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Will Smith y Graham Greene: el deseo de poseer los cuerpos

En el cuento Los destructores, de Graham Greene (es autobiográfico), se cuenta cómo un grupo de adolescentes juegan en un barrio azotado por la bombas, la muerte, el éxodo y convertido, prácticamente, en ruinas. En ese espacio desolador encontraron un lugar para lo lúdico, para construir su presente. La vida continúa. La historia transcurre en esa Inglaterra herida justo después de terminada la Segunda Guerra Mundial. En medio de la devastación y lo fantasmal, los resquicios del futuro. ¿Qué hacen entonces estos pibes? Deciden jugar con las casas abandonadas y demolidas o a punto de derrumbarse, lo que significa poner en riesgo el propio cuerpo. En cierto momento de la existencia, la inconsciencia es necesaria para el aprendizaje. “Vivir solo cuesta vida”, dijo Patricio Rey en Ropa sucia. El del cuento es ese mundo arrasado y en blanco negro previo a la aparición del rock and roll y el technicolor. Ese del que habla Keith Richards cuando rememora su infancia en el documental Under The Influence, que está en Netflix. En un momento, uno de los personajes de Los destructores dice algo que únicamente se puede decir en esos raptos epifánicos que ocurren en la adolescencia: 

-Todo esto del amor y del odio son tonterías. Sólo existen las cosas. 

Como Graham Greene es un narrador extraordinario no hay ninguna bajada de línea en el cuento. No tiene moraleja, no hay enseñanzas. Greene (1904-1991) fue un hombre duro, old school, con una vida interesante. Por eso, este cuento se mueve en la ambigüedad y en presentar con maestría un mundo muy particular en un momento único de la historia. Pero estas palabras llevan a pensar en la relación que tiene esta época con “las cosas” y también con el modo de vincularse con ellas en su deseo de poseerlas. Cuando hablo de “cosas” me refiero también a los cuerpos, a las personas. Mientras la deconstrucción intenta ser una realidad más cotidiana y que desborde el discurso para conquistar el llano, la cosificación (igual que el racismo, la xenofobia y demás pandemias) sigue dando batalla sin tregua. Los tiempos quieren avanzar pero los humanos (y sus prejuicios) ofrecen una resistencia sin tregua. Es la guerra por otros medios. 

Dos películas donde se puede ver esto con mucha claridad es en Licorice Pizza de Paul Thomas Anderson (viralizada a pesar de ser de las peores películas del director) y Red Rocket de Sean Baker (pasó desapercibida a pesar de sus uno de los mejores films del 2021), que cuentan con sendos fracasos: en la taquilla y en los premios Óscar, lo que no importa en absoluto para valorarlas. 

Son películas que cuentan historias que funcionan, a su modo, en espejo (caras de una misma moneda, ying y yang buscando un equilibrio) ya que algo las une a pesar de transcurrir en épocas distintas: el deseo por el cuerpo joven, por poseerlos. ¿Miedo a la muerte? ¿Ansia de novedad y necesidad de presente? ¿La experiencia se siente siempre atraída y arrastrada por la inexperiencia? En cualquier caso: estas ficciones, que deben ser tomadas como tal, sortearon (igual que el clásico inoxidable Lolita de Nabokov) la llamada cultura de la cancelación, por suerte. 

Los tiempos quieren avanzar pero los humanos (y sus prejuicios) ofrecen una resistencia sin tregua. Es la guerra por otros medios.

En Licorice Pizza una mujer casi treintañera desea a un adolescente ambicioso de quince años (la excusa es en nombre del amor, el consentimiento y la necesidad de romance), en Red Rocket un cuarentón desea a una chica que recién está saliendo de la adolescencia (acá la excusa es la manipulación, el engaño y la supervivencia financiera del varón). Como Hollywood es una fábrica de moralidad y fantasías animadas, Licorice Pizza termina bien y Red Rocket termina mal. Sin embargo, este deseo por los cuerpos jóvenes sostiene estas películas y pueden percibirse como un síntoma innegable de lo que quiere venderse como un lugar común lógico: en nombre del deseo (o el amor) se puede y se tiene que hacer cualquier cosa, incluso entregarlo y/o perderlo todo. ¿Será así? ¿En nombre del deseo de posesión (que muchas veces se revierte bajo el concepto, siempre problemático, opaco y complejo, de pasión) se hace lo que sea?

Quizás la respuesta que da nuestra época frente a esta pregunta la tenga Will Smith. Un actor pésimo con películas pésimas (por moralistas y su pretensión siempre evangelizadoras) que decidió que en nombre del amor (gritó al auditorio su posesión: “¡mi esposa!”), de cuidar y resguardar al ser amado (Jada Pinkett) de un chiste guionado y agresivo dicho por un humorista (Chris Rock) en uno de los programas más vistos del mundo, la agresión física es una respuesta válida. Después del sopapo y con la cara ardiendo, Chris Rock reconoció que estaban viviendo un momento histórico en la historia de la televisión norteamericana. Y tenía razón. Minutos después, Will Smith ganó un Oscar y su discurso de agradecimiento demostró que la pandemia está dejando muchas secuelas psicológicas graves a las que no les estamos prestando la debida atención.     

 

 

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