revista Forbes que quiere negociar con Elon Musk llevar WeWork a Marte, en caso de que la colonización de SpaceX sea exitosa. Mientras tanto, los dos magnates pop cerraron un trato mucho más terrícola para explotar la zona inmobiliaria alrededor del Golden Gate Bridge en San Francisco.
Utopías de mercado y utopías de futuro
Esos planes dementes no deben ocultarnos el verdadero negocio de WeWork, que es el todas las startups: captar capitales financieros por un rato, flexibilizar costos (alquilando todo, pagando los salarios más bajos posibles) y, fundamentalmente, procesar y traficar información: la customización de las oficinas de WeWork se hace sobre los datos que aportan gratuitamente sus clientes, bien administrados por algoritmos y plataformas. La vida pública que se perdió con la privatización del espacio público, WeWork te la devuelve como mercancía digital. La vieja oficina no desapareció: se diluyó dentro de nuestras vidas y el producto es nuestra data. Ese plan demente es nuestra realidad.
Aún así, ¿por qué estos hombres que manejan millones confiesan esos proyectos sin sonrojarse? Una explicación sencilla puede ser que el desarrollo tecnológico de la época estimule estos experimentos, muchos de los cuales terminarán en el basurero de la historia.
Otra explicación sería que esas fantasías capitalistas parecen una salida de este mundo, mucho más violento y desigual de lo que se esperaba hace 20 años. Y no está mal, porque el presente siempre es horrible y el futuro es el único lugar al que huir corriendo. El error fue dejar de hacerlo nosotros, regalarle el futuro a un puñado de millonarios dementes por vergüenza a sonar ingenuos o totalitarios.
Ya pasamos demasiado tiempo hablando de utopías. Por años el liberalismo estuvo culpándolas de todos nuestros males, desde el nazismo hasta la Unión Soviética, pasando por Jonestown. Y un día nos despertamos y es el capitalismo el que sueña con ellas: los proyectos de Elon Musk para colonizar a Marte, el plan de Ray Kurzweil de subir su mente a una computadora que le garantice inmortalidad. O WeWork, un falansterio 2.0 que quiere capitalizar nuestra vida entera.
Mientras tanto, la izquierda y los movimientos populares siguen aferrados a la realpolitik territorial o el pobrismo de la cooperativa, la granja comunitaria y otras formas miserables de aguantar sin la menor posibilidad de cambiar nada. El capitalismo ya nos dio todo lo que podía darnos, solo queda huir hacia adelante. En el mundo es evidente y en Argentina, aplastantemente real. Ni WeWork escapará a eso: en el mundo de los negocios ya calculan una posible caída de la rentabilidad de la startup debido a su modelo de contratos cortos y a la reducción de personal de muchos de sus clientes.
No podemos cederle el honor de imaginar la sociedad venidera a empresas que van a hacer de nuestras vidas una oficina y del resto del planeta un campo de refugiados semiempleados. Recuperemos alguna idea de futuro, de lo contrario alguien la va a pensar por nosotros.