Querido diario,
Si no fuera por el paso marcial de los Granaderos cuando cambian de guardia, o cuando se cuadran ante el paso de un ministro, en el Patio de las Palmeras reina el silencio. La tranquilidad, como le gusta a Mauricio.
Pero en la Casa Rosada los tiempos ya no son los mismos. Nada es igual desde fines de abril, cuando los miembros del mejor equipo de los últimos cincuenta años realmente se creían tal cosa, y el silencio del Palacio era surcado por un Mario Quintana inquieto, un Gustavo Lopetegui menos taciturno que ahora, o un Marcos Peña con menos canas.
Después del fin de semana largo del 1 de mayo, la buena onda escasea. Y el optimismo que tenía Mauricio se diluyó. Se le vinieron diez años encima: no sólo está más viejo, está tan malhumorado como cuando se aburría del gobierno porteño. Eso sí, no deja de hacerle bullying a sus amigos más cercanos. Chistes pesados, como los que le hace a su vocero personal, Iván Pavlovsky, o a su jefe de Asesores, José Torello, que lo conoce desde el colegio secundario y le aguanta las bromas.
Desde la primera corrida del dólar, en esa semana corta y amarga, el pum para arriba de los chicos de Marcos se hizo humo. Encima, si antes Mauricio no se bancaba pasar mucho tiempo con personas obesas, a partir de entonces no tolera ver a muchas personas juntas. Si antes se aburría a los tres minutos de escuchar a alguien, ahora la soga es mucho más corta.
Quizás por eso empezó a actuar sobre asuntos que antes sólo le comentaba a sus confidentes: que tenía un Gabinete demasiado grande, que todos los tiros le llegaban a él y nadie los paraba. Redujo el Gabinete a la mitad, dejó a un sector abajo del otro, castigó y relegó a quienes lo “tenían podrido”. Y salvó a Marcos de una embestida interna y externa a Cambiemos, de la que todavía no se recupera por completo.
Cómo perder peso
Dentro de la Casa Rosada, entre mayo y septiembre, pasó una eternidad que demolió los ánimos del Ejecutivo. Pero también de su Gabinete bonsai. Con los tijeretazos del 3 de septiembre Mauricio “se sacó de encima a los gordos”, como bromea una de las víctimas del bullying presidencial en referencia a la creciente fobia del presidente por la adiposidad de sus funcionarios. Siempre la cuestionó, aunque con cierta resiliencia, porque les recomendaba hacer ejercicio y bajar de peso.
La paciencia se le terminó con la llegada a la Casa de Gobierno. Recuerdo que durante más de dos años lamentó cruzarse en las reuniones de Gabinete con sus ministros rellenos, especialmente con Avelluto, a quien le prodigó un desprecio un poco menor al que le hizo sentir a Lombardi. Me imagino los esfuerzos que hace en Los Abrojos cuando se junta a comer con la Señora.
Entre los murmullos que se filtran cerca del despacho presidencial, más allá de las paredes de la oficina que ocupa Marcos, el tropel de exégetas que le responden reivindican la permanencia de su jefe. Y el éxito de la operación “el achicamiento que no fue”, en referencia al anuncio formal de la fusión de carteras ministeriales que no derivó para ellos en achicamientos de sueldos ni cargos.
Además, los ex ministros degradados no fueron nombrados como secretarios de Estado sino de Gobierno. Una salida elegante, diagramada en Olivos, para mantenerles casi el mismo sueldo y contener una estampida de renuncias de los funcionarios que iban a ser humillados al pasar a subsecretarios o directores nacionales.
La desgracia de los groupies
Después de la primera corrida cambiaria de principios de mayo, funcionarios que mantenían un discreto segundo plano ya habían sido despojados de sus cargos, en medio de una reducción que habría superado las mil anulaciones de puestos “políticos”. Ese desgrasado horadó la confianza en los inquilinos de la Casa Rosada entre quienes se fueron a su casa o volvieron a sus empresas y aquellos que aceptaron el cambio de condiciones de contratación, con tal de seguir en sus oficinas.
Ese segundo pelotón todavía masculla malestar por los pasillos de Balcarce 50. Aún así, la fauna de la Casa de Gobierno todavía cuenta con un funcionariado de segunda y tercera línea que pasa más de diez horas dentro de sus despachos, bajo la exigencia empresarial de la administración Cambiemos que les reclama mayor dedicación a cambio de un menor salario.
Todo bajo el signo del ajuste que exige el FMI y la zozobra de esos funcionarios, que lamentan que la política económica que ayudan a sostener destroce sus ingresos. Todo para formar parte del elenco de ministros que no viven de su salario y sólo se estremecieron ante la reducción del Gabinete porque perdían poder.
La cuestión del dinero, admiten, pasa por otro lado. Aunque nadie sabe bien por dónde. El temor al ajuste, desde entonces, se apoderó de las segundas y terceras líneas del Gobierno, integradas por la militancia política y técnica del PRO, del radicalismo y la Coalición Cívica. Y por mí. Por eso ahora, cuando me siento en el sillón del jefe, escribo.